Autonomía y heteronomía ante la muerte
Autor | F. Javier Blázquez-Ruiz |
Páginas | 109-123 |
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No es frecuente hablar ni escuchar actualmente sobre la muerte. Tampoco nos agrada dedicar tiempo a pensar en ella. Más bien tendemos a eludirla bajo cualquier excusa, e incluso puede llegar a resultarnos molesta su mera consideración. En cierto modo la muerte, desde hace tiempo, ha dejado de formar parte de nuestras vidas y sólo en caso de accidente o fallecimiento por enfermedad, le concedemos un sitio, estrecho e incómodo, a nuestro lado.
Esto sucede de forma habitual, de manera generalizada, salvo cuando llega concretamente el primer día de Noviembre, Fiesta de Todos los Santos. Entonces acudimos solícitos a los cementerios para honrar afectivamente la memoria de familiares y amigos. Depositamos flores en sus tumbas con el fin de recordarlos, para sentirlos próximos y en cierto modo para revivirlos entre nosotros. Es obvio, como precisaba M.T. Cicerón, que “la vida de los muertos perdura en la memoria de los vivos”.
Sin embargo, durante el resto del año tendemos más bien a ignorar la realidad de la muerte. Olvidamos con frecuencia, a veces deliberadamente, nuestra propia condición, a saber que desde el día
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en que nacemos, somos seres mortales. Que nacemos al margen de nuestra voluntad y con dolor. O que a lo largo de nuestra vida estamos expuestos a padecer diversas enfermedades y envejecimiento.
Y es que, más allá de nuestros deseos o ensoñaciones, somos seres humanos, frágiles y vulnerables. Esa es la naturaleza que nos caracteriza, no otra. Por tanto, no debemos engañarnos como si aspirásemos a alcanzar ingenuamente el estado de inmortalidad.
De hecho, la actitud de ocultar y enmascarar el dolor o negar la existencia de una patología como a veces acontece con el cáncer, sólo puede conducir a provocar más negatividad. A este respecto, el psiquiatra David Scott advertía claramente “aceptar nuestra vulnerabilidad en lugar de tratar de ocultarla, es la mejor manera de adaptarnos a la realidad”.
Entre los motivos para no pensar en la muerte o para no aceptar el proceso de envejecimiento, cabe pensar en el peso específico del vigente estilo de vida y en el modelo de desarrollo que nos circunda y que ha conseguido colonizarnos.
De hecho, tanto el optimismo generado por el desarrollo científico y tecnológico, como las posibilidades que ofrece la investigación biomédica, así como también la dinámica propia de la economía de mercado, o la permanente exaltación del cuerpo que mencionábamos en el apartado primero, son factores que inciden, de una u otra forma, en esa disposición y actitud negativas.
Porque parece como si el dolor o sufrimiento pudieran sernos ajenos y no cupieran o encajaran en la sociedad tecnológica que nos alberga. Da la impresión de que sobresalen y exceden ese marco que rige nuestras acciones diarias.
De ahí que cuando irrumpen tanto la enfermedad o llegado el caso la muerte, aparecen como si se tratasen de un claro sin-sentido. Da la impresión de que emergen intempestivamente entre nosotros, haciendo frente y alterando no sólo el curso de nuestras vidas.
Extorsionan todos nuestros planes y proyectos edificados sobre la creencia de que a nosotros nunca podría sucedernos algo semejante. De ahí la pregunta que se repite una y otra vez cuando acontecen: ¿Por qué a mí? ¿Qué he hecho yo?
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Ante el paso de tiempo y la muerte, caben diversas actitudes. Una de ellas, en primer lugar, es ignorarla, temiendo y eludiendo su consideración. Otra bien distinta es aceptarla como parte de nuestra vida, y asumirla con entera naturalidad. Pues vivir y morir no dejan de ser dos caras de una misma moneda y por consiguiente son realidades indisociables.
