El activismo social y jurídico de la ideología de género. Lo políticamente correcto

AutorManuel Fernández del Riesgo
Páginas215-237
CAPÍTULO 9.
EL ACTIVISMO SOCIAL Y JURÍDICO
DE LA IDEOLOGÍA DE GÉNERO.
LO POLÍTICAMENTE CORRECTO
Es lógico que, en la medida en que la vida sexual y la organización de la
familia deben buscar el bien de sus coprotagonistas, intentando compaginar
necesidades, derechos y deberes, la sociedad se responsabilice de establecer
y promulgar un marco jurídico, aunque sea mínimo, para protegerlos. Hemos
dicho “mínimo”, porque, como nos recuerda Pablo de Lora, “ha sido y es propio
de los totalitarismos de toda laya penetrar tanto como sea posible en el ámbi-
to privado, en las relaciones personales y en la propia configuración moral y
política de los individuos”. Por tanto, no debemos de discutir que la vida sexual
tiene una implicación o dimensión política. La discusión relevante, como pre-
cisa este catedrático de Filosofía del Derecho, “no es si el poder público debe
o no interferir en el dominio de lo privado, sino la de cómo debe hacerlo y qué
razones esgrime para hacerlo (Lora, Pablo de, 2021, pp., 17-18).
¿En una sexualidad secularizada, todo vale?
El pluralismo moral que caracteriza a nuestra sociedad liberal y seculari-
zada, nos debe hacer muy sensibles de cara a proteger la libertad de los in-
dividuos, cuando se trata de la programación de sus vidas en el ámbito más
privado. De este modo hay que tener mucho cuidado para que el Estado no
se sobrepase a la hora de legislar sobre las relaciones sexuales y la identidad
de género. Al respecto nos resulta preocupante las declaraciones de Angeles
Rodríguez Pam, haciendo comentarios acerca de las preferencias de las chicas
sobre la penetración o la autoestimulación erótica. Con ella el Estado pretende
meterse en la cama de los ciudadanos. Algo propio de un Estado, que, lejos de
la democracia, busca el control y adoctrinamiento totalitario. Habrá que sa-
ber compaginar la libertad responsable del individuo como sujeto moral, que
asume “morales privadas” (con toda su idiosincrasia respecto al binomio sexo
- género), con cierta “moral pública”, o “civil”, fruto del diálogo, para poder le-
gislar de cara a establecer un cierto orden institucional, que ilumine las prácti-
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cas políticas que tengan que ver con la vida íntima de los ciudadanos en busca
del bien común. Por este último, podremos entender la plasmación práctica,
según las circunstancias y las posibilidades, de los derechos y deberes funda-
mentales que vehiculan la solidaridad y la justicia.
Este binomio “moral privada – moral pública”, cobró especial relieve a
partir de la modernidad. Al respecto, marcó un hito un famoso discurso de
Benjamin Constant, figura relevante de la Revolución Francesa, a la que, en
principio, se adhirió, para luego, viendo el giro que tomaba, criticarla. En ese
discurso distinguió y comparó la libertad de los antiguos con la de los mo-
dernos. La de los primeros estaba vinculada a la vida pública; a la capacidad
del ciudadano para participar libremente en el debate político, de cara a cons-
tuir el destino de la comunidad. Y es ese debate el que debería dar a luz, y ser
orientado, por la que hemos denominado moral “pública” o “civil”. Pero sólo en
la sociedad moderna, se comienza a reivindicar una nueva libertad, la propia,
no del ciudadano, sino la del individuo a secas. Es la que defenderá la tradición
liberal e ilustrada. La libertad de la vida privada, que servirá para reivindicar
especialmente los derechos humanos de “la primera generación”, a la que alu-
dimos en el primer capítulo de este libro. (Cf. Constant, Bejamin, 2020).
La moral como código privado, en principio, ilumina y rige la conducta del
individuo. Dicha moral hace referencia a “las reglas de conducta que un deter-
minado grupo social se autoimpone en el ámbito personal, normalmente por
motivaciones religiosas, y cuyo incumplimiento no es merecedor de reproche
alguno por la sociedad”. Decimos pues, “moral privada” porque la vive el ser
humano en su ámbito personal, pero no por ello deja de tener su proyección
social. En una sociedad como la nuestra, secular y plural, caben diversas mo-
rales (diversidad de criterios y principios), que, en principio, deben ser respe-
tadas, si somos consecuentes con la libertad y dignidad del ser humano. Ahí
habrá que ubicar las llamadas “éticas de máximos”, que generalmente culti-
van, aunque no exclusivamente, las morales religiosas, también las hay laicas.
Suelen identificarse con ideales de perfección y de felicidad, que cada grupo
ofrece, a partir de sus peculiares experiencias religiosas, éticas y estéticas. No
obstante, ese pluralismo moral, deberá de respetar unas “líneas rojas”, a las
que aluden una “ética de mínimos”, sin las que el orden social peligra.
Sobre esa “ética de mínimos”, con la que deberá tener que ver la “ética pú-
blica” o “ética civil”, y que se identificará con unos valores fundamentales, en
principio, compartidos por la sociedad (en nuestro entorno, esa “ética de mí-
nimos” se considera el paradigma ético de la civilización occidental, que se
ha decantado, a lo largo de los siglos, gracias a las aportaciones de la filosofía
griega, el derecho romano, el cristianismo y la filosofía de la Ilustración), des-
cansarán las leyes (esa ética será la ratio iuris de dichas leyes), cuya transgre-
sión merecerá el reproche y la sanción. Una “ética pública” que, en nuestro
caso, como decía Gregorio Peces-Barba, es un “depósito de razón”, producto
de un largo recorrido histórico, cuyo fundamento, hoy bastante consensuado,

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