Introducción

AutorMayte Salvador Crespo
Cargo del AutorUniversidad de Jaén - Área de Derecho Constitucional
Páginas23-29

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Con la aprobación de la Constitución española (CE) de 1978 se establece un sistema de reparto territorial del poder público que sitúa a España como un Estado profundamente descentralizado. No obstante, la necesidad de consensuar un texto constitucional capaz de satisfacer a las diferentes demandas sobre el modelo territorial, y la preferente atención prestada a las comunidades autónomas como nivel de gobierno regional políticamente muy relevante y novedoso, impidió una mínima profundización sobre la organización y desarrollo de las entidades locales preexistentes. Esta relativa indeterminación del constituyente, que puede también predicarse de los municipios, afecta muy particularmente a las provincias, cuya misma vigencia jurídico-política, pese a contar con una historia y experiencia de más de ciento cincuenta años, no ha dejado de despertar vivas polémicas durante los últimos veintiocho años de la historia política y jurídica de España.

En cualquier caso, en el artículo 137 de la Constitución se determina la forma de organización territorial del Estado, donde se distingue, además de las comunidades autónomas que se constituyan, los municipios y provincias, reconociéndose además el principio de autonomía de todas estas entidades para la gestión de sus intereses. Más en concreto, el capítulo II del título VIII trata "De la Administración local" y en el artículo 141 de la CE se define a la provincia como entidad local con personalidad jurídica propia, determinada por una agrupación de municipios y como división territorial del Estado. La provincia se configura en el texto fundamental como una entidad local autónoma de existencia obligatoria, cuyo gobierno y la administración estarán encomendados a diputaciones u otras corporaciones de carácter representativo, con la garantía adicional de que se exige que cualquier alteración de los límites provinciales tenga que hacerse por ley orgánica.

Otra muestra del reconocimiento constitucional de la provincia lo constituyen los artículos 143,144 y 146, que toman como base la organización provincial para determinar la estructura regional, o autonómica,1 que entonces se pretende crear y exigen el concurso activo de todas las diputaciones provinciales afectadas por el proceso descentralizador. Un concurso que se exige además en dos momentos, primero apoyando la iniciativa -si bien tal requisito queda relativizado por la disposición transitoria primera de la CE- y después por medio de la participación de sus miembros en la elaboración del proyecto de Estatuto de autonomía. Asimismo, el artículo 151 de la CE determina que para elevar más rápidamente el techo competencial autonómico ha de recabarse no sólo la participación de las diputaciones o los órganos interinsulares correspondientes en la iniciativa, sino el apoyo al proceso -por medio de sus representantes- de la mayoría del censo electoral de cada una de las provincias y la ratificación del mismo -mediante referéndum- de la mayoría absoluta de los electores de cada provincia; además de que el texto resultante será de nuevo sometido a referéndum del cuerpo electoral de las provincias comprendidas en el ámbito territorial del proyectado Estatuto. Incluso la previsión de compensación interterritorial que debe realizar el gasto público (artículo 158.2 de la CE) tiene como referente a la provincia. Finalmente, y por lo que se refiere a la relevancia política general de la provincia como componente esencial de la comunidad nacional, el artículo 68.2 de la CE establece que la circunscripción electoral para el Congreso de los Diputados es la provincia, e igualmente el

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artículo 69 de la CE referido al Senado como segunda cámara de representación territorial determina que sus miembros se elegirán por sufragio universal en cada provincia.

Aunque todos estos preceptos se refieren de un modo u otro a las provincias -y así, hasta en veinticuatro ocasiones lo hace explícitamente la Constitución- poco o nada se especifica del papel que deben desempeñar la provincia y la Diputación en la nueva organización territorial del Estado. Lo cierto es que, desde su creación en 1833 hasta nuestros días, siempre se han sucedido en España posicionamientos provincialistas y antiprovincialistas, sin que la incesante polémica haya animado -salvo en muy destacadas excepciones- un esfuerzo doctrinal por fijar con claridad las funciones que estas entidades, y las diputaciones que las gobiernan, deben cumplir en un Estado caracterizado por la pluralidad de estructuras y niveles político-administrativos.

Precisamente este trabajo pretende arrojar luz sobre el papel de la provincia (y de la Diputación, como órgano representativo que ejerce su gobierno y administración) en el marco del Estado autonómico. Un objeto de estudio, pues, situado en la compleja encrucijada que se articula entre la Administración General del Estado y la comunidad autónoma, por un lado, y el orden local, por el otro. Las provincias pueden desempeñar roles muy distintos en función de cómo se articulen las relaciones interadministrativas dentro de cada comunidad autónoma, del alcance sustancial con que el legislador -o más bien los legisladores- desee rellenar la autonomía que la Constitución les reconoce, y de la importancia y contenido que se otorgue a las funciones propias de la intermunicipalidad en la configuración del modelo español de gobierno local. Como se intentará mostrar a lo largo de este trabajo, y pese a que una combinación de factores políticos, legislativos, jurisprudenciales y doctrinales ha contribuido a erosionar la institución, las provincias ocupan una peculiar posición que les permite - o debería permitir- seguir jugando hoy un papel de primer orden en los procesos de intermediación política y de coordinación administrativa entre los entes locales y las comunidades...

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