La mujer en los primeros años de la dictadura franquista: una visión a través de textos legales y doctrinales

AutorMiguel Ángel Morales Payán
Páginas391-415

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I Introducción

El tratamiento que desde el punto de vista normativo (y éste obviamente determinado por otras diferentes consideraciones de carácter social, político, religioso….) el régimen de Franco otorgó a la mujer no fue igual a lo largo de las casi cuatro décadas que aquél permaneció en el poder. Si bien pocos años antes de su desaparición de la escena política se promulgaron disposiciones tendentes a mejorar su consideración legal (sin llegar, por supuesto, a un tratamiento igualitario con el varón, especialmente en el caso de la mujer casada1), la esencia de los planteamientos ideológico/jurídicos se encuentran indudablemente en los primeros años del régimen, cuando se sientan las bases de lo que pretende ser el Nuevo Estado español. Y entre las pretensiones inmediatas de este proyecto regenerador topamos con la de recuperar el “tradicional miramiento” hacia a la mujer. O dicho de otra manera, el priorizar sus obligaciones respecto a la procreación y a la previa formación de una familia y su supeditación a ella de por vida. El ordenamiento jurídico había de recuperar

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(pues se había puesto en peligro durante la etapa republicana) ese carácter proteccionista que se decantaba por considerar a la mujer, primordialmente la que contraía matrimonio, como un ser a tutelar, con libertad vigilada y limitada del tal manera que todos los actos de su vida, desde el punto de vista jurídico, quedasen supervisados dadas las numerosas razones, entre otras, históricojurídicas, que ‘avalaban’ la debilidad de su sexo o su inferioridad moral2.

Textos legales, doctrina y jurisprudencia así lo habían de refiejar.

Que la institución familiar es pieza clave para la nueva clase gobernante es indiscutible. Castán, prestigioso jurista de la época, marca las directrices: “Si, como decíamos antes, la familia es elemento indispensable de cohesión y equilibrio social; si la comunidad política, en definitiva, ha de tener las virtudes, los sentimientos de solidaridad y altruismo, la consistencia que le proporciona la familia, ¿qué duda cabe que el Estado y el Derecho han de orientarse decididamente hacia la defensa de la institución familiarfi”3.

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II Textos legales y doctrinales

Las disposiciones normativas, arma inexcusable del régimen, serán utilizadas con tal fin. Por sólo citar algunas, baste recordar el Fuero del Trabajo de 9 de marzo de 1938, que en su apartado XII.3 declara reconocer “… a la familia como célula primaria natural y fundamento de la Sociedad y al mismo tiempo como institución moral dotada de derecho inalienable y superior a toda ley positiva”. En términos parecidos el Fuero de los Españoles de 17 de julio de 1945 proclama que: “Art. 22. El Estado reconoce y ampara a la familia como institución natural y fundamento de la sociedad, con derechos y deberes anteriores y superiores a toda ley humana positiva”. Por su parte, la Ley de 1 de agosto de 1941, de protección a las familias numerosas, se decanta por subrayar, empleando también expresiones afines, que la familia es “célula primaria y fundamento de la sociedad, al mismo tiempo que institución moral dotada de derecho inalienable superior a toda ley positiva…”, para, seguidamente, proseguir definiendo su finalidad y su esencia: “para que cumpla sus altos destinos históricos, siendo relicario de fe, de patriotismo y de voluntad de grandeza…”. Del mismo modo, la Ley de 26 de septiembre de 1941, por la que se concede preferencia a las familias numerosas en la construcción de viviendas protegidas, la califica como institución ‘sagrada y fundamental’. Finalmente, la Ley de 11 de mayo de 1942, por la que se modifican los artículos 416, 480 y 481 del Código Penal, declara abiertamente su desvelo por la institución: “Publicada la Ley de veinticuatro de enero de mil novecientos cuarenta y uno para la protección de la natalidad contra el aborto, así como otras disposiciones sucesivas en defensa de la institución familiar, preocupación fundamental del presente Régimen…”4.

En el ámbito doctrinal, y en el marco de este breve muestro limitado por razones de espacio, el futuro presidente del Tribunal Supremo, Castán, escribe que “… en todo tiempo ha sido y es la familia base y piedra angular del ordenamiento social, no sólo porque constituye el grupo natural e irreductible que tiene por especial misión la de asegurar la reproducción e integración de la humanidad a través de las generaciones y de los siglos, sino, además, porque

