Algunas consideraciones sobre el principio de representación equilibrada. (Art. 44 Bis LOREG)

AutorAna Isabel Melado Lirola
Páginas371-390

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I Introduccion

Refiexionar sobre cuestiones de género en relación con el modelo de sociedad no es del todo gratuito, este ejercicio conlleva, inexorablemente, realizar algunas críticas que apuntan directamente hacia los presupuestos de validez de las estructuras de poder del Estado liberal1y, por extensión, éstas irán dirigidas, también, contra los fundamentos ideológicos inspiradores de las mismas que, a lo largo de lo dilatado de una consolidada experiencia democrática se han terminado por reforzar.

¿Por qué las mujeres no adquirieron desde un principio los mismos derechos que sus hermanos y padresfi ¿Por qué ejercitar, sin reservas, nuestra reconocida ciudadanía es para muchas de nosotras una utopíafi ¿Por qué a las mujeres, aún hoy, les resulta más dificultoso acceder a determinados puestos de responsabilidad políticafi Éstas no son más que preguntas retóricas cuyas respuestas no pueden constituir sino una verdadera sinrazón y, no por obvias

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e incomprensibles han dejado de tener plena vigencia durante demasiado tiempo.

Si bien, anteriormente a implantación del Estado constitucional las desigualdades eran el principio ordenador de la convivencia humana y, plenamente legítimas las divergencias de trato inspiradas en razones como el nacimiento, sexo, etnia o religión; con la implantación del Estado constitucional, el novel punto de partida será la igualdad y la libertad de “todos” los individuos. Bajo la cobertura de estas premisas teóricas –pretendidamente universales– acontecía el proceso de construcción del Contrato social y la Teoría de la representación política pero, entretanto, hubo de fundarse otro pacto, en este caso de tipo práctico, que será conocido como el contrato sexual2a partir del cual se legitimará que los varones ejerzan un dominio sobre las mujeres, subordinadas éstas a ellos, quedando excluidas como posibles sujetos del pacto político, siendo ignoradas como posibles sujetos de relaciones jurídicas3. Ello tuvo repercusiones.

La mayoría de los teóricos del Contrato social lo dejaron muy claro. Los discursos liberales en los que la igualdad y libertad se proclamaban como rasgos conformadores del fiamante concepto de ciudadanía se referían, tácitamente, a la mitad de la población; con ello, el orden social liberal pasó a ser, evidentemente, menos clasista que el Antiguo Régimen, pero se transformó en un orden más sexista contra las mujeres4. Por cuanto ya no podían esgrimirse argumentos tales como la divinidad, el nacimiento o la clase social, se apeló a una construcción artificiosa sostenida en la naturaleza que, justificaba la falsa división entre las esferas privada y pública5. Las mujeres quedaron, desde el principio del Estado liberal, relegadas al ámbito doméstico, en dónde se las mantuvo subyugadas bajo valores inherentes a una sociedad de corte patriarcal, subordinadas “ellas” al padre, marido o hijo, siendo excluidas, como corolario natural, de la esfera pública. Esfera pública que, muy al contrario, adquirió una

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significación universal, en clara en oposición a la esfera privada: el reino de la sujeción natural y desigualdad, lo que, terminaría por traducirse en diferencias políticas entre ambos sexos, haciendo posible, con ello, que las consignas de fraternidad, libertad e igualdad, fueran inspiradoras, únicamente, entre varones entre sí, que ejercerán el poder y desarrollarán el trabajo reconocido socialmente en el espacio público. Teóricos liberales desde Rousseau e, incluso, Stuart Mill sostuvieron, en mayor o menor medida, este marcado dualismo en su ideario político6. Ello, evidentemente, tuvo fiel refiejo en los textos constitucionales españoles, con la única salvedad de la –obstaculizada– Constitución de 1931 –periodo en el que se implementó una significativa legislación a favor de los derechos políticos de la mujer– que señalaba que “el sexo no podría ser fundamento de privilegio jurídico” (art. 25); o “los ciudadanos de uno y otro sexo, mayores de veintitrés años, tendrán los mismos derechos electorales conforme determinen las leyes” (art. 36).

Paradójicamente, salvando las contadas excepciones, del statu quo resultante se indujo un principio general discreto, aunque sólido, que vino a erigirse en el punto de partida del sistema; con él, la subordinación de las mujeres se justificó por ser ésta interpretada conforme a la naturaleza, de tal manera que el contrato sexual resultante no fue más que fiel refiejo de unos patrones culturales que terminaron por enraizarse y normalizarse como naturales7, anclando en el ordenamiento jurídico y, con ello, en el desenvolvimiento, desarrollo y aplicación del Derecho.

