El delito de resistencia a la justicia durante el antiguo régimen

AutorMiguel Pino Abad
Páginas613-640

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A D. José María, querido Maestro, por su infinita sabiduría académica y humana. Con mi más sincera gratitud por todo lo que me ha enseñado, sin esperar nada a cambio.

1. “Es uno de los delitos más graves porque, después del soberano, los magistrados son los mayores acreedores al respeto y veneración”

Como es bien sabido, García Marín aseveró, en su tantas veces citado El oficio público en Castilla durante la Baja Edad Media, que “la muerte ocasionada a un oficial real es delito que afrenta a la propia persona del monarca y a su señorío, por representar aquél a la persona de este último”1. Esto fue así porque la relación que unía al rey con sus oficiales era precisamente de carácter “familiar” o “cuasifamiliar”. En definitiva, una relación intuitu personae, muy similar a la relación estrictamente de familia, lo que justifica que a estos efectos penales quedasen equiparados. Incluso se consideraba a los oficiales públicos como una prolongación de las manos del monarca, dentro del “organicismo” característico del medievo, en el que venía a concebirse al reino como un cuerpo humano. En virtud de la naturaleza privada de la relación se generaba una identidad entre ambos elementos constitutivos, que los configuraba como partes de un todo, y, por tanto, cualquier daño ocasionado contra alguno de los oficiales

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afectaba directamente al rey. Detrás de cualquier “servidor” estaba el propio rey, frente a quien se situaba el responsable del agravio2.

Centrándonos en el asunto que en estas líneas nos compete, conviene poner de relieve que los magistrados públicos tenían la consideración de personas sagradas, lo que obligaba a todos los súbditos a mostrar un especial respeto hacia ellos3. No en vano, la doctrina moderna definía a los magistrados como “el alma de la justicia y la base de la República”4. Desde el mismo instante en que se producía su nombramiento como tales, gozaban de la aprobación real, pues eran, como hemos adelantado, parte del propio monarca5. Conforme a lo anterior, se explica que conviniese al Estado que los jueces mantuviesen en todo momento su autoridad, siendo temidos y respetados por los súbditos6.

Por todo ello, se comprende, sin la más mínima dificultad, que uno de los delitos más graves que se podía perpetrar contra la administración de justicia era precisamente la resistencia que se hiciese a sus ministros porque, justo un peldaño después del soberano, los magistrados se configuraban como los mayores acreedores al respeto y veneración. Con su comisión se atentaba directamente contra la obediencia jurada al soberano y, de paso, al mantenimiento del necesario orden público7.

Nada mejor para confirmar estas palabras que acudamos a un profundo conocer de los entresijos de la Administración de Justicia de la época como Castillo de Bobadilla, quien recordaba que “si se hiciese desacato, injuria o resistencia al corregidor, éste debía castigarla con todo rigor porque del respeto que se tiene a los oficiales de justicia emana refrenarse los súbditos en los atrevimientos y obedecer los mandamientos y del menosprecio de ellos resulta continuos delitos. La República estaba mejor ordenada y más dichosa si más y mejor se obedecía a los ministros de justicia, ya que la justicia era hija de la honra y de la reverencia. Aunque el pecado sea venial, cometido contra la preeminencia del juez, se debe castigar como muy mortal, cuando nació de malicia o soberbia, porque sobre todas las cosas debe ser la justicia amada, temida y acatada, porque el amor resulta del temor de ella”8.

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Con parecidas palabras, Alonso de Villadiego también recomendaba que el juez no consintiese que nadie se mofase de él en su presencia, ni tolerase que se hiciese agravio, injuria o desacato. Si alguno lo realizara, debía castigarlo con el máximo rigor, sobre todo, si había mostrado resistencia9, “porque el desacato pequeño contra la justicia es muy grave, especialmente cometido por personas poderosas”10.

En este punto, resulta preciso que nos planteemos ¿de qué medios podía valerse el juez para repeler la resistencia de que había sido víctima?

A fin de dar adecuada respuesta a este interrogante se diferenciaba entre aquellos casos en que peligraba su vida, honra o hacienda, del resto en que tales amenazas no concurrían. Para los primeros, que englobaban insultos, acechos, traiciones o provocaciones, el juez podía acudir a cualquier medio que estimase necesario. Los segundos, propios de bullicios o tumultos, podían ser sofocados levantado “el bastón o vara de Justicia y con ella, no cabiendo otro arbitrio, a golpes y rempujones removerla, sin que por ello nadie, ni aún la persona de fuero privilegiado, deba darse por ofendido, por ser mayor y más recomendable en este caso el poder del brazo secular. También le es lícita la violencia, en el caso de que alguno resista con obstinada rebeldía, sus órdenes, providencias o llamamientos. Y también el hecho de quemar, rasgar o despreciar el escrito que se presenta con expresiones desatentas y descomedidas, porque influye la misma razón y el justo derecho de hacer valer la autoridad de la Justicia por todos los medios hasta el de la fuerza, cuando se superan a los ordinarios y regulares, la audacia y arrojo de los súbditos”11.

