¿Por qué no tienen los inmigrantes los mismos derechos que los nacionales?

AutorJuan Antonio García Amado
Cargo del AutorUniversidad de León

Por qu no tienen los inmigrantes los mismos derechos que los nacionales?1

1. Planteamiento de las hipótesis

En este trabajo defenderé una tesis que puede sonar provocativa: quien justifique que los nacionales de un Estado tengan frente a los extranjeros, y especialmente frente a los inmigrantes, derechos distintos y superiores, necesariamente será una de estas dos cosas (o ambas), o un nacionalista sustancializador de entidades colectivas o un egoísta insolidario. Tanto lo uno como lo otro se puede defender con la cabeza bastante alta y con razones que, como mínimo, tienen sentido y merecen ser tomadas en consideración. Lo que en mi opinión no cabe es proclamar la validez no puramente coyuntural y provisoria de las razones que sostienen esa discriminación y, al mismo tiempo, decirse universalista, partidario de la igualdad o defensor de una ética de principios no sesgada por razones grupales e intereses particulares.

Aclaremos lo que queremos expresar con esas dos etiquetas de nacionalista sustancializador de entidades colectivas o egoísta insolidario.

El primero es aquél que estima que no son los seres humanos individuales los únicos seres o entes personales o cuasipersonales que pueden y/o deben ser titulares de intereses, consideración moral o derechos, incluidos derechos humanos fundamentales. Pero esto no es todo. Qué duda cabe de que un determinado grupo humano, una asociación benéfica por ejemplo, puede considerarse titular de derechos, merecedora de alabanza y buen trato y plasmación de un interés conjunto de sus miembros en la consecución de algún noble y benemérito objetivo. Por eso hay que añadir un elemento más al tipo de grupo a que nos estamos refiriendo, y ese elemento es su condición de grupo no puramente contingente, esto es, dependiente de aleatorias circunstancias o de la voluble voluntad de sus miembros; o, formulado en positivo, que la existencia del grupo es en alguna forma independiente de sus miembros y debida a datos o factores que trascienden en mayor o menor medida a éstos2.

Aplicado a nuestro tema, lo anterior significa que ese aparato jurídico-institucional que llamamos Estado tendría un sustrato o fundamento material, ya sea cultural, étnico, religioso, ideosincrásico, lingüístico, de psicología colectiva, etc., o una combinación de varios de ellos, razón por la que precisamente ese Estado, con su extensión, su población, etc., es Estado, porque merece o debe ser Estado, a fin de que lo jurídico-institucional esté en armonía con lo material de fondo que le da sentido y lo justifica. De la misma manera que un ser humano individual es persona y merece el trato y los derechos de persona por el hecho de poseer ciertos caracteres o notas (alma, pensamiento, conciencia libre, consciencia de sí..., según las doctrinas) que lo especifican y lo diferencian de un ser inanimado o de un animal, así también los verdaderos Estados lo son y/o deben serlo en función de la posesión de determinados caracteres que los hacen acreedores, con fundamento, de semejante naturaleza estatal. Y si esto es así, la condición de nacional (y los correspondientes derechos) ya no podrá verse como cuestión puramente aleatoria, casual o dependiente de azares múltiples, sino como debida o necesaria (o vedada) en razón de la participación en esas características, ya sea esa participación real o analógicamente considerada. Y el reverso del asunto es que quien no esté en esa relación con el sustrato material que otorga el ser y la vida al Estado en cuestión no podrá gozar de idénticos derechos a los de los nacionales, si no es a costa de ir contra el ser verdadero y natural de las cosas.

Así pues, la primera y más fácil justificación que podemos toparnos para explicar los distintos y menores derechos de los inmigrantes es ésa que hemos llamado de nacionalismo sustancializador y que podemos resumir así: los inmigrantes no pueden tener los mismos derechos que nosotros, los nacionales, porque no forman parte (al menos de entrada y mientras no adquieran algunas de esas notas dirimentes) de la nación, y dado que la nación es el sustrato que da sentido al Estado y aglutina a sus nacionales. Por tanto, la nación no es el conjunto (coyuntural, dependiente sólo del aleatorio contenido de las normas jurídicas de nacionalidad) de los nacionales, sino que el asunto es al revés: los nacionales lo son y merecen serlo por obra de la presencia en ellos de la nota o las notas que definen la nación.

