¿Es posible todavía hablar de una naturaleza humana?

AutorManuel Fernández del Riesgo
Páginas21-60
CAPÍTULO 1.
¿ES POSIBLE TODAVÍA HABLAR
DE UNA NATURALEZA HUMANA?
Este interrogante, a primera vista, nos puede resultar un tanto abstracto,
como no viniendo a cuento, y no teniendo que ver con la compleja problemáti-
ca que vamos a abordar en este ensayo. Pero lo mismo que el análisis del con-
texto social y político, al que hemos aludido en la “Introducción”, veremos que
nos será tremendamente útil contestarlo, para comprender y evaluar, muchas
de las cuestiones que vamos a analizar.
La exigencia de un mínimo orden moral
El orden jurídico-democrático debe descansar, en último término, en un,
aunque sea mínimo, orden moral. Pero para ello hay que caer en la cuenta de
que “una constitución democrática se alimenta de principios que ella mis-
ma no puede inventarse” (Weizsäcker, R., “Hacia una ética mundial común”.
En Küng, Hans, 2002, p., 47). “Existen derechos humanos previos que limitan
el ejercicio de la propia democracia. Este es un debate ontológico de conse-
cuencias bien profundas” (Michavila, José María, 2022, p., 209). Al respecto,
el profesor de la Universidad de Yale Robert Dahl, destacó unos presupuestos
y premisas a priori, lo que denominó la teoría difusa de la democracia, sin los
que ésta no puede sobrevivir. Una teoría que destaca el poder epistémico de la
democracia, de cara a resolver el problema de la convivencia. Poder epistemo-
lógico-hermeneútico que descansa en la capacidad crítica de la razón dialogal.
Una concepción dialógica del poder político, que se basa en la igualdad de na-
turaleza y en ciertas exigencias éticas. En la democracia se pretende que la ley
sea justa para que garantice la libertad y la justicia. Pero esta exigencia de ra-
cionalidad y justicia, obliga a intentar descubrir a través de la convención, una
naturaleza humana y sus principios permanentes (Cf. Dahl, Robert A., 1992.
Fernández del Riesgo, Manuel, 2005, pp., 121-135).
No podemos renunciar a unos valores fundamentales, que constituyen un
horizonte de incondicionalidad. Sin ellos, la humanidad y la democracia nau-
fragan, y se abre la deriva hacia una defensa del relativismo como garantía de
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una libertad mal entendida, y del nihilismo como el pseudofundamento de la
democracia. Los valores suelen considerarse como meras “hipótesis revisa-
bles”. Lo contrario es estigmatizado de fundamentalismo intolerante. Como
indica Costantino Esposito, se pasó del conflictivo “politeísmo de los valores”
de Max Weber, al relativismo de los mismos. Los valores se relacionan con los
intereses del individuo. La única salida será pactar soluciones de convenien-
cia. Planteamiento que encontró un aliado en el “positivismo jurídico” (Hans
Kelsen). El derecho está relacionado con la capacidad del poder legal para
prescribir normas. Y es ajeno a la moral, por la incapacidad de esta última de
un planteamiento objetivo.
En términos realistas, sólo hay conflicto de intereses, que habrá que compa-
ginar en la medida de lo posible. Sólo será admisible una cierta “ética pública”:
la legalizada, que la práctica ha incorporado al derecho positivo. Planteamien-
to ético-relativista, en el que, en último término, es el derecho el que valida al
elemento ético, que queda incorporado al ordenamiento jurídico. Claro que
esta separación del derecho de la moral, y de la subordinación, en la práctica,
de ésta última al derecho, encierra un peligro notable. “La abolición de la con-
ciencia personal frente al monopolio de la legalidad ejercido por el Estado ha
llevado a las dictaduras del siglo XX”. Esto en la práctica, tiene consecuencias
muy negativas, en el contexto frentista-fundamentalista de nuestra sociedad,
al que hemos aludido en la “Introducción” del libro, a la hora de consensuar la
tarea legislativa. Lo veremos en el debate sobre ciertas leyes concernientes a
la sexualidad humana. Y es que el orden político no puede desentenderse, to-
talmente, de “la fuente trascendente de la moral”.
