Actos criminales violentos y actores

AutorAdolfo Ceretti/Lorenzo Natali
Páginas95-163
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CAPÍTULO III
ACTOS CRIMINALES VIOLENTOS Y ACTORES
«No era capaz de valorar la calidad de la escritura, pero lo que narraba
era tan real que mi corazón se puso a latir como un loco. Obviamente, como
lector, tenía la ventaja de hallarme allí donde estaba, no lejos de la realidad.
[...]. El crepúsculo se transformó en oscuridad. [...]. ¿Por qué tuvo que ser
él quien escribiera ese libro? Era en el Brazo de la Muerte. El libro no habría
cambiado el curso de los acontecimientos. Si lo hubiera escrito yo, quizás
mi vida habría cambiado. De repente, con toda la fuerza de una verdadera
y auténtica revelación, exclamé: —¿Por qué no yo?»
Edward BUNKER
1. PREMISA
Lonnie Athens nace en el año 1949, en Richmond (Virginia, Estados
Unidos), en el seno de una familia griega. Actualmente es profesor de Crimi-
nología en la Seton Hall University de South Orange, de New Jersey.
Paul Valery escribió una vez que detrás de cada teoría hay siempre un epi-
sodio de autobiografía. Lo que es especialmente cierto en el caso de Athens,
que transcurrió toda su infancia y adolescencia entre los barrios obreros de
Richmond y otros barrios de mala fama de Washington. Fue así como tuvo
ocasión de conocer la violencia diariamente y en primera persona, no solo
como espectador sino también como víctima: «Me pegaban en la escuela,
me pegaban los cafres del barrio, me pegaban en casa. Y un día me quedé
sin poder caminar. No f‌ingía. Creo que fue una reacción histérica. Me quedé
bloqueado...» 1.
El sabor de la violencia lo percibía sobre todo en su ambiente familiar: el
padre, al que todos llamaban «Pete el griego», encarnaba perfectamente a la
f‌igura «adiestrador violento» que más tarde def‌inirá Athens; mientras que a
1 Para un interesante y exhaustivo resumen de la vida de Athens, concretamente de las expe-
riencias violentas que padeció, nos remitimos a la excelente obra de Richard RHODES (1999: 27-28).
Adolfo Ceretti / Lorenzo Natali
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los barrios xenófobos y violentos en los que Lonnie vivió desde su más tierna
edad los describirá, como comunidades «turbulentas» y «malvadas» 2.
Todo ello le sirve de motivación para investigar el fenómeno violento y
para llegar a la convicción de que quien actúa brutalmente, como hacía a
menudo su padre, no tiene por qué ser necesariamente un enfermo mental:
«“Pete el griego” no era ilógico. Existía lógica en su violencia. Sus reglas fun-
damentales, sus diez mandamientos, nos las repetía continuamente: “No me trai-
gáis la policía a casa. No me hagáis llamar a casa de los profesores. No toquéis la
comida si no la vais a terminar. No toquéis mi coche. No toquéis mi dinero. Y que
nadie toque a mi mujer”. Y nunca hacía daño a las chicas» (Rhodes, 1999: 35-36).
«Si uno vive bajo mi techo y come mi pan, es mejor que haga lo que yo
diga, le guste o no. Y esto ellos lo saben bien. Yo soy un industrioso hijo de
perra, y por ello merezco respeto [...]» (Athens, 1997: 56) 3, repetía obsesi-
vamente Pete.
Todas estas «enseñanzas», con el tiempo, convencieron a Athens de la
insuf‌iciencia del modelo psicopatológico. «Sabía que uno podía ser un en-
fermo mental y no ser violento. Y sabía que se podía ser violento sin ser un
enfermo mental. No hay ninguna relación directa» (Rhodes, 1999: 35-36).
Insertar al «criminal» en un modelo explicativo que determina la enfer-
medad mental como la causa de su actuar violento 4, fue siempre una vía bre-
ve y simplista para dar cuenta de un hecho social que socava cualquier forma
de conf‌ianza en la convivencia civil. La acción atroz y cruel no es más que
la exhibición de lo que debería siempre esconderse. De hecho, el ser huma-
no, desde la aparición de las formas más elementales de la cultura, siempre
ha intentado, tanto a nivel individual como colectivo, neutralizar cualquier
manifestación de agresividad destructiva. Una de las características del fenó-
meno violento es que, aun representando un elemento que constantemente
pesa en nuestra vida, no deja nunca de «sorprendernos» y de desorientar-
nos. Es precisamente al suceder algo absurdo —algo que por def‌inición es
contrario a la razón, generado por los «ab» (desapegados) «surdos» (sordos)
(Peter, 1993: 93)— que produce una discontinuidad en el f‌luir de los acon-
tecimientos y en la comprensión recíproca, cuando la comunicación interior
trata de restablecer un con-senso mediante la imputación de motivos: «¡Es
un loco!». A veces es el propio actor quien intenta hacerlo:
Caso D: Uxoricidio.
