El PDI laboral de las universidades públicas: presente y futuro.

AutorJuan Manuel Del Valle Pascual
Cargo del AutorDirector del Gabinete de Asesoría Jurídica de la Universidad Politécnica de Madrid y Presidente de la Asociación para el Estudio del Derecho Universitario
Páginas49-83

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1. Al servicio de su majestad

Hace ya tiempo que la universidad quedó bajo el manto real, que garantizó los sueldos de los profesores y la economía escasa del claustro universitario, que sustituyó la incertidumbre de si el hambre de mañana sustituiría al pan de hoy. Además, en el corazón de cada catedrático ya se escondía el alma abrupta de un secretario de despacho real, de mejores hechuras para la cosa pública que muchos nobles de soberbia vana, formados aquéllos más en las ciencias modernas que en el abrillantamiento de la heráldica éstos. Y el rey, según el caso, jugaba con blancas o con negras.

El caso es que la universidad, con independencia de su origen, se convirtió en un negociado de palacio, para enseñar a las clases dirigentes o a los altos funcionarios los colores del mundo. Y para que bien lo hicieran al servicio de su alteza y atraérselos se les hizo funcionarios, podando algunas ramas para fortalecer el tronco de fidelidad al estado, del que alcanzó una leve distancia meramente administrativa. Como nada dura mil años, a la universidad le supo a poco ser organismo autónomo administrativo y enseñar la ciencia oficial, tantas veces pura mentira, y a la mitad del siglo pasado pasó a encender la yesca, y luego

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a incendiar la sociedad con sueños de libertad y autonomía, que no acababan de llevarse del todo bien con el fotomatón de los funcionarios, que tal vez sus antecesores estrenaron. Y hace poco decidieron comenzar a vestirse con una ropa más cómoda y a retar al derecho administrativo con las fórmulas menos rituarias del derecho laboral. Pero no anticipemos acontecimientos, que paso a contarlo más en serio y menos como un cuento, a partir de la legislación aplicable hoy, aunque no sé si estamos a la puerta de una revolución silenciosa de dos ramas de la dogmática jurídica. El tiempo lo dirá.

1.1. Sangre de funcionarios

Desde el balcón del EBEP58la condición de funcionario tiene su razón de ser en el hecho de que participa en el ejercicio de las potestades públicas o en la salvaguardia de los intereses generales59. Ni siquiera ha intentado una definición, pues le ha dado coartada la doctrina al decir que no ha sido posible elaborar con la suficiente densidad su concepto material (MARTÍNEZ DE PISÓN60), que es uno de los términos más imprecisos de la doctrina jurídico-administrativa (ORTEGA ÁLVAREZ61), o uno de los conceptos más discutidos de cuantos se manejan en la ciencia jurídico-administrativa (GUAITA MARTORELL62). Viene etimológicamente de la palabra latina funger, que significa hacer, cumplir, ejercitar, que se aplica a la persona que participa cotidianamente en la gestión de los asuntos públicos, y técnicamente se utiliza para mentar a quien lo hace profesionalmente en régimen de derecho administrativo, aunque el concepto encierre otras notas, según OLMEDO GAYA y ROJAS MARTÍNEZ DE MÁRMOL63. La cuestión está en que deberemos hacer lo posible por concretarlo, pues en una administra-

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ción pública -y la universidad de esta titularidad lo es- el régimen de personal dominante ha de ser funcionarial64, y sólo en el espacio libre de potestades públicas operará el sistema laboral.

Si partimos de tal desbandada doctrinal, un futuro incierto se cierne sobre ambos conceptos jurídicos indeterminados, hasta hacernos pensar que son indeterminables, pues, como no se han delimitado sus contornos en legislación básica, va a depender de la mano amedrentada, tosca o cuidadosa y, desde luego, variada del legislador de las nacionalidades el delicado encargo de darnos a saber donde la tierra acaba y el mar empieza. A título de ejemplo, el estado ha dicho lo suyo cuando ha hecho la foto a los funcionarios de habilitación de carácter estatal, pero, ojo, no en sus propios aposentos, sino en las corporaciones locales, pues considera que son funciones públicas que implican el ejercicio de autoridad las de fe pública y asesoramiento legal preceptivo, las de control y fiscalización interna de la gestión económica-financiera y presupuestaria, las de contabilidad y tesorería (D.A.2 del EBEP)65. La verdad, es que a mí me ha causado un notable desconcierto, porque en tales tareas no veo mando, imperium, prerrogativa, sino funciones de ordenada gestión de la actividad pública; no dominio, poder, jurisdicción o facultad que se tiene sobre una cosa, que es lo que por potestad entiende el diccionario de la RAE. Aún pienso que el legislador estatal haya llamado potestad a lo que debió decir que eran manifestaciones de la función de salvaguardia de los intereses generales, pues más me parece que se acomode a ella que a la autoridad corresponda contar con las prerrogativas de la dación de fe, el asesoramiento legal preceptivo y las restantes competencias gestoras y presupuestarias que define el EBEP66. Se cuentan las decisiones del poder, se asesora a quien lo ejerce y se le llevan las cuentas, pero eso no es desempeñarlo.