La autorreferencialidad del derecho puede engendrar monstruos. La liber-
tad muere cuando se olvidan o marginan los derechos humanos. Esto signifi-
ca la necesidad de volver someter el derecho a una ética, aunque sea “de mí-
nimos”. Esto es, volver a recuperar la soberanía de la moral. Sin ella, no será
posible un auténtico estado de derecho. Los griegos (Sófocles, Eurípides) ha-
blaron de unas “leyes no escritas”, comunes a todos los pueblos, y dadas por
los dioses, o derivadas de la comunidad y del logos. Su transgresión según
Hesíodo, Solón o Esquilo acarrearía el castigo divino. Leyes que están ínsita
en nuestra condición humana, y que algunos hoy denominan “orden moral
internacional”. Eso significa el primado de la persona sobre la sociedad, que
descansa en su dignidad. Ello se traduce en que el orden político internacional
deberá de garantizar los derechos humanos. No por tanto, a los totalitarismos
y colectivismos. Ahora bien, el primado de la persona no debe confundirse con
un individualismo, que no reconozca el bien común. Frente al colectivismo y al
individualismo, lo que debe de primar es la realización de la persona como ser
comunitario. Mantenerse equidistante de esos dos polos extremos, consiste
en reconocer el protagonismo de la persona humana y sus derechos, lo que
garantiza una vertebración del individuo y la sociedad. Y es que la persona hu-
mana no puede realizarse sino con los otros, en una relación recíproca. El res-
peto de mis derechos no es posible sin el respeto de los derecho de los demás.
—————————————————————————————————— 23Ideología de género y democracia
Por eso el derecho no se puede desvincular del deber, y el bien personal no
puede ser ajeno al bien común (Cf. Puppinck, Grégor, 2020, pp., 27-33, 38-42).
Por todo lo dicho se comprende que, “la revolución democrática es también
una revolución ética”. “Con Hitler se demostró que la democracia por si sola
puede llevar al desastre a un país entero; con Stalin que una utopía puede po-
nerse al servicio ciego del exterminio” (Michavila, José María, 2022, pp., 259,
343).
Sin embargo, hoy padecemos una “astenia ética” y una “moral anoréxica
(Juan M. Otxotorena) que le vienen muy bien a un pragmatismo político, al
que no le interesa la verdad y la justicia, sino mantenerse en el poder. Este
planteamiento nos deja sin la posibilidad de alumbrar convicciones sólidas,
criterios axiológicos orientativos y recursos críticos, que exigirá, en el juego
parlamentario, una “publicidad razonante.” En la práctica legislativa, este rela-
tivismo nihilizador acaba defendiendo que la “voluntad de la mayoría” otorga
la legitimidad legal, y se identifica con el bien común. Sin embargo, todos sabe-
mos que le “ley de los números” no resuelve el problema crítico de la verdad,
ni el práctico de la moralidad. Es evidente que “los procedimientos democrá-
ticos no pueden ser por sí mismos el sucedáneo de la moralidad” (Piétri, G.,
1999, p., 77). “Pero no hay vuelta de hoja, a la verdad se llega por la razón, por
el conocimiento y por la adecuación de la reflexión a nuestra propia natura-
leza humana y a los valores que le sean congruentes”. (Nebreda, Joaquín Mª,
2022, p., 76). Como sostiene el reconocido politicólogo G. Sartori, la “demo-
cracia formal”, la de los procedimientos, muere, si no tiene como fundamento
la “democtacia sustancial” que remite a valores y derechos fundamentales. La
legalidad política no puede desentenderse de una legitimidad moral, como ya
dijmos al inicio de nuestra “Introducción”.
La libertad sin derecho es anarquía, y el derecho no puede ser expresión,
sin más, del poder, sino de la justicia, del interés común de todos. Si no hay algo,
que por naturaleza, precede a la decisión de la mayoría, y que debe ser respe-
tado por la misma, estamos perdidos. (Enseguida se nos vienen a la cabeza los
derechos humanos, y la dignidad humana en la que se sustentan.) Ante tanto
pragmatismo relativizador, es necesario recuperar los fundamentos morales y
prepolíticos del estado de derecho. El reconocimiento de que hay ciertos va-
lores fundamentales, que constituyen un horizonte de incondicionalidad, nos
ayudará a rechazar un consensualismo ad hoc, que rezuma relativismo. Y es
que no hay ética sin verdad. El consenso puede ser un recurso metodológico
para llegar a la verdad, por muy “en situación” que esta se dé, pero no puede
ser su fundamento sin más. No es verdad porque se consensua, sino que se
consensua porque es verdad. ¿Los argumentos razonables descansan en un
puro voluntarismo y acuerdos estratégicos? Ciertamente no: hay “injusticias”
que jamás podrán llegar a ser justas. El relativismo nunca podrá ser garantía
de la libertad, ni el nihilismo el fundamento de la democracia. Hay unos míni-
mos éticos sin los que la humanidad y la democracia naufragan. Ellos constitu-
yen una verdad entendida como desvelamiento, descubrimiento (aletheia). La

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