La singularidad del sentimiento religioso en el arte

AutorMaría Del Valle De Moya Martínez, Alfredo Segura Tornero y Joaquín López Palacios
Cargo del AutorFacultad de Educación de Albacete. Universidad de Castilla-La Mancha
Páginas169-184
V. La singularidad del sentimiento religioso en el
arte
MARÍA DEL VALLE DE MOYA MARTÍNEZ, ALFREDO SEGURA
TORNERO Y JOAQUÍN LÓPEZ PALACIOS
Facultad de Educación de Albacete. Universidad de Castilla-La Manch a
1. INTRODUCCIÓN
Se desconoce el momento exacto en el que el homo sapiens tomó
conciencia de la existencia del universo. Asimismo el de su primer
asombro frente a las maravillas y grandiosidad del mundo. De lo que
sí tenemos constancia es del levantamiento de gigantescas piedras,
aunque posiblemente nunca se sepa por qué ni a quién. Poco importa el
lugar o la civilización que se estudie o explore, en cualquiera de ellas el
hombre siempre ha tejido estrechas relaciones entre el arte y la religión.
La Prehistoria entendió el arte como una actividad social por su f‌i na-
lidad utilitaria; era un instrumento mágico que ayudaba a proteger la
supervivencia de la tribu. En este sentido, el arte no era algo individual
sino el resultado de una actividad colectiva en la que participaba todo
el grupo humano. Aquí radica el origen social y colectivo del arte, una
actividad humana técnica fuertemente vinculado a prácticas rituales:
danzas, pinturas rupestres, adornos y pinturas corporales que protegía
a toda la tribu al tiempo que respondía a las necesidades religiosas y
colectivas1.
Desde antiguo, el hombre organiza el tiempo y el espacio buscando
dar un sentido a su existencia por medio de imágenes, gestos, sonidos
o palabras en los que intervienen la religión y las manifestaciones
artísticas. La imbricación de estas dos esferas, arte y religión, es tan
sólida que es difícil imaginar que hayan podido existir por separado.
1 FREITAG, Vanessa, “La invención del arte. Una historia cultural, Alteridades,
49, 2015, 129-133, p. 130.
María del Valle De Moya Martínez, Alfredo Segura Tornero y Joaquín López Palacios
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El arte traslada los aspectos de las funciones religiosas, ya sea en el
marco organizado de un ritual, ya sea más espontáneamente en la la
expresión de la fe personal o colectiva. Los aspectos más trascendenta-
les de ser humano –el Bien, lo Verdadero, lo Hermoso– se invocan para
transf‌i gurar y simbolizar el anuncio de otro mundo; sirven, entonces, de
intermediarios entre el hombre, el mundo sensible y Dios. Pero quien
dice transf‌i guración dice f‌i guración. Las religiones atraen a los artistas
para hacer visible e inteligible lo invisible, pero a menudo chocan con
ellos imponiéndoles formas. La legitimidad de la representación de lo
divino es un juego de luchas, cuyas manifestaciones más aparentes son
las querellas en torno del respeto a la Tradición –querella de los Anti-
guos y los Modernos–, la dicotomía entre lo profano y lo sagrado y el
problema de la idolatría; disputas según modalidades y temporalidades
diferentes por todas las culturas.
En la mayoría de las sociedades antiguas, las tensiones son tácitas y
difícilmente palpables. La práctica creativa no es más que una prolon-
gación, un componente de la experiencia religiosa. Por el contrario, en
los sistemas sociales modernos que asignan un espacio bien def‌i nido a
lo religioso, pueden surgir verdaderas controversias entre autoridades
espirituales y el mundo artístico.
Muchas civilizaciones han sido objeto de estudios minuciosos
sobre la forma en que articulaban el arte y la religión, pero hay que
constatar que muy pocos investigadores se han dedicado a una visión
transversal de estas nociones. Uno de sus mayores exponentes, Mircea
Éliade, escribió el Tratado de historia de las religiones que busca des-
cifrar los signos producidos por el homo religiosus desde los orígenes
hasta nuestros días. Éliade2, en su estudio de corte comparatista, en
su voluntad de abolir el tiempo y el espacio en las culturas anulando
su especif‌i cidad, se interroga sobre lo sagrado y lo profano donde lo
primero nace del mito como un acontecimiento vivido en el comienzo
de los tiempos por los dioses y los seres divinos, siendo siempre el fruto
de una creación. Por el contrario, lo profano es necesariamente irreal
o f‌i cticio debido a la inexistencia de un modelo mítico, de forma que
toda actividad humana sería vana. De hecho, el hombre religioso tiene
una forma de concebir el mundo completamente diferente ya que se
construye a sí mismo por medio de la religión identif‌i cándose con Dios,
mientras que el profano intenta desacralizarse haciendo abstracción de
toda religiosidad. A pesar de ese intento de proceso de desacralización
2 ELIADE, Mircea, Traité d’histoire des religions, I vol., Payot, París, 1959, p. 34.

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