Sólo así podremos meditar y expresar a nuestros familiares o amigos, con antelación, nuestras preferencias personales a la hora de morir. Pues no todos comparten la decisión de fallecer en un hospital, o someterse a un largo e intenso tratamiento, por ejemplo. Tendremos la oportunidad también de pensar en realizar o no testamento vital y exponer por escrito nuestras voluntades anticipadas.
Podremos manifestar además si estamos dispuestos y somos partidarios de donar nuestros órganos y tejidos, más allá de la vertiente legal, tanto para realizar trasplantes como para donarlos con fines de investigación. O si preferimos ser inhumados o incinerados.
Y es que quizás, tal y como advertía el filósofo estoico L. A. Séneca, sucede que, por una u otra razón, “muchos fluctúan a lo largo de su existencia entre el temor de la muerte y los disgustos de la vida; no quieren vivir y no saben morir. Pero te aseguro Lucilio que marchas a la muerte desde el día en que naciste”38.
El filósofo griego Epicuro, hace más de dos mil años, afirmaba que la muerte no debe preocuparnos realmente. Ni tampoco ha de generar en nosotros motivo alguno de inquietud o desasosiego. La explicación que aportaba es elocuente: mientras yo estoy vivo, la muerte no ha venido todavía, y cuando la muerte llegue entonces yo ya me habré ido.
Paradójicamente, podríamos decir que la muerte ha dejado de formar parte de nuestra vida. De hecho, es fácil de constatar cómo la muerte ha sido desplazada de la vida diaria, de la convivencia. Claro
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que esta situación no es casual sino que viene motivada por diversas razones.
Desde una vertiente histórica, por ejemplo, cuando la burguesía accedió como clase emergente al poder en el S. XVIII, inició un proceso de transformaciones sociales, cambios de mentalidad y de actitudes, y fue reduciendo el peso específico que la muerte ocupaba en la cultura popular, principalmente en los núcleos urbanos, no rurales. Ese cambio no llegó a suceder en el caso de los pueblos y zonas rurales, en los que el hecho de morir se ha vivido y se sigue viviendo todavía de otra manera.
Después, con el desarrollo económico e industrial y tras el crecimiento de las ciudades, el hecho de morir fue desplazándose paula-tinamente, desde los hogares familiares, donde habitaba tradicionalmente a los hospitales y más tarde a los tanatorios.
Por otra parte, en el ámbito de la práctica médica la muerte ha sido considerada, hasta períodos recientes, como una realidad negativa, como si se tratara de un fracaso en el proceso de tratamiento médico. A este respecto, es bien conocido el procedimiento que se aplicaba en algunos casos a determinados dirigentes políticos, y que era conocido clínicamente como «encarnizamiento terapéutico».
En la actualidad, podríamos decir que principalmente por causas económicas, vinculadas a la estética de la imagen, al culto de la moda, del cuidado del cuerpo, de la atención a la salud, toda esa dinámica, insistimos, es contraria y refractaria al tratamiento y visibilidad de la muerte.
Pues bien, frente a esa tendencia tan generalizada, podemos y debemos comenzar a mirar la muerte y a pensar en ella de otro modo. Debemos aspirar a vivir bien, a llevar una vida buena, gratificante, satisfactoria, con cuidados, sencillamente para vivir mejor. Para vivir más tiempo en mejores condiciones de vida.
A este respecto, conviene recordar tal y como afirmaba Quevedo que: sólo prepara una buena muerte el que vive una vida buena. A lo que añadía «la muerte es principio de vida eterna para el alma». Y es que ante el hecho de morir no tenemos propiamente elección ni
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podemos especular de forma diletante. Por esa razón a la muerte no cabe darle la espalda.
Además la muerte, como nos enseñan los clásicos griegos, constituye el cese de todo dolor y sufrimiento. Nos permite liberarnos de las servidumbres, de las penalidades y angustias de la vida, de las necesidades vitales, eximiéndonos así de su obligado cumplimiento. Por todo ello, debemos aprender a mirar la muerte con otros ojos, a pensar en ella de otro modo, y en definitiva, debemos aprender a no temerla.
También podemos empezar a compartirla, hablando de ella con sosiego y...
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