«A mí me maravilla... haber llegado a los 53 años y no haber tenido nunca
ese modo de imponerme con la fuerza... No soy un luchador... pero tampoco
2 Véase cap. V.
3 Véase, más adelante, en este capítulo, el análisis del Caso 1.
4 Véase cap. VII.
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Actos criminales violentos y actores
soy un blando, una nena, no sé cómo explicarlo... pero nunca he querido, ni
siquiera con los más débiles... es más, todo lo contrario, a los más débiles trataba
de ayudarles... y sin embargo, me pasó lo que me pasó. Lo que hoy me pregunto
tantas veces es: “¿Cómo pude yo hacer una cosa así?”... y me digo: “¿Por qué
me comporté de ese modo si yo no soy así?”. “¿Por qué me empeñé en ello?”,
y es lo que no entiendo... A no ser que esté totalmente loco, y que no me dé
cuenta... quieres ver que soy así y luego... en cambio.. ¿es todo lo contrario?
Pero me parece absurdo...».
Para colmar la fantasmal sensación de desorden que genera la manifesta-
ción de un gesto violento insensato, el individuo se fabrica siempre un aba-
nico de explicaciones/narraciones ad hoc, que van desde el sentido común o
la popular-criminology 5 hasta las teorías más ref‌inadas. Ante la incapacidad
o imposibilidad de hallar soluciones satisfactorias se fabrican, compulsiva-
mente, interpretaciones utilizables y fácilmente accesibles llamadas a gober-
nar los fantasmas perturbadores en función de lo que el sentido común ense-
ña y dispensa respecto a lo que es típico, probable, etcétera.
Y así es como muchas veces se termina teniendo que hacer frente a al-
gunas paradojas. La más signif‌icativa radica en el hecho de que para poder
conf‌iar en el «otro» tenemos continuamente que negarnos a nosotros mis-
mos el sentido y las consecuencias de las conductas destructivas ajenas que,
sacando a relucir conf‌lictos arcaicos y primitivos, alteran y eliminan con-
quistas obtenidas por el proceso de civilización y por la sensibilidad moder-
na 6. El miedo al «otro» representa una modalidad constitutiva del ser-social:
convivir supone también temer al otro y defenderse (Popitz, 1992: 35). Pero
no hay discurso que valga, no hay diálogo posible cuando las palabras «pier-
den» sentido y se deterioran, volviéndose impotentes ante la aniquilación de
los mundos «civiles», reconocidos e internalizados.
Lonnie llegó a esta conclusión por su propia experiencia, antes de ha-
cerlo a través de la ref‌lexión intelectual y científ‌ica. Esta última tomó forma
rastreando «necesariamente» los vestigios de su infancia. Fue así que, apenas
iniciada su carrera de científ‌ico social especializado en el método estadístico-
cuantitativo, en 1975 obtiene el Doctorado en Criminología en la Berkeley
University de California, y Athens se ve obligado a dar un viraje decisivo
5 VERDE (2008) sostiene que existe un nivel «base» del discurso criminológico al que def‌ine,
muy acertadamente, como «criminología ingenua» o, mejor aún, «popular criminology»: esta última
es la criminología construida por cada uno de nosotros a través de la «natural capacidad explicativa
de los eventos psicológicos ajenos», a través de la «producción de narrativas ingenuas» relativas al
«por qué se delinque», así como a los «motivos inmediatos y recónditos» que conducen a violacio-
nes graves de las normas.
6 Para un análisis más completo del concepto de «civilización» como «proceso», en particu-
lar del concepto de «agresividad» como especie de un proceso más general de «dominio» de los
afectos, de la superación de la imagen del ser humano como homo clausus y del «monopolio de la
violencia» por parte del Estado, véase ELIAS (1939: 55, 84-92, 165-169, 351-355). Véase también
GARLAND (1990).

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