Capítulo VII. La negociación competitiva: reclamar valor II

AutorAlfred Font Barrot
Páginas163-193
© Editorial UOC Capítulo VII. La negociación competitiva…
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Capítulo VII
La negociación competitiva: reclamar valor II
1. Modelos de sumisión
Las estrategias competitivas que analizaremos en este capítulo
no están integradas, como las que hemos visto en el anterior, por
movimientos destinados a manipular engañosamente las percep-
ciones del adversario. Si bien las estrategias que examinaremos
a continuación también pretenden afectar a las expectativas y
el comportamiento del adversario (pues esta es, como sabemos,
la finalidad de toda jugada estratégica), esta vez su característica
distintiva es estructural.
Los modelos de sumisión pretenden conseguir sus objetivos
mediante la determinación de una estructura de incentivos en
la que el adversario ocupe una posición negocial dominada; es
decir, en la que su autonomía quede reducida a una sola opción:
aquella que conviene a quien utiliza la técnica.
Las manipulaciones, por estar básicamente fundadas en el enga-
ño, pueden ser neutralizadas —como hemos visto en el capítulo
anterior— mediante información, verificación, procedimientos
objetivos y discusión de los principios. Las estrategias de sumisión,
en cambio, no se valen particularmente del engaño (salvo en algún
caso específico en el que el engaño también está presente, como
en el uso estratégico de agentes negociadores) y suelen mostrar
crudamente sus cartas. Son estrategias diseñadas para configurar el
modelo de interdependencia y la estructura de incentivos de mane-
ra que sirva a los intereses tácticos de quien las despliega.
© Editorial UOC Curso de negociación estratégica
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La defensa, por tanto, tendrá que consistir básicamente en
prevenir la situación y evitar verse atrapado en el modelo, o
bien, si ya se está en él, conseguir desactivarlo mediante un
cambio sustancial de la estructura de dominación creada por el
adversario.
2. La toma de rehenes de alto valor
Ejemplo
Un rico coleccionista de relojes alemanes del siglo XVIII, al que le falta
completar su colección con alguna obra de un famoso relojero de
Lübeck que ha buscado sin éxito por toda Europa, pasa por delante
del escaparate de un anticuario de su propia ciudad y descubre allá en
el fondo, refulgente, la pieza de sus sueños. Pagaría lo que fuera por
ella. Podemos imaginar sin dificultad cómo el rico coleccionista entra
en la tienda con aire condescendiente, circula despacio entre muebles
y objetos, inicia una conversación despreocupada con el anticuario
y al final, cuando ya parece que iba a marcharse sin comprar nada,
pregunta el precio del reloj alemán («tengo otros relojes de ese mismo
relojero —mentirá—; ahora hay muchos en el mercado») y acabará
llevándoselo con un importante descuento.
Habría pagado cualquier suma que le hubieran pedido. En una subasta
habría pujado y pujado hasta hacerse con el reloj a cualquier precio.
Pero ha pagado menos de la discreta suma que le pedía el vendedor.
¿Por qué? Porque el vendedor no sabía el valor que para el coleccionis-
ta tenía la única pieza que le faltaba para completar su colección. Si lo
hubiera sabido, no solo no habría accedido a ninguna rebaja, sino que
quizás habría alegado la existencia de un compromiso verbal con otro
comprador (cuya oferta tendría que ser ampliamente superada por el
coleccionista si este quería hacerse con el reloj).

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