Vindicar la honra. Adulterio y punto de honor en el siglo XVII

AutorEnrique Gacto
Páginas361-390

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No hace mucho tiempo, con ocasión del homenaje ofrecido a Juan Antonio Alejandre por la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, tuve oportunidad de publicar un artículo algunas de cuyas páginas hacían referencia al tratamiento jurídico del adulterio en la historia del derecho español, reflejo fiel de la mentalidad social dominante en torno al tema1. Vuelvo ahora sobre el asunto para proponer algunas consideraciones acerca de la manera en que la doctrina entendió que la normativa vigente debía aplicarse en la práctica, y sobre las variadas formas en que una y otra se tradujeron, efectivamente, en hechos.

Al hacerlo, quiero dejar testimonio de afecto y de respeto a José María García Marín, maestro de amplios horizontes y de dilatada y valiosa bibliografía histórico-jurídica que ha dejado, también en este capítulo del derecho penal, brillantes contribuciones. Compañero de viaje en mil y una peripecias de muy variado signo, presididas todas ellas por una amistad insobornable que se pierde en los orígenes de mi memoria, ha sido siempre para mí, desde la admiración, cotidiana referencia de honradez, de generosidad y, sobre todo, de nobleza.

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Como es sabido, el adulterio de la mujer casada (el único que mereció la consideración de tal en el Derecho secular hasta bien avanzado el siglo XX) se reguló sobre el principio de máxima severidad represiva, que el Derecho castellano heredó de la tradición romano-cristiana. Reconocida la perturbadora trascendencia de la commixtio sanguinis en el derecho sucesorio, desde muy temprano se unió a ella, para agravar su dimensión criminosa, la idea de que la infidelidad de la mujer arrojaba sobre la honra del marido un borrón que sólo la desaparición física y traumática de los culpables podía limpiar. Desde esta concepción, la magnitud de la injuria inferida al marido quedaba acrecentada así por el riesgo de que, difundida la noticia, su reputación resultase profundamente dañada y él desacreditado socialmente si no reaccionaba de acuerdo con los comportamientos convencionalmente aceptados.

Todo esto condicionó la calificación del adulterio como un delito sancionado con la pena capital, aunque de carácter privado, únicamente perseguible por el marido, a quien se reconocía también la facultad de perdonarlo para dejar abierta así la posibilidad de que, sin propalarse al exterior, la cuestión se resolviera en el ámbito interno de la familia2; aunque esta licencia venía limitada a sólo aquellos supuestos en los que la moralidad social no resultase ofendida por la divulgación de una relación adúltera escandalosamente tolerada por el marido, en cuyo caso éste también, y no sólo la adúltera, era castigado por el derecho. Me propongo ofrecer una visión de las actitudes que en la práctica adoptaron los afectados de algún modo por este delito, al hilo de algunos sucedidos seleccionados entre los muchos en que abunda la documentación del XVII.

1. Adulterio flagrante

El derecho medieval castellano, prolongando la tradición visigoda de algún modo en sintonía con la cultura de la venganza privada, había legitimado la conducta del marido que matara a los adúlteros sorprendidos in fraganti, a condición de que diera muerte a ambos, o al menos lo intentara3. Una fazaña del

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Libro de los Fueros de Castilla nos informa de las consecuencias que podía acarrear la diversidad de tratamiento dispensada a los culpables:

Titulo de una fasannia de un cavallero de Çiubdat Rodrigo que fallo a otro cavallero yasiendo con su muger. Esta es fasannia de un cavallero de Çiubdat Rodrigo que fallo yasiendo a otro cavallero con su muger et prisol este cavallero e castrol de pixa et de coiones. Et sus parienes querellaron al rey don Ferrando, e el rey envio por el cavallero que castro al otro cavallero, et demandol por que lo fisiera. Et dixo que lo fallo yasiendo con su muger. Et jusgaron le en la corte que devye ser enforcado, pues que a la muger non le fiso nada; et enforcaron le. Mas quando atal cosa abiniere que fallar a otro yasiendo con su muger quel ponga cuernos, sil quisiere matar e lo matar, debe matar a su muger. Et sy la matar non sera enemigo nin pechara omesido. Et sy matare a aquel quel pone los cuernos e non matare a ella, debe pechar omesidio e seer enemigo. Et devel el rey justiciar el cuerpo por este fecho4.

El Fuero Real, con mayor fidelidad a la normativa del Fuero Juzgo, reconoció al marido la facultad de hacer lo que quisiera con la persona de los adúlteros y el derecho de apoderarse también de todos sus bienes, una regulación que se mantuvo en vigor hasta 1505, cuando las Leyes de Toro, por sugerencia de López de Palacios Rubios y para evitar que en un punto de honor pudiesen intervenir sombras de codicia, establecieron que aunque la muerte de los adúlteros por el marido fuera justa, éste no ganaba los bienes de aquéllos, salvo si los matase ejecutando la sentencia judicial5.