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Quedaría, entonces, por saber lo que se entienda por autoridad, concepto que bien parece que se asemeje al del ejercicio de potestad, no sin desconocer que auctoritas y potestas es la conjunción del justo mando, y una sin otra un caballo cojo. Más que ningún otro funcionario pudiera pensarse que va a ejercer autoridad el que forme parte del personal directivo, pero se convierte en un ya te diré lo que tengas que saber, pues se define con una perfecta tautología al personal directivo, diciendo que es "el que desarrolla funciones directivas (¡qué hallazgo!) profesionales en las Administraciones Públicas, definidas como tales en las normas específicas de cada Administración" (art. 13.1 del EBEP). O un fiasco, a nuestros efectos, por mejor decir, pues puede haber personal directivo en "relación laboral de carácter especial de alta dirección" (art. 13.4 del EBEP). Con lo que puede decirse, o que el personal directivo no va a ejercer potestades públicas (¿qué contrasentido, verdad?) o que habrá personal directivo que las ejerza y otro que no lo haga (¿qué dilema, no es cierto?). Y eso sin decir cuáles sean básicamente las funciones directivas67, que parecen ser el secreto que duerme en la caja de un mago. Y, tirando de un hilito, las potestades públicas, los actos de autoridad. De momento seguimos donde estábamos, o peor.

Autoridad o potestad la desempeñan los ministros, en tanto que desarrollan la acción del gobierno en el ámbito de su departamento, ejercen la potestad reglamentaria y cualesquiera otras competencias atribuidas por el ordenamiento68, los secretarios de estado, que ejecutan la acción del gobierno en su sector específico69, pero no tienen por qué ser funcionarios. Pueden serlo los directores de los gabinetes del presidente, vicepresidentes o ministros70, y deben serlo, con carácter general, los subsecretarios71, los secretarios generales técnicos72y los subdirectores generales73, pudiendo serlo, salvo excepciones, los direc-

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tores generales74, pero no los secretarios generales75, que vienen de donde vengan. El caso es que estar un peldaño por debajo de los que acabamos de ver que ejercen la autoridad, pero política, debe ser participar indirectamente en dicho ejercicio de potestades públicas. No admite mucha discusión que en las palabras de cualquier alto cargo del gobierno y adláteres recién mentados hay muchas letras y sílabas escritas con tinta de funcionario. Sangre de potestad.

En esa gran nebulosa en la que se pierde y difumina la función pública, algunas pinceladas de color las dan las potestades en manos de funcionarios. Así, la potestad sancionadora se ejerce por los órganos administrativos que la tengan expresamente atribuida76, que en el mundo real son las inspecciones de servicios, o, tras los doseles y palios de palacio, siempre está en la participación indirecta en las potestades públicas, y se percibe el aliento de los funcionarios, por más que la vía administrativa se comience y se agote con la firma del político77, siendo de los funcionarios la pradera intermedia. Pero el caso es que no se ve a los funcionarios en la foto que hace ni el legislador ni el reglamentador, aunque haberlos, haylos, porque son, por su natural, discretos.

Tomemos camino largo para ver si logramos entrar con mejor pie en el asunto que ocupa nuestra atención. El absolutismo se apropia del concepto de soberanía, desnudándolo de un carácter negativo y de defensa frente a otros poderes que actúan en el mismo territorio, para que resulte identificado con el poder estatal bajo el monopolio del monarca. Con esta mudanza conceptual, el que fuera vasallo del rey pasa a ser servidor del estado, es decir que deja de mantener una dependencia subjetiva y personalizada y comienza a estrenar otra dependencia objetiva y despersonalizada, más que a alguien concreto, al poder único del estado, al estado mismo. Parece una tontería, pero es un cambiazo. Y en éstas llega la Revolución Francesa que, a golpe de doctrina y guillotina, declara caducable y removible la cúpula del poder tripartito y cuestiona su ejercicio de por vida que, aunque luego retorne a su ser, objetiva notablemente las tareas de los servidores públicos, con la sa-

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bida excepción de nuestro malquerido Fernando VII, quien, haciendo oídos sordos a tales enseñanzas, marcó el momento en que los españoles comenzamos a perder con descaro el tren del futuro, dando pie a un siglo XIX turbulento por demasiadas razones, poco antes del cual, con la toma por asalto de la escuela por el despotismo ilustrado, los maestros, además de ganar la seguridad de sus estipendios...

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