Feminismo e isonomía cívica. Lecciones del patriarcalismo griego

AutorModesto Barcia Lago
Cargo del AutorAbogado
Páginas25-50

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I Introducción

La evolución del feminismo de las últimas décadas apunta a reformular sobre la categoría de “género” el concepto de isonomía cívica, que, conforme proclama enfáticamente el artículo 14 de la Constitución Española, es el concepto-referente de las relaciones en el espacio civil de la convivencia de las sociedades democráticas y constituye, así, el quid desde el que el feminismo puede legitimarse en cuanto teoría y praxis de la afirmación de la mujer como sujeto sui iuris. La conceptuación del “género” como mediador de la representatividad femenina en el espacio público, supone una neta regresión a una ideología de privilegio neoestamental de género que cuestiona el marco liberal del constitucionalismo, cuyos postulados de autonomía del individuo se contraponen a la inserción orgánica de éste en el “género”.

En nuestra opinión, la afirmación de la isonomía de hombres y mujeres en su condición político-jurídica de ciudadanos pleno iure en un Estado Democrático de Derecho, viene a ser el punto de partida para un enfoque pospatriarcal de su papel en la sociedad de nuestro tiempo, que aquí simplemente se insinúa, dados los límites en que se enmarca esta contribución, que viene a reelaborar una breve comunicación congresual, que alcanzó a su difusión en formato

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digital1. La tesis allí planteada sostenía, y tal es el núcleo de estas líneas de ahora, que las diferencias biológicas de los sexos propenden a estrategias vitales dispares, pero necesariamente complementarias en la posibilitación de la vida de la especie humana. Por eso, un feminismo instalado en una perspectiva unilateral carece, en realidad, de proyecto emancipatorio alguno, y de ahí que la proteica “ideología de género” actual cimente en invectivas hueras contra el “machismo” y el “androcentrismo”, entendidos meramente como ideologemas, la excusa para acceder al privilegio de grupo oligárquico, no para la liberación de la mujer de sus eventuales ataduras o restricciones sociales y cívicas. Por eso, esta contribución, bien que sencilla, al necesario debate y confrontación limpia de ideas adoba la intencionalidad combativa contra el que denominaré “feminismo del privilegio”, en tanto que es forma ideológica de tergiversación, es decir, reaccionaria, del sentido histórico en la búsqueda de las claves de la eudaimonía de los seres humanos de nuestro tiempo.

El desarrollo teórico de la ideología feminista de los últimos decenios podría condensarse en la paráfrasis “de la naturaleza al género”, concebido éste como polo categorial, que, cual moderna “estrella de oriente”, guía los pasos del peregrinar femenino a la búsqueda del pesebre donde anida una neófita identidad femenina diferenciada, sobre la que afirmar su pretensión de subversión de los ancestrales valores patriarcales en los que la mujer yacería oprimida en cuanto que mujer; un itinerario de rebelión contra la biología, que contrapone a la natura data sexual de la mujer y del varón el despliegue de la autoconciencia particularizada y privilegiada de aquélla, como constructora de una paradójica feminidad solipsista que rechaza –y se desvincula de– la masculinidad, en vez de atender al común “género” –léase “especie”– humano en que los individuos de ambos sexos han de vivir la aventura de su vida. Se trata de un programa de ingeniería social de “reeducación del macho opresor”. Pues resulta que, desvinculada de la natura data, es la ideología del género, simple “gramatización” de la biología, la propuesta discursiva de una percepción unilateral y excluyente del “modo-de-estar-en-el-mundo”, la clave del vuelco feminista.

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Aunque Esther VILAR había asumido con afortunada ironía la impugnación de la “ideología de género” en su famosa obra de 1971 El varón domado, destacando, contra la visión de BEAUVOIR de que las féminas se encontraban en situación de vasallaje2, que son éstas quienes, en realidad, sojuzgan al hombre y no al revés3, la subversión feminista proyecta desvelar el escamoteo histórico de la auténtica naturaleza femenina, cuya condición humana, claro, no cabía negar, embutida, como “lo menos” en “lo más” de la naturaleza masculina, embozada ésta retóricamente tras el “velo de maya” de su condición de “género neutro”, arquetipo de lo humano aristotélico, para convertir simétricamente, impulsando el péndulo ideológico demasiado tiempo suspendido en la conveniencia patriarcal, la identidad femenil en el nuevo “género neutro”, donde la “masculinidad” quede embutida como “lo menos” de aquél; es decir, un programa amazonista reaccionario que aspira a reescribir la Historia sin comprenderla.

