Una voz femenina en el foro romano y un edicto mordaza

AutorPedro Resina Sola
Páginas515-529

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I Introducción

Define el Diccionario de la Real Academia Española ‘amordazar’: “Impedir hablar o expresarse libremente, mediante coacción”; y ‘mordaza’: “Instrumento que se pone en la boca para impedir el hablar”. En suma, palabras y silencio.

Hace unos meses, Ana Gomes, eurodiputada portuguesa, declaraba en una entrevista: “mi papel es hablar, romper reglas, incomodar”; y en verdad, como el entrevistador sentenciaba, sus intervenciones en el Parlamento Europeo son a menudo aguijonazos para los más intocables1.

Y para hacer historia, porque mi comunicación tiene por objeto una cues-tión histórica, hoy, tomando como pretexto una mujer, Carfania, y al hilo de lo que sobre ella se nos ha transmitido en las fuentes, la intentaré hacer sobre lo que significó, y ha venido significando hasta fechas recientes, respecto del ejercicio de la abogacía por parte de las mujeres, así como el valor de la palabra. No en vano la podemos considerar: primera abogada de la historia

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de Occidente; aunque con ella también llegó un secular silencio femenino en el foro.

Pues bien, comenzando por la última de las fuentes en que se hace mención expresa de ella, Las siete partidas de Alfonso X el Sabio, en la tercera, título seis, ley tres, se nos dice:

“Ninguna mujer, aunque sea sabedora no puede ser abogada en juicio por otro; y esto por dos razones; la primera porque no es conveniente ni honesta cosa que la mujer tome oficio de varón estando públicamente envuelta con los hombres para razonar por otro; la segunda, porque antiguamente lo prohibieron los sabios por una mujer que decían Calfurnia, que era sabedora, pero tan desvergonzada y enojaba de tal manera a los jueces con sus voces que no podían con ella. Otrosí viendo que cuando las mujeres pierden la vergüenza es fuerte cosa oírlas y contender con ellas, y tomando escarmiento del mal que sufrieron de las voces de Calfurnia, prohibieron que ninguna mujer pudiese razonar por otra. Otrosí decimos que el que fuese ciego de ambos ojos no puede ser abogado por otro, pues como no viese al juez no le podría hacer aquella honra que debía ni a los otros hombres buenos que estuviesen allí. Pero aunque ninguno de éstos no puede abogar por otro, bien lo podría hacer por sí mismo si quisiese, demandando o defendiendo su derecho”.

Establecen, pues, Las Partidas la prohibición de que las mujeres puedan abogar por otro, esto es, ejercer la abogacía en sentido estricto. Ahora bien, en esta ley el rey sabio no hizo otra cosa que recoger lo que Ulpiano, al tratar de La defensa por los abogados, manifestaba al respecto:

“En segundo término, se propone el edicto contra aquellos a quienes se prohíbe ‘que aboguen por otros’. En esta parte el pretor estableció exclusiones por razón del sexo y de algunos defectos, y señaló también a las personas tachadas con la nota de infamia. En cuanto al sexo, prohíbe que las mujeres aboguen por otro, y la razón de la prohibición es evitar que las mujeres se mezclen en causas ajenas en contra del pudor propio de su sexo, y desempeñen oficios viriles. Esta prohibición proviene del caso de Carfania, una mujer muy

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descarada, que, al actuar sin pudor como abogada e importunar al magistrado, dio motivo a este edicto” (trad. A. D’ors et alii)2.

Junto a ellas venían excluidos de esta facultad, según nos dice el mismo jurista a continuación: los ciegos “porque no pueden ver las insignias del magistrado” y otras personas consideradas infames como: “el que toleró hacer de mujer con su cuerpo (sujeto pasivo en relaciones homosexuales); … el condenado a pena capital; … y el que se hubiere contratado para luchar con las fieras (el gladiador)”3.

I.1. Desglosando este fragmento, apreciamos cómo Ulpiano nos da varias razones para justificar dicha prohibición, y todas ellas en relación causa-efecto: de un lado, el sexo, o mejor, el pudor propio de su sexo, en último extremo la costumbre social y la opinión pública al respecto; en segundo lugar, el hecho de tratarse de causas ajenas4; y como razón última de la prohibición, el evitar que desempeñaran oficios viriles, que vendría a constituir el fundamento jurídico de su exclusión5. Razones, a las que habría que añadir, como causa concreta e inmediata de la propuesta edictal, las palabras con que inicia el jurista su comentario: el decoro y la dignidad del propio magistrado:

“El pretor estableció este título para hacer valer y velar por su dignidad, evitando que abogase ante él un cualquiera. (1) Por

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ello distinguió tres clases : a unos les prohibió del todo abogar, a otros se lo permitió únicamente cuando lo hacían en asunto propio y a otros se lo permitió a favor de determinadas personas y en asunto propio. (2) Se entiende por ‘abogar’ exponer ante el magistrado jurisdiccional la pretensión propia o la de un amigo o rebatir la pretensión de otro” (trad. A. D’ors et alii)6.

