Un arma de doble filo

AutorWilfrid J. Waluchow
Páginas265-308
CAPÍTULO V
UN ARMA DE DOBLE FILO
1. UN PUNTO DE PARTIDA NUEVO
El capítulo precedente contiene algunas de las más contundentes y
comunes objeciones a las Declaraciones de Derechos que se encuentran
tanto en el discurso público como académico. La lista no es en absoluto
exhaustiva y sin duda no refleja completamente todo el espectro de con-
cepciones críticas. Creo que proporciona, sin embargo, una imagen equita-
tiva y representativa de los tipos de objeciones que se ofrecen. En cada
caso hay respuestas inmediatas que formular, por supuesto, algunas de las
cuales hemos explorado. Hay ulteriores réplicas que se pueden encontrar
en la vasta literatura dedicada a los debates entre los Defensores y los Crí-
ticos. Son particularmente notables las muchas contestaciones generadas
por la penetrante crítica waldroniana al Argumento Estándar1. Pero en vez
de proseguir más con estos debates, deseo tomar una ruta alternativa. En
lugar de responder a los Críticos en los términos presupuestos por su polé-
mica con los Defensores, me centraré en cambio en dos de las premisas
básicas y convergentes sobre las que gran parte de la controversia se ha
basado. Considere nuevamente las varias objeciones destacadas. En cada
caso vemos que la crítica tiene como premisa una o ambas de las dos
siguientes asunciones críticas: 1) hay verdades «objetivas» concernientes,
por ejemplo, a la ética política, a lo que pretendieron los constituyentes, o
al significado literal u original de la Declaración de Derechos que un poder
1Véase, por ejemplo, RAZ, 1998a: 47; CHRISTIANO, 2000: 513-543; ESTLUND, 2000: 111-
128; y KAVANAGH, 2003b: 451-486.
judicial imparcial y moralmente neutral es capaz de discernir y sobre la
cual apoyar sus decisiones relativas a la Declaración; y 2) las Declaracio-
nes aspiran a atrincherar los derechos que estas verdades describen o esta-
blecen, como puntos fijos de precompromiso y acuerdo sobre los límites
morales al poder del Estado. Con estas asunciones no expresas en orden, el
Crítico avanza entonces para argüir que, por una u otra razón, las Declara-
ciones de Derechos así concebidas o bien a) fracasan para satisfacer esta
aspiración; o b) no merecerían nuestra adhesión en una sociedad democrá-
tica incluso si pudieran satisfacerla. Factores tales como el nihilismo moral
y el escepticismo sobre nuestra capacidad para aprehender las verdades
morales objetivas, incluso si existen, o sobre nuestra capacidad para com-
poner las intenciones de los constituyentes, cuando se combinan con apela-
ciones que se articulan en torno a factores adicionales tales como el estatu-
to elitista del poder judicial o su incapacidad para el acuerdo sobre la
mayoría de las cosas, son suficientes para minar la asunción 1) y establecer
las conclusiones a) y b). Ellos muestran así que el control judicial de cons-
titucionalidad es difícilmente el ejercicio moralmente neutral y objetivo
que los Defensores (aparentemente) creen que es. El hecho supuesto del
disenso radical, empleado a tal poderoso efecto por WALDRON, acaba tanto
con la asunción 1) como con la asunción 2), proporcionando así mayor
apoyo a la conclusión a) que establece que las Declaraciones de Derechos
simplemente no pueden funcionar tal y como propugna el Defensor y no
pueden ser explicadas en los términos que ellos sugieren. La metáfora de
Ulises, por ejemplo, no puede servir sensatamente para explicar la natura-
leza y efecto de las Declaraciones de Derechos. Es un error serio pensar
que podemos, de manera inteligible, precomprometernos a límites que no
podemos cabalmente acordar previamente. En el mejor de los casos, pode-
mos precomprometernos con una práctica anti-democrática que da licencia
a otros —a los jueces— para tomar decisiones por nosotros sobre temas y
cuestiones sobre los que nosotros mismos no podemos llegar a un acuerdo
y que nosotros, como individuos autorretratados como portadores del título
honorífico de «sujetos de derechos», realmente deberíamos tomar. Si, a
pesar de las reconocidas preocupaciones de que el desacuerdo puede inevi-
tablemente acompañarnos a lo largo de todo el camino, persistimos en la
idea de que las Declaraciones de Derechos realmente pueden incorporar, y
de hecho incorporan, firmes compromisos, entonces inevitablemente esta-
remos destinados a albergar serias inquietudes sobre su pedigrí democráti-
co, quizá incluso seamos conducidos a la desfigurada imagen de seres
humanos (como depredadores hobbesianos) que tal retrato parece sugerir.
