Artículo 56

AutorJoaquín Rams Albesa
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Civil
  1. INTRODUCCIÓN

    La Ley parte de la convicción de que es suficiente, para fijar la disciplina de los derechos de explotación post venta, y respecto del objeto transmitido, con mantener que la venta de la obra o de una copia consideradas en sí mismas no supone transferencia alguna de los derechos patrimoniales de autor sobre ellas y, en consecuencia, no habilita al ad-quirente para ejercitar actividad alguna que suponga explotación patrimonial o actos equiparables a ella, pues la explotación, como tal (con el matiz que el número 2 de este precepto aporta sobre la exposición pública), queda reservada, en principio y en exclusiva, en favor del autor.

    El precepto, como puede apreciarse, tiene que ver con la rúbrica del capítulo del que forma parte, pero muy poco con la orientación general del mismo, encierra más una proposición que una verdadera disposición general, seguida de una excepción referente a los derechos de explotación sobre obra plástica original; pero lo cierto es que resulta insuficiente para construir a partir de él un esbozo mínimo de la disciplina de los derechos de los adquirentes de obras intelectuales (originales o copias). Una regla general hubiera tenido mucho mejor acomodo técnico si se hubiera incorporado, como párrafo específico, en el artículo 19 de la Ley, y la excepción, contenida en el artículo 56, 2, como matización al artículo 20, 2, g), de la misma.

    La Ley, tan proclive a descender al detalle y a servirse de la nimiedad reglamentaria, rehuye aquí el tratamiento de la propiedad de las copias de obra intelectual, en general, y de las obras plásticas, en particular; aunque esto puede decirse, en cierto modo, de todo su texto. El precepto se manifiesta como si la disciplina pensada para las obras literarias y musicales fuera enteramente aplicable, a lo más con alguna acomodación menor, a la creación, protección, ejercicio de derechos y transmisión de obras plásticas, cuando sabemos muy bien que no es así.

    La identidad entre uno y otro tipo de propiedades se limita y agota en el fundamento primero de orden ético que da lugar a la protección; a partir de él la diversidad se manifiesta en todos los campos sometibles a estudio y regulación; ello hasta tal punto que, a mi juicio, la aplicación analógica de las reglas propias de la propiedad literaria y musical a las obras plásticas, acaba por promover más problemas de inteligencia del fenómeno en sí que los que hipotéticamente pueden resolverse por tal vía generatriz de una disciplina aplicable a partir de la pura comparación.

    El legislador, por las razones que fueren, no se ha encarado con el hecho diferencial, a todas luces trascendente, que separa la creación plástica de la literaria y musical; en la primera la materia física juega un papel determinante, en modo alguno accesorio -como ocurre con la creación literaria y musical-; la creación plástica no puede explicarse de ningún modo a partir del argumento medieval y escolástico del corpus me-chanicum, que tampoco conviene consagrar argumentalmente para el resto de las creaciones intelectuales; materia e ingenio se funden en la obra plástica tan estrechamente que pueden resultar en algunos casos, bastantes de ellos, interdependientes para el resultado (1).

    La generalización de las soluciones, más o menos atinadas, que se predican para las propiedades literaria y musical a todas las producciones intelectuales, es especial por lo que se refiere a las obras plásticas, pone de manifiesto una importante insuficiencia de las normas o una clara inadecuación respecto del fenómeno que quieren regular y de la problemática que quieren resolver. Por ejemplo, los creadores de obras plásticas, rara vez han sido sometidos a censura o han sido perseguidos por sus ideas plasmadas (2); su pensamiento transmitido, aunque haya terciado en materias de política o religión, campos que siempre han preocupado lógicamente a los detentadores del poder, ha sido permitido o tolerado normalmente por razón de la singularidad de los destinatarios; por último, el elevado costo de la producción de originales ha concentrado el mercado en muy pocas manos y, por lo general, muy cercanas también a los detentadores del poder, o este mismo al que han servido de ordinario, aunque fuera a regañadientes.

    Estas realidades históricas, algunas de ellas ya no enteramente válidas para la sociedad actual, han permitido y favorecido la marginalidad de la obra plástica respecto del contexto de la normativa sobre propiedad intelectual que sigue anclada, en materia de ideas motrices, en los modelos propios de la literatura, el teatro y la música, generando un vacío -más exactamente, un semivacío- para aquélla bastante perturbador, que si alguna vez tuvo alguna razón de ser ha desaparecido hoy completamente.

    En el planteamiento legislativo de este precepto, cuya orientación, fun-damentación y consecuencias no comparto en absoluto, se parte de una no asumida por la generalidad reducción a la unidad de los efectos de la distribución (que ha sido regulada, a su vez, en el artículo 19 de la Ley, en ambos preceptos con notoria insuficiencia e incluso abriendo posibilidades claras de contradicción entre uno y otro), por la que se niega todo derecho adquirente sobre la propiedad intelectual incorporada al soporte, cuando éste es una copia; lo cual, amén de no ser enteramente cierto, como he puesto de manifiesto en mi comentario al citado artículo 19, entra en colisión directa con el acogimiento en la Ley de Propiedad Intelectual de la tradicional posición del agotamiento post venta del derecho, por mucho que tal posición tienda a relativizarse.

    Otra cosa bien distinta es que la industrialización de un sector importante de la producción de obra plástica aconseja o incluso hace imprescindible el plantearse la conveniencia (para mí necesidad) de una regulación más intensa y minuciosa, con diferenciación de la disciplina que debe regir para la producción seriada, probablemente muy cercana a la de las copias de la producción literaria o musical respecto de aquella que deba ser aplicada a las obras singulares; para ninguno de los dos ámbitos de creación, separables teórica y prácticamente, sirve con un mínimo de conveniencia la letra y al espíritu que informan a este artículo 56 de la Ley.

  2. EL NÚMERO 1 DEL ARTÍCULO 56 Y LOS DERECHOS PATRIMONIALES DE EXPLOTACIÓN DE OBRAS PLÁSTICAS

    La letra del artículo 56, 1, puede servir tanto para regular la enajenación de obras singulares como para aquellas otras que están destinadas a ser reproducidas en serie; para ambas el propósito del precepto reside en afirmar, Acondicionadamente, que el contrato de compraventa debe entenderse limitado, en cuanto al objeto, a la obra que se transfiere y que no tiene ningún contenido implícito referido a la cesión de derechos de explotación (salvo el de exposición pública) en favor del adquirente; para que esa transferencia «adicional» tenga lugar sería preciso un título específico, que de ser aplicable a estos objetos, el artículo 57 debería formalizarse en documento separado.

    En sí misma considerada, la letra del artículo 56, 1, como pone de manifiesto Hualde, «es de aplicación a la adquisición de la propiedad de todo tipo de soportes en los que esté expresada una creación intelectual (art. 10 de la L. P. I.), y no solamente a las obras de artes gráficas o plásticas, como se decía en el artículo 9 de la derogada Ley de Propiedad Intelectual» (3).

    Ahora bien, esa misma generalidad nos aporta dificultades...

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