Diagnóstico. el reclamo de participación ciudadana: ¿un parche a la crisis de la representación?
Autor | Enriqueta Expósito |
Páginas | 21-43 |
CAPÍTULO I
DIAGNÓSTICO. EL RECLAMO
DE PARTICIPACIÓN CIUDADANA:
¿UN PARCHE A LA CRISIS
DE LA REPRESENTACIÓN?
Democracia es uno de los vocablos que más adjetivacio-
nes ha recibido a lo largo de los siglos. No es un concepto
estático: alude a distintas realidades en diferentes momen-
tos históricos. En su concepción originaria, la democracia
identifica una forma de gobierno que aparece a mediados
del siglo V a. C. en la Atenas de Pericles caracterizada por
la existencia de un demos —conjunto de tribus— en el que
reside la kratia —el poder— que ejerce sin intermediación
alguna. Gobernante y gobernado son dos figuras que se
funden en cada individuo integrante del demos. Desde las
reformas de Solón, todos los polites participaban en la
vida de la polis, a través de los debates públicos celebrados
en la Ekklesía —Asamblea—, que constituía el lugar de en-
cuentro político en el que se adoptan las principales deci-
siones. En ellos, sus integrantes exponían sus argumentos,
sus posiciones y las contrastaban, debatían; en definitiva,
deliberaban y, de esta manera, participaban directamente
en la adopción de decisiones colectivas. El principio más
importante de la asamblea no era tanto llegar a una deci-
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sión, sino la deliberación que necesariamente la había de
preceder (DE ROMILLY, 1975). La participación y la delibe-
ración no son conceptos autónomos; aparecen vinculados
y constituyen los ejes del ejercicio del poder por parte del
pueblo. Constituyen los fundamentos sin los cuales no tie-
ne sentido la democracia.
A lo largo de los siglos, la experiencia ateniense se ha
mitificado y se ha convertido en un ideal de gobierno:
la democracia directa. No obstante, las circunstancias
que la posibilitaron son, hoy día, imposibles de reprodu-
cir. Los actuales Estados tienen unas dimensiones que no
favorecen la intervención directa del ciudadano en el ejer-
cicio del poder mediante instrumentos deliberativos que
no la reduzcan a un ejercicio puramente binario en torno
a una propuesta o decisión. El tamaño de la comunidad
sí importa (FISHKIN, 1995: 33-43). Pero también otros fac-
tores como la existencia de una comunidad más o menos
homogénea, de reducidas dimensiones, con un sistema
económico que permitía el tiempo libre para los asuntos
comunes y en la que la condición de polite se excluía a
una gran parte de la población (esclavos, mujeres y extran-
jeros), son elementos que no los podemos encontrar en
nuestras actuales sociedades definidas por su heterogenei-
dad, complejidad y regidas por un conjunto de derechos
que deben ser respetados.
Las actuales democracias, forjadas tras las revolucio-
nes liberal e industrial de finales del siglo XVIII y mediados
del XIX contra el absolutismo y la oligarquía, no se carac-
terizan por la deliberación directa del ciudadano; sino que
se articulan como democracias representativas. No son,
en sí mismas, solo un modo de gobernar. Constituyen una
forma de Estado compatible con distintas formas de go-
bierno. Se asemejan poco al modelo originario. Pero sí
que guardan, en su esencia, sus principales elementos de-
finidores, aunque adaptados a un contexto político, eco-
nómico, social y cultural muy diverso y a unas sociedades
cada vez más complejas. Y es que, a pesar de sus diversos
avatares a lo largo de los siglos, todavía se siguen identi-
ficando unos mínimos en todo ejercicio democrático del
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