Seremos llevados a preguntar por qué el pueblo-ahora debe ser placado en
su búsqueda de una política pública sensata y moralmente responsable por
las decisiones tomadas anteriormente por el pueblo-entonces y atrinchera-
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das por ellos, no por el pueblo-ahora, frente a los esfuerzos de modificar
dichas decisiones a la luz de las nuevas y cambiantes comprensiones de un
pueblo autodeterminado caracterizado por su compromiso con los dere-
chos y la dignidad humana fundamental que ellos presuponen. Uno puede
denodadamente intentar, como hace Jed RUBENFELD, minimizar la fuerza de
esta objeción invocando la posibilidad de una identidad comunitaria a lo
largo del tiempo, para que el pueblo-entonces sea realmente el mismo que
el pueblo-ahora 2. Pero que al final esta clase de estrategia funcione es algo
altamente cuestionable, y no sólo por las cuestiones metafísicas profunda-
mente controvertidas que invariablemente acompañan a las teorías de la
identidad y agencia grupales. Sea como fuere que son respondidas estas
preguntas, nos enfrentaremos con una dificultad ulterior, igualmente seria.
Así como los individuos frecuentemente cambian sus creencias y compro-
misos, a veces de forma radical 3, no hay razones para negar la muy real
posibilidad de que el mismo pueblo pueda, sobre muchos temas importan-
tes, cambiar de opinión de un año para otro, y mucho más todavía de una
generación a la siguiente. Si esto es así, entonces la pregunta del Crítico
permanece incólume: ¿por qué la capacidad del pueblo de cambiar de opi-
nión sobre los derechos ha de ser negada o limitada? ¿Por qué debe ser
bloqueado en su capacidad de llevar a término tales cambios de opinión en
sus decisiones políticas cotidianas? Es cierto, siempre está el proceso de
reforma constitucional, pero es difícil exagerar las dificultades prácticas a
menudo asociadas a tal proceso. Debemos preguntar si, a la luz de este
hecho, se puede defender la colocación de esos palos en las ruedas de la
voluntad popular. ¿Pueden esas trabas cohonestarse con la pintura que nos
gusta trazar de nosotros mismos —como un pueblo autodeterminado, res-
ponsable, en el que puede confiarse, de manera continua, cuando adopta
decisiones sobre la justicia y los derechos—?
Así que un Defensor que acepta las dos asunciones clave arriba señala-
das se apresta a una tarea hercúlea, enfrentado, parece, a escoger entre tres
opciones: a) proseguir en la búsqueda de formas de responder a WALDRON y
sus correligionarios Críticos en los términos que ellos han establecido 4;
b) sucumbir a la fuerza de sus argumentos y acordar que las Declaraciones
de Derechos y su implementación por la vía del control judicial de constitu-
cionalidad son realmente malas opciones después de todo; o c) buscar una
comprensión alternativa de las Declaraciones de Derechos, una concepción
que ve de manera diferente sus aspiraciones. Lo que queda del libro está
UN ARMA DE DOBLE FILO 267
2Véase nuevamente RUBENFELD, 1998.
3Piense, por ejemplo, en la conversión religiosa o cómo los jóvenes radicales muchas
veces pasan a figurar entre los más comprometidos conservadores de la mediana edad.
4Ya hemos hecho (lo que espero sea) un muy prometedor arranque para responder muchas
de aquellas objeciones en el capítulo IV.

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