¿Por qué los derechos humanos constituyen nuestra idea de la justicia? Ética, teoría de la justicia y derechos humanos
Autor | Liborio L. Hierro |
Páginas | 21-57 |
CAPÍTULO I
¿POR QUÉ LOS DERECHOS HUMANOS
CONSTITUYEN NUESTRA IDEA DE LA JUSTICIA?
ÉTICA, TEORÍA DE LA JUSTICIA Y DERECHOS
HUMANOS
1. SOBRE EL SIGNIFICADO Y LA FUNDAMENTACIÓN
DE LOS JUICIOS MORALES: ÉTICA DESCRIPTIVA,
METAÉTICA Y ÉTICA NORMATIVA ¿COGNOSCITIVISMO
O NO-COGNOSCITIVISMO?
La gente discute a veces sobre cosas, hechos, propiedades de las cosas o
de los hechos, o relaciones entre las cosas o entre los hechos. Se discute, por
ejemplo, si existió una gran explosión al principio del universo (el Big Bang), si
el tiempo es curvo o si el fumar tabaco produce cáncer. Estas discusiones versan
sobre discrepancias acerca de la realidad y dan por supuesto dos cosas, a saber:
1) que existe algo que es la realidad, y 2) que tenemos alguna forma de conocer
esa realidad. Los filósofos todavía hoy siguen discutiendo ambas cuestiones.
Solemos decir que la existencia de la realidad es el problema ontológico y que
nuestra posibilidad de conocerla es el problema gnoseológico. Algunos filóso-
fos han negado que la realidad exterior exista, otros —más modestos— solo han
negado que podamos afirmar que la realidad exterior exista, y otros —por fin—
han dicho que la realidad exterior existe pero que nosotros solo la conocemos
de una forma limitada. En el extremo opuesto hay filósofos que afirman que la
realidad exterior existe y que, además, nosotros la conocemos tal y como es.
Al margen de estas complicaciones filosóficas, la mayoría de la gente —in-
cluidos los propios filósofos— cuando discute sobre la realidad parece aceptar
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o dar por supuesto un acuerdo básico sobre lo que significan afirmaciones fácti-
cas como «Ha ocurrido H» o «S es P» o «X es la causa de Y» u otras similares.
Es decir que parecen estar de acuerdo en que estas afirmaciones pretenden
ser verdaderas cuando se pronuncian honestamente. También parecen estar de
acuerdo en que la verdad de cualquiera de estas afirmaciones o bien consiste
en su adecuación lingüística (la verdad llamada «analítica», como la de que «2
más 2 son 4») o bien consiste en su adecuación «sintética» o empírica, lo que
se traduce en que es de algún modo perceptible por los sentidos (como la de
que «está lloviendo»).
Con mucha más frecuencia y con mucha más intensidad la gente discute
sobre valores. No se discute con pasión si Madrid está a más o menos de qui-
nientos kilómetros de Barcelona, o si tiene más o menos de cuatro millones de
habitantes o si fue fundada en el siglo VIII o en el siglo XII; pero se discute con
pasión si es una ciudad hermosa o una ciudad feísima, si la vida en Madrid es
mejor o peor que en una ciudad pequeña o si es justo que los madrileños ten-
gan que soportar las manifestaciones callejeras de los agricultores andaluces,
los mineros asturianos o los pescadores gallegos. Se discute si algo es o no
es bello, bueno o justo. Pero, en estas discusiones, el problema no se limita a
comprobar si algo es o no es bello, o bueno o justo. Parece que hay otro pro-
blema previo: el de saber qué quiere decir cada uno cuando hace una afirma-
ción de este tipo. El acuerdo resulta imposible si, por ejemplo, alguien entien-
de que algo es bello si se corresponde con ciertos cánones formales mientras
que otro entiende que algo es bello si le causa una sensación placentera. Puede
ocurrir entonces que, aun cuando dos se pongan de acuerdo en que «X es be-
llo», resulte que cada uno está afirmando una cosa distinta y lo mismo ocurre
respecto a lo bueno y lo justo. En algunos pasajes de PLATÓN se encuentra ya
señalada esta dificultad, como en el Eutifrón, cuando SÓCRATES dice:
¿Al disputar sobre qué asunto y al no poder llegar a qué decisión, seríamos
nosotros enemigos y nos irritaríamos uno con otro? Quizás no lo ves de mo-
mento, pero, al nombrarlo yo, piensa si esos asuntos son lo justo y lo injusto,
lo bello y lo feo, lo bueno y lo malo. ¿Acaso no son estos los puntos sobre
los que si disputáramos y no pudiéramos llegar a una decisión adecuada, nos
haríamos enemigos, si llegábamos a ello, tú y yo y todos los demás hombres?
