Constitucionalismo

AutorWilfrid J. Waluchow
Páginas63-133
CAPÍTULO II
CONSTITUCIONALISMO
1. UNA DEMOCRACIA CONSTITUCIONAL
Para entender las Declaraciones de Derechos y el papel que pueden o
deben jugar en países como Canadá, Estados Unidos, Alemania y México,
uno debe, en primer término, tener en consideración dos hechos muy bási-
cos. En primer lugar, cada una de las sociedades en esos países dice abra-
zar alguna forma de democracia. En el capítulo III veremos que los debates
sobre la legitimidad del control judicial de constitucionalidad frecuente-
mente se convierten en una controversia sobre el significado del concepto
de democracia. De momento, podemos operar con la siguiente definición:
la democracia significa que el pueblo mismo es, en alguna medida, el res-
ponsable último de la determinación de las leyes por las que es gobernado,
no como los reyes o reinas en las monarquías, o las elites en las oligar-
quías. Por supuesto, tampoco los ciudadanos en democracias ideales son
ellos mismos quienes toman todas las decisiones de creación, modificación
o extinción del derecho o del resto de formas de ejercicio del poder ejecuti-
vo. No todas esas «decisiones que determinan el derecho» son tomadas
directamente por los ciudadanos. El gobierno por el pueblo se manifiesta
de maneras muy variadas, y sólo algunas de ellas son modos directos como
en la antigua Grecia donde todos los ciudadanos tenían derecho a votar
sobre las materias de las que la Asamblea conocía. La mayoría de las
democracias son indirectas, lo cual típicamente significa que los ciudada-
nos eligen a sus representantes, y son éstos quienes, normalmente median-
te procedimientos mayoritarios en asambleas representativas, legislan en el
nombre del pueblo. Hay en esto una suerte de «distancia» entre el pueblo y
la mayoría de las decisiones legislativas por las que son gobernados. Entre
los ciudadanos y las decisiones legislativas se insertan los representantes
elegidos —quienes realmente toman dichas decisiones—. La principal
razón por la que podemos denominar democrático a este arreglo, a diferen-
cia de la oligarquía es, presuntamente, porque los representantes son elegi-
dos por los representados, y representan sus perspectivas e intereses —al
menos eso es lo que se supone que hacen—. El voto de un representante
es, en algún sentido de la frase, un «doble» de los votos de los ciudadanos
que representa.
Resulta sorprendente que no esté del todo claro sobre qué base el
representante decide en realidad su voto en el nombre de sus representa-
dos. Esto es llamativo aunque sólo sea porque los representantes son fre-
cuentemente criticados por no representar verdaderamente a los votantes,
lo cual es desconcertante si tenemos una idea escasa sobre lo que exacta-
mente se supone que están haciendo en nuestro nombre. Supóngase que un
representante piensa que una propuesta presentada en el Parlamento es
injusta, pero también sabe que la gran mayoría de sus representados estaría
en desacuerdo con ella. ¿Debe el representante votar en conciencia o
siguiendo la opinión de sus representados? ¿Qué es lo que les debe: su pro-
pio juicio sobre la cuestión, o la adhesión a lo que sabe que es su juicio o
el que sería si fueran preguntados? Si la respuesta correcta es la última,
¿también debería ser ése el juicio que prime incluso cuando hay buenas
razones para creer que los representados no han tenido en cuenta todos los
hechos relevantes o que el miedo o el prejuicio han nublado su juicio? Qui-
zá el deber del representante es votar como los representados hubieran
votado bajo condiciones ideales de deliberación —es decir, con conoci-
miento pleno de todos los hechos relevantes, y en ausencia de prejuicio u
otros factores que pueden perturbar el juicio, etc.—. O quizá este modo de
concebir las responsabilidades del representante está completamente des-
encaminado. Tal vez el papel del representante no es votar a favor de medi-
das que son justas, sino votar de aquella forma que promueva los intereses
de los representados en su conjunto, cualesquiera que sean éstos. Si cada
representante vota de esa forma, el resultado probablemente será (asumire-
mos) la maximización global de intereses entre los representantes relevan-
tes. Y quizá esto es lo mejor que nos es dado esperar hacer en el nombre de
la justicia —no cabe duda de que quizá esta cruda justicia utilitarista es
todo lo que debemos anhelar en este tipo de contexto—. Tal vez las cues-
tiones de justicia más profundas son mejor abordadas en otros foros —pon-
gamos, en los tribunales—. Estos rompecabezas sobre la naturaleza de la
representación democrática serán más detalladamente explorados en el
capítulo III. De momento debemos consignar el siguiente rasgo de las
democracias indirectas: cualquiera que sea el papel asignado a los legisla-
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dores en una democracia representativa, indirecta, una suerte de «distan-
cia» es así creada entre el pueblo y las decisiones legislativas por las que
son gobernados. Y esto no parece que necesariamente descalifique el siste-
ma como no democrático.
Así pues no todas las decisiones de determinación del derecho en una
democracia son tomadas por el pueblo mismo. Aquí hay otro dato que
hemos de retener: tampoco son todas esas decisiones adoptadas por los
representantes elegidos. Muchas decisiones legislativas, incluso en aque-
llas vibrantes democracias representativas que se presentan como demo-
cracias a pleno rendimiento, son tomadas por individuos que ni son elegi-
dos ni son responsables ante el electorado. Ciertamente, los miembros del
Senado de los Estados Unidos y de la Cámara de Representantes son todos
ellos elegidos en elecciones nacionales. Y también Canadá cuenta con su
Cámara de los Comunes. Pero como en el Reino Unido, el parlamento
canadiense comprende parcialmente una segunda cámara de representantes
no elegidos, en nuestro caso un Senado. Muchos son los que han presiona-
do en pos de la abolición de este órgano, o por su transformación en una
Cámara Alta con carácter representativo. Pero pocos afirmarían que su pre-
sencia hace que Canadá se caiga de la lista de las democracias más próspe-
ras del mundo. De similar importancia es el hecho de que los órganos
legislativos, incluyendo aquellos que son elegidos, y en ese sentido plena-
mente responsables, frecuentemente delegan las decisiones legislativas a
agencias administrativas tales como la Comisión Canadiense de Radiotele-
visión y Telecomunicaciones o la Agencia de Alimentación y Productos
Farmacéuticos (FDA) de los Estados Unidos. Cuando esto ocurre, se
agranda la distancia entre el pueblo y las decisiones que determinan el
derecho por el que serán gobernados. Las decisiones han sido delegadas a
representantes elegidos, que, a su vez, delegan esa autoridad legisladora de
un ámbito específico (por ejemplo, la Comisión Canadiense de Radiotele-
visión y Telecomunicaciones crea y aplica las normas que disciplinan las
licencias de las cadenas públicas de televisión) a funcionarios públicos no
elegidos. Así que en las democracias modernas hay una considerable bre-
cha entre el pueblo y muchas de las decisiones jurídicas mediante las que
son gobernados. Tales decisiones pueden ser adoptadas todas en nombre
del pueblo, pero es importante tener claro que no es el pueblo mismo quien
las toma.
Así que las democracias adoptan formas diversas, cada una de las cua-
les (con la excepción posible de las democracias directas) incluye una
variedad de mecanismos para distanciar las decisiones legislativas de la
ciudadanía en general en cuyo nombre se promulgan. Este aspecto del
gobierno democrático tiene un significado enorme para nuestro análisis
porque el control judicial de constitucionalidad también distancia al pueblo
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