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Ningún otro derecho peninsular sancionó este delito con la misma dureza, ni mucho menos dio lugar a que los maridos burlados asumieran la ejecución del castigo6, pero en Castilla la reacción más habitual de éstos fue la de matar a los adúlteros, sin duda la que con más exactitud respondía al comportamiento que, fuese cual fuese su posición en la escala social (nobles, caballeros o hidalgos, funcionarios, honrados menestrales o gente vil), se esperaba de ellos, por lo que se aceptó como legítima tal conducta con las condiciones ya señaladas7.

Sin embargo, aunque desde el punto de vista de la mentalidad dominante fuera ésta la forma más honorable que se le ofrecía al marido para borrar su afrenta, los autores reprocharon semejante proceder y no dejaron de recordar que, aunque amparado jurídicamente, resultaba rechazable desde el punto de vista moral, ya que su conciencia quedaba mortalmente gravada al quebrantar el Quinto Mandamiento8. Y se esforzaron para encontrar razones justificativas de

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que la ley secular autorizara una conducta que tan palmariamente quebrantaba la divina9.

Salvada esta objeción moral, la doctrina consideró impecable la norma desde el punto de vista jurídico entendiendo, sobre la teoría de las defensiones, que la intensidad del dolor experimentado por el marido al contemplar el odioso espectáculo originaba una lógica ira, suficiente, por irrefrenable, para justificar las muertes. La generalización social de este pensamiento alcanzó a plasmarse en fábulas populares como la que recoge la Miscelánea de Zapata:

En una aldea de Salamanca vinieron a criar dos cigüeñas. Hecho ya su nido quedaba a guardarle el cigüeño y la cigüeña se iba por ahí a buscar de comer; ésta acordó de hacer traición a su compañero en un prado cerca de un riachuelo y cerca del pueblo, aunque desde la torre donde estaba el nido no se alcanzaba a ver, y allí veían los vecinos tomarse las cigüeñas adúlteras, y el legítimo compañero estarse en el nido sin entenderlo. Mas al cabo de algunos días, tornando sobre la torre, vio la traición que le hacía la compañera, y como el nuevo dolor le instigó, dispara por ahí adelante, que en ocho o diez días no le vieron por el pueblo. Al fin vuelve el agraviado con doce o trece cigüeñas y van al prado donde los adúlteros estaban, y con gran furia y algazara de ellos matan a los dos culpados y traen a la torre al desagraviado, que ya podía decir cuernos fuera, y con grandes regocijos y fiestas le dejan casado con otra. Y habiendo hecho tan notable justicia, las demás alzan el

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vuelo y se vuelven por donde vinieron. Fue a todo el lugarejo notorio el caso, y ver en el prado muertas de muy muchas picadas a las dos adúlteras cigüeñas10.

Reacciones en armonía con esta manera de pensar aparecen documentadas en buen número de testimonios que, narrados con la naturalidad con que se comentan los hechos cotidianos, reflejan la frecuencia de su práctica:

(1617) En veinte y un días del mes de setiembre de este año, día del glorioso apóstol y evangelista San Mateo, amanecieron muertos en esta ciudad de Granada un hombre y una muger, que los mató a entrambos el marido de la dicha muger por aberles sorprendido juntos en la cama, cometiendo adulterio. Era el matador fraile tercero de la orden de San Francisco, gorrero en la plaça de Bibarrambla y dicen que el adúltero había sido su aprendiz […]11.

(1636). Este día [23 de noviembre] en la noche Juan de Medina, mercader en Latonería, becino desta ciudad mató a su mujer y le tiró un pistoletaço a Juan de Anaya, procurador del número de Granada por aberlo hallado dentro de su casa y le hirió, pero no murió de las heridas12.

En veintiquatro días del dicho mes de junio deste año de 1638, día del glorioso precursor San Juan Baptista […] este día mató un hombre a su mujer y a su amigo que halló juntos, que fue también caso desastrado13.

1639-07-19. En Alcalá un hijo del relator Bravo, canónigo de Valladolid, hallándole un marido con su muger en trage de hembra, le mató lastimosamente, a puñaladas14.

1641-06-11. De León se ha sabido que un cavallero mató a su muger i a don Diego Celis, cavallero de Santiago, procurador que fue de Cortes, por haverlos hallado juntos15.

1643-07-28. […] por ahora no se habla sino en esto. Y en dos mugeres que han muerto a manos de sus maridos por adúlteras; el uno pintor i otro bodegonero16.

Para que pudiera apreciarse la exención de responsabilidad era requisito necesario, como queda dicho, que el adulterio resultara descubierto in fraganti, eventualidad poco probable que, dado el carácter sigiloso de la relación, sólo acontecía de cuando en cuando, casi siempre por casualidad o por caer los culpables en trampas urdidas para descubrirlos. Una Ley del Estilo vino a suavizar

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algo la dificultad de prueba en un delito oculto como éste al admitir la legitimación del marido para matar sobre la base...

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