Artículo 86

AutorRamón Casas Vallés
Cargo del AutorProfesor Titular de Derecho Civil
  1. DE TÉCNICA DE REPRODUCCIÓN A NUEVO LENGUAJE

    Al definir la obra audiovisual, el artículo 86, 1, de la L. P. I. sólo habla de creaciones sin exigir de forma expresa la originalidad. Hacerlo sería una redundancia(l). En la L. P. I. tal reiteración sólo se produce cuando se trata de casos límite, en los que el espacio para la creatividad es muy estrecho, sea por la brevedad (art. 10, 2, títulos) u otras razones (implícitamente, art. 12, colecciones). La insistencia legal -que no doctrinal- en la originalidad de las obras audiovisuales sólo se entendería retrocediendo a los inicios del cine, cuando éste, lejos de verse como un nuevo lenguaje, era considerado un simple expediente técnico para captar la realidad o explotar obras preexistentes. A los asombrados ojos de los juristas que asistieron a su nacimiento, el cinematógrafo era poco más que un fonógrafo visual. Como sucede siempre que hay que enfrentarse a un avance tecnológico, inicialmente la atención fijó más en el cómo que en el qué(2).

    Es comprensible que, a la vista de las primeras películas de Louis y y Auguste Lumiére, que se limitaban a recoger a cámara fija fragmentos de la vida cotidiana, los juristas se preguntasen dónde estaba la creación a proteger(3). Era lógico que los conflictos sólo se planteasen en el terreno de la propiedad industrial (tutela de las invenciones)(4) o que, cuando afectaban a la intelectual, tuviesen como protagonistas a autores de obras dramáticas o dramáticomusicales (e incluso plásticas y arquitectónicas(5),que demandaban a los propietarios de salas de exhibición, alegando que la filmación y posterior proyección no eran sino formas de explotación de sus propias creaciones. En la cinematografía, se pensaba, no podía haber creatividad autónoma. Todo se reducía a pura técnica y contra ella había que proteger a los verdaderos autores. O había una obra divulgada con anterioridad o bien se creaba ad hoc, limitándose la película a reproducirla y permitir su comunicación mediante la proyección (6). Si se hubiera mantenido este punto de vista, la cinematografía -y más tarde la televisión- no habrían pasado de ser meros medios de explotación de obras preexistentes. Hoy está claro que pueden ser eso, pero también mucho más.

    La evolución del cine fue inmediata. Las películas de Georges Méliés (1861-1938), por ejemplo, ya incluían fantasía y narración y, por tanto, expresión de la creatividad humana(7). La jurisprudencia no tardaría en hacerse eco de este cambio, admitiendo la condición de obra de las producciones cinematográficas(8). En su caso, la utilización de una creación previa podría llevarlas al terreno de las obras derivadas, pero no a negarles la condición de obra per se.

    La revolución que supuso el cine sonoro estuvo a punto de hacer perder el terreno ganado. En el ya citado affaire Boubouroche, se había observado que lo que constituía la originalidad de la obra literaria no había podido ser reproducido por un «mecanismo mudo» (9). Pero esa forma de razonar ya no cabía ante el cine sonoro. Como era de temer, los titulares de derechos de autor de obras literarias y musicales redoblaron sus ataques. Es significativo a este respecto el litigio que enfrentó a un empresario teatral contra los herederos de Edmond Rostand. Estos habían cedido a aquél los derechos exclusivos para representar en lengua francesa y en todos los países -sin más excepción que París- Cyrano de Bergerac y UAiglon, reservándose, sin embargo, los derechos de adaptación cinematográfica. Posteriormente, tras la aparición del sonoro, los herederos de Rostand cedieron a un tercero el derecho de llevar al cine UAiglon. El empresario teatral recurrió entonces a los Tribunales, por entender que la exhibición en provincias de la película -hablada- equivalía a una tournee que violaba sus derechos exclusivos. En el caso de la música, como es obvio, el problema era aún más agudo, pues considerar la banda sonora como reproducción de una obra preexistente y la proyección como comunicación pública era casi natural, y así lo hizo alguna sentencia (10).

    Por fortuna, el riesgo de retroceso no se confirmó. Los Tribunales franceses supieron distinguir entre la obra cinematográfica y, en su caso, la preexistente adaptada. Así lo hicieron en el affaire l`Aiglon (11) y en el muy citado Bernstein c. Matador Films y Pathé Cinema, relativo a la adaptación cinematográfica de una pieza teatral(12). A partir de este momento, una vez admitido que las películas podían ser obra (en su caso, derivada), el problema se trasladaría al sujeto (¿quién o quiénes pueden considerarse autores?). La originalidad, como específico requisito de protección, iría progresivamente desapareciendo, como algo sobreentendido.