Decíamos que la otra posibilidad de justificar el distinto trato es apelando al egoísmo, al puro autointerés, que prevalece sobre cualquier expresión de solidaridad con el otro. El modo de razonar en este caso, y cuando no aparece ningún elemento del nacionalismo sustancializador que acabamos de presentar, se puede esquematizar así: posiblemente no hay ninguna razón de fondo o sustancial, sino la pura casualidad y el azar histórico, por la que yo y mis compatriotas seamos precisamente nacionales de este Estado X y no lo sean, en cambio, el señor Y o el señor Z. Ahora bien, una vez que las cosas son así, ante la cuestión de que el señor Y y el señor Z también quieren vivir en este nuestro Estado X e, incluso, ser sus nacionales, calculamos si esa pretensión nos interesa y, en función del resultado de ese cálculo, decidimos si les permitimos venir aquí y bajo qué condiciones, y establecemos también cuáles serán sus derechos, dado que estamos en situación de y tenemos el poder para dirimir al respecto. Y lo normal y más frecuente es que o bien nos beneficie que Y y Z no vengan (para que no gasten de nuestros bienes o no compitan con nuestros intereses; para que no tengamos que repartir con ellos el pastel, en suma), o bien que vengan pero con unos derechos limitados que aseguren su subordinación a nosotros, con lo que en lugar de competir con nuestros propósitos sirven a los mismos, y sin tomar del pastel ni un ápice más de lo que nos convenga darles3. Para este razonador egoísta el Estado nacional es el mejor instrumento de protección de los intereses de quienes, como él, son sus ciudadanos, y por eso también su lealtad al Estado es el resultado de un cálculo interesado.

Sostenemos que la discriminación jurídica del inmigrante sólo se puede explicar desde el nacionalismo sustancializador o desde el egoísmo insolidario. Pero muchos responderán a esto que las razones de más peso no necesitan ser tan de fondo, que son razones puramente pragmáticas, derivadas de los malos efectos prácticos, incluso para los propios inmigrantes a los que se pretendía favorecer, que se podrían seguir de una igualación en derechos y de la ausencia total de restricciones. Estos motivos pragmáticos tienen mucho de coyunturalmente válidos, pero sólo pueden funcionar como una especie de atenuantes de que aquí y ahora no igualemos a los inmigrantes, no como razones para negar la justicia y conveniencia, en abstracto, de su equiparación. Es decir, quien invoca un motivo pragmático (como pueda ser que con la igualación y la no restricción aumentarían el malestar social, el racismo, la xenofobia etc.) o bien pretende simplemente camuflar la índole puramente egoísta de sus razones, o bien tendrá que admitir, en primer lugar, que ese atenuante vale ocasionalmente y sólo mientras la situación social de prejuicio y malentendido se mantenga, y, en segundo lugar, que hay que poner todos los medios (educativos, presupuestarios, jurídicos, etc.) para acabar con esos efectos sociales negativos y propiciar una plena integración sin aquellos riesgos; porque, si no se piensa y se hace así, se está haciendo virtud de un prejuicio, se está reconociendo que cuando la presencia en igualdad de los inmigrantes provoca, por ejemplo, aumento de la xenofobia, ese xenófobo tiene buenas razones, o razones válidas y comprensibles para serlo.

Nuestra pregunta es, recordémoslo de nuevo, qué razones hay para creer o admitir que un inmigrante extranjero no tenga derecho a instalarse libremente en nuestro Estado y, una vez aquí, no posea nuestros mismos derechos (y nuestras mismas obligaciones, claro) en todos los ámbitos, si es que los quiere. Concretando hasta la caricatura, podíamos expresar el mismo interrogante también así: puesto que quien suscribe es natural de una pequeña aldea de Gijón (Asturias, España), la pregunta que se me ocurre es por qué hay restricciones para que en mi aldea se instale y goce de mis mismos derechos alguien de Burundi, o de Irán, o de Bolivia y no las hay para que lo haga alguien de Madrid, de Málaga, de Bilbao, de Oviedo, o de otra aldea que no sea la mía. ¿Qué cosa no puramente casual y secundaria tengo en común con todos éstos que no tenga en común con los primeros4? Seguramente las mejores fuentes de respuestas a esta pregunta están en la historia y en la filosofía política. Asomémonos brevemente a lo que cada una puede darnos.

2. Las razones de la historia, razones de ayer

Es de sobra sabido y está hasta la saciedad demostrado que el modelo político del Estado-nación es un invento relativamente reciente. No sólo la palabra "Estado" en este su sentido moderno se inventa allá por el siglo XVI, parece que por obra de Maquiavelo, sino que también el otro elemento de la relación, la idea de "nación", experimenta una muy relevante mutación semántica para poder emparejarse con aquel concepto. En efecto, tal como bellamente ha mostrado hace poco entre nosotros5 José María Ridao, antes del nacimiento del Estado-nación moderno la semántica de "nación" tenía que ver con linaje, credo o lengua, pero no con la conjunción de espacio geográfico y población abarcada por un Estado6. Se podría interpretar que es el Estado el que crea la moderna noción de nación que le sirve de soporte7.

Si el moderno Estado-nación surge en tiempo tan cercano y se eleva a centro de la organización política, con él nacerá también, necesariamente, una particular configuración de la nacionalidad y la extranjería, bajo forma juridificada, como corresponde a una de las características...

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