No es de extrañar que dados estos planteamientos el derecho a la ciudadanía se sexualizara en masculino8, y se haya terminado por favorecer una permisividad social hacia actos y conductas contrarios a la dignidad de la mujer,

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cuyas causas no están fundadas sino en la falaz creencia de la natural posición de superioridad del varón. De manera que no será por falta de capacidades por lo que se excluirá a las mujeres, sino, al contrario, por falta de masculinidad. Como es sabido, fruto de ese aprendizaje cultural de signo machista, “unas” y “otros” exhibimos roles e identidades que nos han sido asignados bajo la etiqueta de pertenencia a un sexo u otro, refiejando y reproduciendo maneras que, a la postre, vienen a mostrar la prepotencia de lo masculino y la subalteridad de lo femenino9. Así las cosas, las diferencias biológicas entre ambos terminaron por convertirse en diferencias políticas10y, desde esa subordinación, se ha cuestionado secularmente la capacidad intelectual en general y, en concreto, la aptitud política de la mujer. Crear Derecho, que en el antiguo patriarcado era facultad propia del pater pasó, en el moderno, a constituir atribución característicamente masculina, de tal manera que la creatividad política ya no acompañará al officium de la paternidad –Antiguo Régimen–, sino que será en el liberalismo político una extensión natural11del ser varón.

Por todo lo anterior, sin duda, creemos firmemente que el concepto de ciudadanía y la profundización en el concepto de derechos humanos está vinculado a las exigencias del valor igualitario de “paridad democrática”, fin último que se podrá alcanzar a través de diversas técnicas jurídicas, en particular, la LO 3/2007 se acerca a este empeño con del principio de representación equilibrada, lo que contribuirá, sin duda, quizá con demasiada lentitud y

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reducidamente12, al logro pretendido: la plena igualdad entre ambos sexos13. En suma, esta demanda, la de que la mujer alcanzara una presencia adecuada a su proporción poblacional en los órganos representativos, habría de surgir necesariamente transcurrido el tiempo por impulso natural de la práctica democrática y su aceptación como práctica política autoconsciente no constituirá sino un síntoma de calidad y madurez democrática.

II ¿Acción positiva en el ámbito de la representación políticafi

Uno de los debates más vivos y no sólo en nuestro país14es el concerniente a la necesidad e intensidad de las estrategias de mainstreaming15y las específicas medidas de acción positiva tendentes a reforzar la posición de la mujer, que experimentan un periodo de efervescencia, en torno a un ideario iniciado por el movimiento feminista pero, que en la actualidad, se encuentra plenamente

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insertado en la cultura política y el ordenamiento jurídico16–con un anclaje constitucional–, lo que, sin duda, enriquece el discurso y las oportunidades del mismo al incorporarse al Sistema como una variable más del pluralismo democrático. Ahora bien, pocas tipologías de previsiones legales, como la que nos ocupa, presentan tantas y tan variadas reacciones críticas17, ideologizadas y prejuiciosas que, por otra parte, no vienen sino a mostrar una desconfianza, en general, hacia las mismas y, en particular, respecto de la reforma de la Ley Electoral y la consiguiente introducción del principio de representación equilibrada entre ambos sexos, esgrimiendo argumentos tales como que éstas presentan fiancos muy vulnerables desde la perspectiva técnico-jurídica, en tanto que inciden sobremanera en presupuestos esenciales de Derecho Público18y, más en particular, en la doctrina de la representación política19.

Y no son de extrañar tales críticas, si tenemos en cuenta que éstas parten de la apreciación de que el sistema de poder es “neutral” y, naturalmente, las reivindicaciones relativas a la creación de espacios decidida y parcialmente femeninos serán a priori descalificados por su aparente “radicalidad”. Sin embargo, estas consideraciones obvian que el estableciendo ex lege del principio de representación equilibrada por el que ninguno de los dos sexos ha de superar el 60% de presencia en las listas electorales en todos los comicios, pretende únicamente modificar ciertas pautas de conducta en los espacios20representativos de poder, lo que entraña un proceso de decodificación y reinvención

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del sistema, un nuevo método de compresión, también, desde la perspectiva de las mujeres y no sólo desde la de los hombres.

Por ello, permítaseme una digresión previa: cualquier observación de la norma desde la perspectiva de género puede ser simplificada, bien como una lectura ideologizada, ciertamente conservadora21, complaciente con el fenómeno de la situación discriminatoria hacia la mujer, bien en clave de lucha partidista. Ninguno de los mencionados factores concurre en quien suscribe; en cambio, deseo dejar constancia de lo que considero una obligación moral hacia el lector, y es expresar de antemano, que comparto el espíritu subyacente a la LO...

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