Artículo 43

AutorJoaquín Rams Albesa
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Civil
  1. INTRODUCCIÓN

    Nos encontramos ante el precepto que debiera ser una de las normas capitales de la Ley de la Propiedad Intelectual, en tanto que su función «natural» debería ser la de fijar, dentro del contexto del resto del capítulo, la pauta general a la que debe atenerse el tráfico de bienes intelectuales; pero creo que, en la práctica, no es así; por el contrario, entiendo que no está llamado a cumplir, al menos en forma exclusiva o predominante, tan decisiva función.

    El artículo 43 se construye a partir de un concepto de propiedad intelectual que en la mente del legislador solamente quiere ser el referente de una importantísima propiedad especial y, además, propende a la descripción de un factum fenomenológico separado de los antecedentes que son propios de nuestro ordenamiento jurídico, para pasar a ser la base de un nuevo Derecho.

    Me explico: se desea que la propiedad intelectual deje de ser un derecho subjetivo pleno de naturaleza real, para transformarlo en un status personal de aquellas personas que generan bienes inmateriales tasados por la Ley y que quienes contratan con ellos -los autores- no sean a su vez unas personas que adquieren una titularidad, la que sea, sobre la obra y a partir de ella desempeñen, en el mercado de la difusión de los bienes culturales, la función que les ha sido reconocida tradicionalmente, sino que actúen como sujetos vicarios y subordinados a los primeros (1).

    El artículo 43 de la Ley, en esta concreta perspectiva, constituye uno de los elementos capitales de un mundo de ambigüedad, entiendo que calculada, en el que resulta difícil llegar a saber qué es lo que se transmite y a qué título y, por consecuencia, parece generar para los transmisarios meras situaciones de gestión constreñidas a una suerte de habilitaciones temporal y materialmente limitadas a la voluntad dominante del autor-cedente. El ideal del legislador para la figura de los cesionarios, en el vocabulario propio de la Ley, sería el de meros precaristas que arriesgan capital y trabajo, y, si tienen éxito, proporcionan ingresos al autor, que requiere para la difusión de su obra tolerar su explotación por otros.

    La realidad de esta nueva visión se centra, primero, en seguir una moda europea y, después, el deseo de construir contra el viejo artículo 6 de la Ley de la Propiedad Intelectual de 10 enero 1879, técnica y sistemáticamente, a mi juicio, mucho mejor que la actual, probablemente porque no tenía más propósito que el de la regulación objetiva de una realidad dada, que se asumía, en los ámbitos jurídico, social, económico, y, si se quiere, cultural; en tanto que en la actual Ley de 11 noviembre 1987 se parte de una vocación transformadora de la realidad en todos los planos y propia de la generación de un grupo igualmente privilegiado con aseguramiento legal de las prerrogativas que se generan, con tratamiento subsidiario de todo lo demás.

    Ahora bien, la ambigüedad, la desinstitucionalización y el recurso constante al empleo de conceptos jurídicos indeterminados no pueden constituir bases serias y duraderas de un tráfico de bienes que hoy es muy importante en el conjunto de nuestra economía, pero que se puede prever que pasará a ser decisivo en una sociedad en la que el ocio y los servicios van a ocupar los primeros puestos en la generación de riqueza.

    No obstante, la globalización cultural y los medios técnicos puestos a su servicio no propician en absoluto la nacionalización o la regionaliza-ción europea de los bienes intelectuales (recuérdese la importancia de éstos en las discusiones del GATT), ni la generación de situaciones privilegiadas (todo privilegio propicia inseguridad jurídica y económica en la parte no privilegiada); más bien, requieren de una claridad y de grandes aportes de seguridad jurídica que las llamadas disposiciones generales sobre transmisión de derechos están muy lejos de proporcionar.

    Lo determinante en estas situaciones no acaba siendo la Ley, sino la realidad; si no se brinda seguridad jurídica para todas las partes implicadas, se buscará allí donde se encuentre y si una parte se privilegia con la Ley la otra lo hará a partir de su posición económica dominante, con lo que el cuadro que se pretende dominar acabará siendo otro distinto al hipotéticamente tomado como modelo; si la Ley favorece a los autores, la realidad del tráfico lo hará en favor de los operadores culturales más poderosos en detrimento de los más débiles, forzando una concentración empresarial -ya la estamos viviendo y sufriendo-, perjudicial para la creación y su entorno, que se quieren libres, por definición y por declaración constitucional.