Una tarea asumida en las propuestas deconstructivas del “tardomodernismo” de Badinter, por ejemplo, en su cruzada radical contra el instinto maternal4, la lactancia y el amor materno, que, en su opinión, es mero artificio ideológico patriarcal con base biológica poco relevante y vendría a servir de trampa neopatriarcal para reintegrar al hogar a la mujer posfeminista. Un tránsito poco edificante, podría decirse, desde la mujer/“macho mutilado” de las descripciones de Diodoro de Sicilia (Reproducción de los animales) a la “mutilación del macho”, de la “ideología de género”. Aunque la psicología profunda, sin necesidad de echar mano de Freud, tal vez, alcance a ver en el aquelarre actual del género complejos psicológicos actuantes en el intento de la celosa e irrefiexiva “Deyanira-feminista” por imponer su centralidad sobre el desapego del “Heracles-machista”5; o puede que se trate de la irresponsable presunción de Erífila por lucir el collar de Harmonía, que llevaría a la muerte a su esposo, el héroe adivino Anfiarao, ante los muros de Tebas; si es que no fuese la hipótesis de la némesis de “Medea-feminista” la que mueve a sacrificar, en el altar de la atávica venganza contra el Jasón-dominante, su esencia maternalística, del mismo modo que la heroína trágica renegara, con lúcida

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pasión criminal, de su maternidad civil a impulsos del amazonismo bárbaro, lo que explicaría el dominio de la oscura irracionalidad de que se jacta la heroína trágica6.

Y, sin embargo, el dato más radical de la existencia humana es el dimorfismo sexual de nuestra especie –que también se da en otros seres vivientes de la escala superior de la biología, aunque ello no nos atañe aquí–, que conlleva una acusada diferenciación morfológico-fisiológica-psíquica, así como en cuanto a aptitudes y propensiones de hombres y mujeres, por lo que tal dimorfismo impone estrategias biológicas propias a cada sexo, pero confiuyentes en la unidad de la especie, para su reproducción y supervivencia en cuanto tal. En todo caso, una primera especialización funcional, o, parafraseando a Marx, una subyacente división del trabajo, deriva, pues, de ese dimorfismo y permanece como elemento estructural de la evolución de nuestra especie, sobre cuya realidad actuante se asienta toda cultura o civilización desde que puede considerarse presente en la tierra el linaje de los humanos, por más que, obviamente, en la era presente, ese dato estructural no se alce como condicionante de la vida de los individuos al mismo nivel que en épocas anteriores.

La tensión de la conjunción de ambos sexos en la andadura de su reproducción y pervivencia como clase biológica común, “el deseo del otro”, la philia aristotélica que expresa el sentimiento de solidaridad, como reseña Lledó7, la sociabilidad, en suma, hace posible la vida humana de los individuos, aunque, claro está, no determina el modo en que la existencia concreta de las sociedades se produce, y así ha sido comprendido desde la antigüedad. Para nuestra cultura, esa tensión adquiere, en el ámbito de lo heleno, forma mítica canónica en ese “texto fundacional en el que se bautizan para siempre fuerzas y entidades de la psique humana”, que es, dice Luque8, la Teogonía hesiódica.

Muy pronto convertido literariamente Eros en hijo y ayudante, travieso o perverso, de Cipris/Afrodita, no era el genio poético de Hesíodo el descubridor del impulso sexual, en el sentido amplio de potencia relacional, como horma de civilización. Puede destacarse para nuestro propósito que, desde el III

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milenio a.C., el corpus de la epopeya sumeria que acabaría fijando el Poema de Gilgamesh, el semilegendario Rey de Uruk, muestra la labor educadora de la hieródula, harimtu shamhatu, “ramera hija del gozo”, que con sus encantos arranca al salvaje Enkidu, asocial habitante de la estepa, de la inocencia original de su existencia entre las bestias y le encauza por el sendero de la humanización9.

Enkidu representa, como el Adán bíblico, también guiado por la mano de Eva, raíz semítica que significa “vida”, el Urmensh, el humano primigenio, a quien la pérdida de la inocencia le expulsa del confort de su paraíso arrojándolo a los azares y rigores de la humanización, que consiste en el reconocimiento de sí mismo como sujeto libre capaz de proponerse fines y correr riesgos, es decir, le hace sujeto moral. También en el libro del Génesis la serpiente bíblica prometiera a los ingenii Adán y Eva que serian “como Dios”, si probaban el fruto prohibido del árbol de la ciencia del bien y del mal, aunque la autoconsciencia, esa chispa divina, se otorga como una maldición encubierta que exilia del paraíso –del Edén– de la alienación y compele al recorrido de la libertad humana en la conjunción de la potencia telúrica matriz, de significación femenina, y la luminosidad celeste.

Un mito del Génesis que acomoda Lourdes Ortiz a su prejuicio ideológico, presentando a Eva como totalidad truncada por la escisión radical de Adán, “que todavía no era él, sino parte indiscernible de ti misma”, y de esta escisión originaria brotaría el calvario de la feminidad sometida, de modo que Adán sería el culpable y su estirpe condenada; pero ¿no fue la trágica lucidez de la rebeldía contra el orden heterónimo alumbrada por la Eva/dragón, “madre de los vivientes”, la que clausuró el sueño...

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