La resistencia a la justicia presentaba, por tanto, muy diversas manifestaciones, que debían ser rechazadas también a través de mecanismos diversos. Así, podía hablarse de resistencia cuando alguien se sublevaba contra las providencias del juez, como sucedía en la fuga de la cárcel, y se cometía, asimismo, cuando se hacía fuerza a los propios jueces o sus ministros12.

Llegaba hasta tal extremo la gravedad de este delito que en todas las persecuciones de sediciosos, revolucionarios, amotinadores y demás de esta casta debían los vecinos prestar su ayuda al juez que lo pidiese, a excepción de los ineptos, imposibilitados, menores de catorce años, mayores de setenta, docto-

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res, enfermos u otros semejantes, ya que, de lo contrario, incurrían en la pena de traidores13y como tales se debían castigar. Obligación que se producía incluso cuando el juez solicitante de la ayuda no llevase “la vara o insignia de justicia, pues en ésta no reside más virtud que simbolizar la autoridad pública inherente en la persona envestida por el soberano con ella”14.

Algo que no era aplicable al juez de comisión, quien, una vez que llegaba a la localidad donde había de proceder, tenía la obligación de dar noticia de su comisión en el Ayuntamiento para que fuese conocido, creído y obedecido, ya que “esta diligencia es necesaria porque ninguno puede en territorio y señorío ajeno, viniendo de un pueblo a otro traer vara de justicia ni ejercer jurisdicción, sino consta del poder y comisión escrita y podría, no mostrándola, ser resistido, preso y castigado”15.

De hecho, para la instrucción de esta clase de delitos era frecuente que el Consejo Real comisionase a ciertos individuos. Ejemplos que así lo acreditan no faltan, ciertamente. Así, el 24 de octubre de 1494, el Consejo comisionó al bachiller de Mudarra, a petición del Concejo de Santo Domingo de la Calzada, para que informase sobre las personas que hicieron resistencia a los merinos y justicias de dicha ciudad cuando el bachiller de Mogollón, corregidor de la misma, envió un merino a la villa de Grafión, perteneciente al duque de Béjar, para que le entregasen a una mujer, manceba del clérigo16. Casi un año después, el 15 de octubre de 1495, el Consejo Real prorrogó la comisión al licenciado Alonso de Villanueva para entender acerca de la fuerza, alboroto y resistencia a la justicia hechos en Almaraz por Gutierre de Monroy17. Igualmente, encontramos la comisión de 22 de julio de 1501 al licenciado Luis de Polanco, alcalde de casa y corte, a petición de Juan Sánchez, en nombre del conde de Cabra y de su villa de Baena, para que realizase pesquisa sobre la resistencia que con quince o veinte hombres armados con lanzas, espadas y adargas, causando gran afrenta y violencia, puso Alonso Fernández de Valenzuela contra un alguacil que, por mandato de los alcaldes de la mencionada villa, fue a emplazarle en el lugar de

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Valenzuela para comparecer en justicia, no reconociendo a la mencionada villa ni a su alcalde18.

Al hilo de esta colaboración con la autoridad judicial en la persecución de los delincuentes, se plantea la duda de si juez o ministro de su mando podía herir o matar al reo fugado, especialmente en el caso de estar apercibido a que se entregue. En el supuesto de que se tratase de un condenado a pena capital podría herirle o matarle el juez o sus ministros en el acto de la fuga, aunque no hiciese resistencia calificada, cuando, tras ser apercibido varias veces para rendirse, continuaba en su fuga. Fuera de estos casos, nunca era lícito exceder el modo prescrito o la facultad judicial, por más que huyese el reo o desatendiese las voces del juez. En cambio, si medió resistencia, debía atenderse a su calificación y circunstancias, ya que si no utilizó armas en el acto de resistencia, no podía el juez causar lesiones o la muerte del fugado. En caso afirmativo, sólo podía acudir a la violencia como último recurso cuando las circunstancias así lo demandasen.

La confirmación de esto último se recoge en una norma promulgada a fines del periodo que analizamos, concretamente en una pragmática de 17 de abril de 1774, donde en su capítulo 15 se decía: “si los bulliciosos hicieren resistencia a la Justicia o tropa destinada a su auxilio, impidiesen las prisiones o intentasen la libertad de los que se hubieren ya aprehendido, se usará contra ellos de la fuerza, hasta reducirles a la debida obediencia de los magistrados, que nunca podrán permitir quede agraviada la autoridad y respeto que todos deben a la Justicia”19.

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