Lo que el mismo jurista vuelve a reiterar de una manera más general, al exponer cómo las mujeres no podían ser jueces, ni desempeñar la magistratura, ni abogar ni intervenir por otro, ni ser procuradores, por estar excluidas de todos los oficios civiles o públicos7; y que otro jurista, Paulo, sentencia sobre la abogacía en particular: “la mujer no se considera defensor idóneo”8.

Prohibición que, al recogerla el emperador Justiniano en el Digesto, en el título Sobre las diversas reglas del derecho antiguo, la eleva a la categoría de regula iuris, regla del derecho.

Regla que, por lo que se refiere a su capacidad para acceder a la carrera judicial, la encontramos vigente en nuestro derecho histórico hasta la Ley 96/1966, de 28 de diciembre que derogó el precepto en que quedaba contemplada su exclusión, pudiendo, a partir de entonces, ser magistrado, juez y fiscal, funciones reservadas tradicionalmente sólo a los varones9.

Lo que concuerda perfectamente con lo establecido en la época clásica, y se consolida en épocas sucesivas, mediante diversas constituciones imperiales, en las que se reitera cómo el ejercicio de la abogacía era una actividad que

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exigía unas cualidades de idoneidad y capacidad viriles, y, en consecuencia, reservada a los hombres10.

I.2. Volviendo al texto de Ulpiano, en que se enuncia el principio de la prohibición, concluye éste estableciendo el origen de dicha disposición, a modo de precedente e ilustración histórica: “esta prohibición fue originada por el caso de Carfania, mujer muy descarada, que, al actuar desvergonzadamente como abogada e importunar al magistrado, dio lugar a este edicto”.

Ahora bien, ¿quién era esta tal Carfaniafi Poco es lo que sabemos de este personaje, dado que las fuentes no han sido muy generosas con ella. No obstante, podemos apreciar un hilo conductor que nos permite rastrear a través de ellas algunos datos significativos al respecto.

Así, el suceso al que se hace mención tiene lugar a mediados del siglo I a.C., si se hace coincidir Carfania con la Afrania a que se refiere Valerio Máximo, cuando trata, en sus Hechos y dichos memorables “Sobre las mujeres que asumieron su defensa, o la de otras personas, ante los magistrados”. Allí, comienza advirtiendo cómo “no conviene pasar por alto a aquellas mujeres a las que, ni la condición de su sexo, ni el reparo de llevar ropas femeninas, pudieron impedirles hablar en el foro y ante los tribunales”; y, no sin una cierta misoginia o antifeminismo, nos dice de ella:

“Gaya Afrania (C. Afrania), esposa del senador Licinio Bucón, tan presta como era a mezclarse en litigios, se defendía siempre a sí misma delante del pretor, y no porque le faltasen abogados, sino porque le sobraba desvergüenza. Así, revolucionando una y otra vez los tribunales con aquellos ladridos tan inusuales en el foro, acabó

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convirtiéndose en un claro ejemplo de maquinación mujeril, hasta el punto de que a las mujeres de malas costumbres se les asignó el injurioso apodo de ‘Gaya Afrania’. Alargó ésta sus días hasta el año que Gayo César fue cónsul por segunda vez, junto a Publio Servilio: de un monstruo como aquél, trae más cuenta transmitir a la posteridad la fecha de su muerte que la de su nacimiento” (trad. de S. López Moreda et alii)11.

De otro lado, Julio Paris, en su Epítome a la obra de Valerio Máximo, al resumir el episodio en cuestión, lo refrenda, pero refiriéndose a ella con el nombre de C. Afrinia, Gaya Afrinia:

“Gaya Afrinia (C. Afrinia), esposa del senador Licinio Bucón, dispuesta a meterse en pleitos, defendió siempre sus causas; por esto a las mujeres de malas costumbres se les suele llamar vulgarmente ‘Gayas Afrinias’”12.

Hasta aquí los datos que nos proporcionan las fuentes, escasos decíamos, éstos variables sobre el mismo tema, y además no coincidentes en su totalidad; como, por ejemplo, ocurre con el nombre: Carfania (Ulpiano), C. Afrania (Valerio Máximo), C. Afrinia (J. Paris), Calfurnia (Las Partidas), incluso Juvenal en un pasaje de una de sus Sátiras hace mención de una tal Carfinia, que

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podríamos considerar como una reminiscencia genérica de nuestra Carfania13.

De cualquier modo, creemos que el recogido por Ulpiano, Carfania, es el más acertado, teniendo presentes aspectos lingüísticos, de la onomástica romana y de transmisión manuscrita, sobre los que no viene al caso extenderse aquí14.

Pero, el texto de Valerio Máximo nos proporciona además diversos datos para el conocimiento de este personaje. De un lado sobre su situación personal: casada con un senador, Licinio Bucón, del que sólo conocemos el nombre por esta referencia; igualmente podemos deducir que se trataba de una matrona de posición relevante y acomodada, tal como correspondía a la esposa de un miembro de la clase senatorial, así como su solvencia económica al referirse a la capacidad para contratar los servicios de algún afamado abogado para la defensa de sus causas en lugar de hacerlo ella personalmente: no por falta de abogados, nos dice el texto...

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