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es en su seno donde se forman y desarrollan los sentimientos de solidaridad, las tendencias altruistas, las fuerzas y virtudes que necesita, para mantenerse saludable y próspera la comunidad política… La familia es, en efecto, factor primordialísimo de la vida social toda, y también de la vida política, porque sólo quien ha vivido sometido a la disciplina del hogar sabe someterse a la autoridad del Estado… Ocioso es advertir, por lo demás, que para el cumplimiento de sus fines y para que la familia coadyuve a los del Estado es capital que esté organizada con arreglo a los principios éticos y, sobre todo, se constituye como organismo estable. La acción del matrimonio y de la familia sobre la estabilidad del Estado será tanto más fuerte cuanto más estable sea a su vez la familia misma”5. La estabilidad del nuevo régimen está directamente ligada a la fortaleza de la institución familiar. En la misma línea, el penalista Cuello, allá por el año 1948 y a propósito del delito de abandono de familia, proclama que “entre los terribles males que en la época presente afiigen a la humanidad uno de los más graves es, sin duda, la disgregación, la creciente decadencia de la familia. Las condiciones sociales y económicas actuales, el enorme desarrollo de la gran industria en detrimento de las patriarcales industrias domésticas y del trabajo agrícola, con su nociva e inmediata consecuencia de la vida por los falaces atractivos de las grandes ciudades, el ansia cada vez mayor de goces materiales, el afán sin freno de enriquecerse con velocidad impetuosa, el debilitamiento de las creencias religiosas, además de otras causas, están labrando sin descanso y con fuerza siempre creciente una tremenda catástrofe social, la destrucción de la familia. Los sociólogos, juristas, moralistas, reiteradamente, con angustiosa voz de alarma, denuncian el peligro y las trágicas consecuencias del hundimiento del hogar familiar, entre otras, la miseria, la prostitución, la criminalidad”6.

Ahora bien, si esta esencialidad y altos designios de la familia pueden ser comunes a todas las sociedades7, la cuestión radica en la existencia de diversos

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modelos familiares, no siendo todos igualmente válidos para el Nuevo Estado que se está gestando8. Así, la ya citada ley de 26 de septiembre de 1941 declarará su intención de premiar a quienes ‘han sabido comprender y honrar’ a esta institución familiar, otorgándoles, por ello, ‘preferencia y ventajas’. Hernández Ascó9, a mediados de los años 60 y en un pomposo discurso de apertura del año universitario, exclamará: “España sigue siendo oficialmente una nación católica y el Estado, fiel a la tradición católica de nuestra Patria, se complace en legislar de acuerdo con la doctrina y derechos de la Iglesia…” siendo “… el matrimonio civil y el divorcio dos lacras sociales condenadas por la Iglesia”10. No cabe duda que veinte años atrás se habían puesto los cimientos para imponer un determinado modelo familiar, el católico, y que, años después, pretende subsistir incólume, sin infravalorar, por supuesto, los peligros que le acechan.

Paso previo e indiscutible para la formación de la familia en el nuevo plan-teamiento socio-político que se impone es la celebración del matrimonio11.

Pero condicionado por varias premisas: ni de cualquier forma ni con finalidad indefinida. Como diría Royo Martínez12, en defensa de unos determinados postulados ideológicos, “… campea, pues, en el Derecho de familia, sobre las realidades biológicas, un elemento valorativo, específicamente jurídico, que no permite asignar iguales consecuencias a la unión matrimonial y extramatrimonial, aunque sean fisiológicamente iguales; y no lo permite, porque, precisamente, el Derecho existe para marcar esas diferencias”. Esta contundente

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afirmación la justifica sobre la siguiente base: “Y esto ha de ser dicho y reiterado, ya que es muy frecuente oír y leer, formuladas contra las instituciones del Derecho de familia, críticas que reprochan en él esa independencia de la Biología, esa su función clasificadora de realidades biológicamente idénticas, pero moralmente muy distintas. Son las críticas de quienes censuran que el Derecho no atribuya iguales consecuencias al matrimonio que al concubinato, ni a la filiación matrimonial y a la extramatrimonial; son las críticas del «¿dejarán de vivir juntosfi» o del «¿dejarán de ser hijosfi». Y es menester que los juristas no se desorienten ante tales argumentos, que, bajo una apariencia de inocuo humanitarismo, encubren, por ignorancia o por dolo, una tesis desmoralizadora y conducente a la anarquía sexual. Ciertamente si una ley positiva es demasiado dura y rigurosa cabe pedir su atenuación. Pero mientras exista una moral sexual que se quiera ver observada en el seno de una sociedad, mientras se pretenda que las relaciones entre varón y mujer se ajusten a una Ética, será imprescindible un Derecho de familia que distinga cualitativamente lo lícito de lo prohibido y marque la diversidad jurídica de sus consecuencias, aún cuando en lo biológico sean iguales”.

Quienes tienen las riendas del poder son plenamente conscientes tanto del carácter instrumental del derecho como del patrón familiar y consecuentemente el matrimonial que quieren imponer. La ley puede y debe conformar estas exigencias matrimoniales. Los nuevos legisladores lo manifiestan abiertamente en textos como la Orden de 23 de septiembre de...

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