La verdad, la costumbre, trento. La cultura Barroca y España

AutorJohn Rao
Páginas51-76
LA VERDAD, LA COSTUMBRE, TRENTO.
LA CULTURA BARROCA Y ESPAÑA
John Rao
Universidad San Juan (Nueva York)
«Cristo dijo “Yo soy la Verdad”, no dijo “Yo soy la costumbre”»
(Tertuliano)
1. El espíritu barroco y la plenitud de la Tradición católica
Mi despertar personal a la plena comprensión de la Cristiandad católica
tuvo lugar en el verano de 1973, durante mi primer viaje a Roma. Atrapado,
una tarde particularmente sofocante, en un laberinto de calles medievales, y
ansioso por localizar algún lugar al abrigo del sol y conseguir algún refresco,
estaba perdiendo rápidamente todo mi interés turístico. Mi frustración se
iba haciendo más intolerable a medida que los estrechos callejones condu-
cían a pasajes aún más minúsculos, no más que grietas del tamaño de un
túnel de escapatoria entre las paredes de palacios que semejaban fortalezas.
Finalmente, cuando toda esperanza parecía perdida, allí estaba yo, disfru-
tando en una magnífica plaza barroca, ornamentada con fuentes y abrevade-
ros refrescantes y con una arquitectura, escultura y pintura –ya fuesen reli-
giosas o seculares– deslumbrantes.
Enseguida me di cuenta –y luego confirmé y perfilé con mis lecturas– de
que los arquitectos que habían concebido esa plaza –que elevaba el espíritu
al tiempo que ofrecía todo lo que el cuerpo podía desear– eran conscien-
tes de la intrincada conexión entre las cosas más básicas y el plan global de
la existencia humana. Su implícita invitación a descubrir, en los elementos
integrantes de la existencia diaria (tan diversos, cambiantes y a menudo in-
significantes), «más allá de lo que el ojo ve» –una invitación que reflejaban
todas las realizaciones barrocas–, te familiarizaba con la idea de que los com-
ponentes particulares (y muy a menudo extravagantes) de la vida terrenal
sólo se podían interpretar adecuadamente mirándolos con los ojos de Dios.
Si uno ignoraba el maremágnum de la condición humana en toda su com-
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plejidad, en lo bueno y en lo malo, la realidad se le escapaba; si uno descar-
taba el plan que hay detrás de ella, el drama de la existencia quedaba oscure-
cido por lo que podría considerarse una exhibición de un simple y patético
sinsentido.
Una vez considerado todo esto, me atrevería a sostener que el sentido
«barroco», consistente en aceptar la complejidad y la dificultad de encajar
las «cosas» de la realidad como partes esenciales del plan divino, no es algo
único en la historia de la Cristiandad, sino más bien un «florecimiento» y un
«desarrollo» brillante, especial e intenso de algo que abriga el mismísimo co-
razón de la Tradición católica. Porque las implicaciones de esta visión que se
supone puramente «barroca» (que consiste en un uso consciente de todos
y cada uno de los ladrillos de la naturaleza, obstinadamente dañados por el
pecado, para construir una escalera hasta el Cielo y «transformar todas las
cosas en Cristo») fueron debatidas y aplicadas cada vez con mayor finura
desde los mismos albores de la Cristiandad y a lo largo de toda su historia.
Una espléndida contribución occidental cristiana a esta empresa católica
universal tuvo lugar en los siglos que arrancan con las reformas monaca-
les impulsadas por centros como Cluny en Borgoña a partir del siglo X. En
aquella época, todos los recursos de la mente y del corazón necesarios para
comprender el mensaje divino y cumplir luego la tarea de la transformación
en Cristo encontraron poderosos defensores intelectuales y espirituales, al
tiempo que florecían diversas iniciativas pastorales para empapar al pueblo
en la Verdad. Papas como Inocencio III resumen con brillantez el empuje
del proyecto, insistiendo en la necesidad de adaptar la labor pastoral a los
problemas únicos de las personas y los grupos concretos, incluidos los de los
más improbables candidatos a la santidad 1.
Por desgracia, este desarrollo de la Tradición católica se vio interrumpi-
do por problemas especialmente palpables a partir del siglo XIII y que no
sólo frenaron su posterior despliegue, sino que situaron pesados obstáculos
en el camino de los creyentes que deseaban conocer la plenitud del mensa-
je. Cuando Tertuliano (c. 155-c. 220) atacó las erróneas concepciones de la
fe en su época, escribió con bastante sarcasmo que Cristo había dicho que
Él era «la Verdad», no «la costumbre» 2. En la Cristiandad medieval tardía
echaron raíces «costumbres» torcidas que oscurecieron el conocimiento y la
búsqueda del auténtico camino para la transformación en Cristo. Cortaron
así la «escalera natural hacia el cielo» que el catolicismo barroco haría tanto
por desplegar y ensanchar.
1 Sobre Inocencio III, vid. James P (ed.), Innocent III: Vicar of Christ or Lord of the
World?, Washington, Catholic University of America Press, 1994, pp. 1-33, 178-184; sobre el
movimiento de Cluny, ver John R, Black Legends and the Light of the World, Forest Lake, Rem-
nant Press, 2011, pp.117-170.
2 De virginibus velandis I, 1, en Corpus Christianorum seu nova Patrum collectio [CChr] II,
1209.

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