(PLATÓN, 1981: 227).
Un sector importante de la filosofía occidental contemporánea, la deno-
minada filosofía analítica, ha tratado de replantear esta vieja cuestión distin-
guiendo entre el lenguaje moral (por ejemplo, afirmaciones como «amar es
bueno, odiar es malo» o «todos los seres humanos deben ser tratados con
la misma consideración y respeto») y el lenguaje que se ocupa del lenguaje
moral (por ejemplo, «los juicios de valor carecen de sentido» o «la afirmación
[amar es bueno, odiar es malo] solo expresa un sentimiento»). El primer nivel
constituye aquel en que se formulan juicios de valor sobre lo bueno o lo justo y
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es lo que podemos convenir en llamar «ética» o, para ser más estrictos, «ética
normativa». Si los juicios tratan sobre lo bello constituyen el ámbito de la «es-
tética». El segundo nivel constituye aquel en que se explica qué tipo de juicios
son los juicios de valor, es decir en qué consisten, qué significan, cómo pueden
comprobarse o justificarse, y podemos convenir en denominarlo «metaética»
o «ética analítica». Todavía cabe distinguir un tercer nivel de análisis que sería
aquel en que se describe cuáles son los juicios de valor que sostiene un cierto
grupo social e incluso qué es lo que ese grupo entiende como significado y
fundamento de sus juicios de valor; este tercer nivel es lo que suele denomi-
narse «ética descriptiva» 1.
A pesar de la utilidad de esta distinción contemporánea entre ética y me-
taética continúa existiendo un notable desacuerdo tanto en un nivel como en
otro. No solo sigue habiendo muchas concepciones diferentes sobre lo que
es bello, bueno o justo, sino que también hay diferentes concepciones sobre
qué significan los juicios de valor. Estas concepciones, las metaéticas, suelen
dividirse en dos grandes grupos: las que sostienen que, de un modo u otro, los
juicios de valor expresan o significan algún tipo de cualidad o propiedad de
las cosas o de los hechos; consecuentemente los juicios de valor incorporan
conocimiento, es decir: nos informan sobre la realidad y son susceptibles de
ser verdaderos o falsos. Son juicios del tipo «S es P» donde P es un valor
como bello, bueno o justo. A estas concepciones las llamamos «cognosci-
tivistas». Otras concepciones, por el contrario, sostienen que los juicios de
valor no expresan o significan cualidad o propiedad alguna que las cosas o los
hechos tengan; consecuentemente, afirman que no incorporan conocimiento
alguno, que no nos informan de nada y que, por tanto, no pueden ser verda-
deros ni falsos. En realidad —dicen unos— los juicios de valor solo expresan
emociones del sujeto que los enuncia; otros afirman que, si se analizan con
cuidado, los juicios de valor son consejos, recomendaciones u órdenes más
o menos disfrazados. A todas estas concepciones las denominamos «no cog-
noscitivistas».
Sin duda las concepciones metaéticas cognoscitivistas tienen más tradi-
ción y con mucha frecuencia han sido la concepción subyacente en todas las
éticas normativas de tipo naturalista. Se trataría de la vieja idea de que del
mismo modo que la naturaleza se rige por «leyes» dictadas o puestas por su
Creador los seres humanos se rigen por «leyes» similares; la diferencia estri-
1 Los filósofos analíticos más estrictos sostuvieron inicialmente, además, que la filosofía moral
debía limitarse al segundo nivel: «La filosofía moral analítica, en oposición a la filosofía moral tradi-
cional, puede caracterizarse sumariamente por el hecho de que en general trata de limitarse a investi-
gaciones metaéticas» (Hans ALBERT, 1978: 4). Afortunadamente, a partir de los años setenta del siglo
pasado, se recuperó una concepción más amplia, y más interesante, sobre el ámbito de la filosofía moral
incluyendo la evaluación crítica de los principios morales y su articulación en sistemas éticos. En el
ámbito de la filosofía jurídico-política esa recuperación tuvo su más brillante manifestación en 1971,
con la publicación de A Theory of Justice de John RAWLS.
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