  2. EL PROCESO EN EL CONVENIO DE BERNA

    La evolución descrita en el anterior apartado puede seguirse con facilidad en las sucesivas revisiones del Convenio de Berna (13). La cinematografía fue introducida en la de Berlín (1908), a instancias de Francia (14). Pero la primera preocupación del nuevo artículo 14 no era otra que proteger a los autores de las obras preexistentes frente a lo que se veía, ante todo, como un medio de explotación. Como acredita el silencio del artículo 2.° del Convenio, no se tenía demasiado claro que pudiese haber obras cinematográficas. Nótese que el párrafo 1.° del artículo 14 no hablaba tanto de adaptación -y, por tanto, de obras derivadas- como de «representación y reproducción pública» de las preexistentes(15). Tan es así que incluso pudo llegarse a dudar de que fueran obra cinematográfica -en el sentido actual- las «producciones» aludidas en el párrafo 2.° del artículo 14 (16). En cualquier caso, aun admitiendo -conforme a la común opinión- que las obras cinematográficas fueron acogidas y tuteladas como tales en el Acta de Berlín, resulta patente la desconfianza ante ellas, pues se les exigía un específico «carácter personal y original» (17).

    Este requisito fue objeto de muchas críticas por considerarse inadmisible la distinción en él subyacente entre filmes de imaginación y, de otro lado, filmes documentales y de actualidades, cuya tutela quedaría remitida a lo previsto para la fotografía (18). Aunque atenuada, la vieja imagen del cinematógrafo como pura técnica para fijar y comunicar seguía estando presente.

    Pese a los veinte años transcurridos, la revisión de Roma de 1928 no supuso un cambio sustancial, aunque sí algunas mejoras(19). En el nuevo artículo 14 la atención seguía centrada en la tutela de las obras preexistentes, pero no se hablaba ya de su mera reproducción sino también de su «adaptación» (párrafo 1.°). Asimismo, pese al continuado silencio del artículo 2.° del Convenio, la «obra cinematográfica» era objeto de una referencia expresa (art. 14, párrafo 3.°). No obstante, en el caso de las llamadas «producciones cinematográficas» (párrafo 2.°), se seguía insistiendo en la necesidad de que el autor hubiese «dado a la obra un carácter original» (20).

    La revisión de Bruselas de 1948 introdujo cambios de más enjundia(21). Pero, más que iniciar una nueva era, lo que hizo fue cerrar el ciclo abierto en Berlín. La obra cinematográfica se consagró ya como tal y, por primera vez, fue objeto de mención expresa en la relación del artículo 2.° del Convenio. También desapareció la específica exigencia de originalidad, subsumida en la propia noción de obra. El problema objetivo quedaba así superado. Pero, desde el punto de vista subjetivo, el protagonismo seguía correspondiendo al autor de la obra preexistente y a sus derechos sobre la obra cinematográfica y, más allá, sobre sus posibles adaptaciones (párrafos 1.° y 3.°). Por contra, los intentos para definir la autoría de la propia obra cinematográfica y la posición del productor fracasaron (22).

    En la revisión de Estocolmo de 1967, manteniendo las previsiones ya conocidas en cuanto a las obras preexistentes (art. 14), se introdujo una norma específica para los derechos de los autores de la obra cinematográfica (art. 14 bis)(23). Dadas las profundas diferencias entre los diversos sistemas, la cuestión de la titularidad tampoco fue resuelta, quedando remitida a las leyes nacionales. Sin embargo, se hizo un considerable esfuerzo de aproximación, estableciendo una «presunción de legitimación» en favor del productor (vid. comentario al art. 87 de la L. P. I.). Por lo demás, sin cambios de planteamiento en cuanto a los requisitos de protección, la creación cinematográfica pasó a ser especie de un género más amplio comprensivo de todas las obras «expresadas» por un procedimiento análogo a la cinematografía.

  3. LA EVOLUCIÓN DE LA LEGISLACIÓN ESPAÑOLA

    Los avances que se han ilustrado tomando como referencia el Convenio de Berna pueden rastrearse también en las distintas leyes nacionales(24). En España -con independencia de lo que dieran de sí su condición de signataria del Convenio de Berna y el famoso artículo 2.° de la L. P. I. de 1879- el primer intento de dar una respuesta legislativa a la cuestión de la propiedad intelectual en materia cinematográfica no se produjo hasta el Proyecto de 1934, en el que se le dedicaban los artículos 32 a 37 (25)

    En el Proyecto estaba aún muy presente la visión del cinematógrafo como medio para explotar obras preexistentes. En este sentido, el artículo 33 -como el art. 14, párrafo 1.°, del Convenio de Berna (Acta de Roma)- declaraba que «los autores de obras literarias, científicas, musicales y artísticas tienen el derecho exclusivo de autorizar la reproducción, adaptación y presentación pública de las mismas por la cinematografía». Igualmente elocuentes resultaban las definiciones de los derechos de representación, ejecución y reproducción, donde las películas cinematográficas se mencionaban como particulares formas para su ejercicio(26). Sin embargo, ello no impedía que las obras cinematográficas aparecieran ya como tales en la relación del artículo 12 y, además, sin específicas exigencias de originalidad. La obra cinematográfica, declaraba el artículo 33, párrafo...

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