    La Ley de 1987 no es, propiamente hablando, una norma de titularidad y de tráfico; se mueve en los términos más de moda de la configuración-marco, por lo que uno y otro se acabarán asentando fuera de ella. El artículo 43 es una buena muestra de ello: en vez de servir de cauce seguro para conocer, con certeza propia de una ley, cuáles sean los derechos resultantes de un negocio jurídico entre vivos, nos encontramos con una falta de definición seguida de una serie de prohibiciones, sin duda bienintencionadas, pero que, en algún caso (la del apartado 3.°), puede volverse con facilidad contra aquellos a quienes, en teoría, se quiere proteger, cuando lo que interesa es precisamente aquel contenido que se obvia.

    La propiedad intelectual no fue concebida como un atributo estático en favor del predicamento personal de los autores, sino como verdadero derecho real pleno, susceptible de tráfico como tal o por la vía de generación contractual de derechos reales limitados o de derechos personales en cabeza de otras personas, para su explotación conforme a la naturaleza del derecho convencionalmente creado y con la amplitud y límites previstos en el título correspondiente de transmisión o generación.

    Es más que posible que el esquema normativo así generado tuviese sus deficiencias, grandes o pequeñas, o que en su funcionamiento material, esto es más que probable, se produjesen numerosos desajustes, que tenían como efecto que los titulares de derechos derivados acabasen ostentando una posición dominante que, en teoría, debería pertenecer al autor-dueño de la obra; así como que, en los supuestos de transferencia del dominio sobre la obra, el precio pagado por ésta resultase ser, a medio o largo plazo, desproporcionado respecto de los rendimientos que el nuevo dueño no autor obtenía de su explotación.

    El hecho y el resultado final son que los autores, para quienes nuestra sociedad reserva un papel destacado de orientación y generación de valores sociales, son presentados como prímus ínter pares, y pueden, a su vez y sin que se haga observar la aberrante contradicción del planteamiento, ser asimismo presentados como sujetos desvalidos, propicios a ser sujeto de engaño y, en definitiva, protegibles como si de verdaderos pródigos de sí mismos se tratase, con medidas tan extraordinarias como son: la intransferibilidad entre vivos de su propiedad intelectual (2), y generación de una posición contractual dominante que fuerza una interpretación pro auctoribus de los contratos de explotación de la obra que otorguen (3).

  2. LA EXPLOTACIÓN DE PROPIEDAD INTELECTUAL POR MEDIO DE LA TRANSMISIÓN DE «DERECHOS» ENTRE VIVOS

    1. Contenido material del artículo 43, 1

      En legislador, en la Ley de 11 noviembre 1987 ha obviado pronunciarse directamente en el texto sobre la prohibición de transferir la propiedad intelectual, probablemente porque la mejor forma de privilegiar consista en no dejar patentes en exceso los medios con que se instrumenta el privilegio o, al menos, que no parezcan demasiado ostensibles; para ello se ha servido de dos vías convergentes: una, ya examinada, la de declarar a determinadas facultades tipificadas de la propiedad intelectual «derechos morales de autor» y, como tales, ser declarados ex lege ineptos para el tráfico; y otra, manifestar exclusivamente transmisibles aquellas facultades, también con vocación de tipicidad, que atienden a la explotación económica de la misma. En consecuencia, las operaciones de cesión sólo pueden dar lugar a situaciones de «titularidad» funcional o derivada sobre obra en la que la propiedad sigue permaneciendo en manos del autor (yo añado contra la literalidad del texto del artículo 42 de la Ley, o de sus causahabientes mortis causa), sin llegar a explicitar el texto (esto forma parte también de la estrategia seguida en la regulación) si los derechos transferidos pueden dar lugar a derechos reales sobre cosa ajena o, tan sólo, a derechos personales (4). Para ello se reitera la idea de limitación en la cesión, tanto en materia de derechos cedidos, cuanto en lo que se refiere al contenido operativo de tales derechos, aunque las cesiones potenciales se conciben a partir de hipótesis de celebración de negocios con causa onerosa, que son, además, los únicos que se tratan expresamente en la Ley.

      La idea de cesión, sumada a la de limitación, podría inclinar la opinión de los intérpretes y aplicadores del texto en favor de la caracterización de personales de los derechos que se transfieren a los cesionarios; no me cabe la menor duda de que ésta, y no otra, fue la intención y el deseo de los redactores del precepto, pero ello supondría, a mi juicio, la imposibilidad de reconocer al contenido de este número 1 del artículo 43 valor de «disposición general». Una vez más, resulta patente que el legislador ha operado a partir exclusivamente de las propiedades literaria, teatral y musical, con abstracción de todas las demás posibles, propendiendo la expansión de estas posiciones restrictivas, que sólo se pueden inducir de los contratos típicos que se regulan en el mismo Título (el de edición y el de representación teatral y ejecución musical) a todo el conjunto global del tráfico sobre bienes intelectuales, que es, con cierta cortedad de miras, tratado como si de un resto secundario se tratase.

      1. Valor de disposición general de este apartado

        La ambigüedad...

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