En torno a la igualdad y a la desigualdad

AutorSantiago Sánchez González
Cargo del AutorProfesor Titular de Derecho Constitucional. UNED
Páginas15-28

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1. Introducción

La desigualdad es una condición humana natural. Los hombres, y las formaciones sociales creadas por los hombres, son desiguales y generan desigualdad. La desigualdad es una realidad atribuible a varios factores: los propios de la distinta condición física y mental; los impuestos por razón del lugar de nacimiento y del medio en que cada individuo crece y se desenvuelve; los que la misma sociedad considera factores diferenciadores, como el status, la formación, la belleza o la riqueza, etc. En efecto, aparte de las semejanzas que compartimos como miembros de un género común, que son tan numerosas que permiten formular leyes generales sobre nuestro comportamiento, las diferencias entre los hombres, y las desigualdades que producen, son evidentes: desde las derivadas de la genética hasta las impuestas por los condicionantes geopolíticos, los históricos y por los entornos culturales. Pero las desigualdades no son en sí nocivas. Es más, muchas de ellas son beneficiosas para la humanidad. La búsqueda de la igualdad es, por lo tanto, un afán que va contra la corriente natural, que no todos propugnan, y que supone una lucha contra la dinámica inmanente al funcionamiento de la sociedad humana.

De ahí que, la igualdad sea, para muchos, un ideal, una idea que sólo existe en el pensamiento, como un modelo o una meta, que implica una revolución del hombre contra el estado de cosas, por mas que se plantee a veces como si fuera una reivindicación moral. La búsqueda de la igualdad es, también, una vieja pretensión, cuyos orígenes en la órbita del mundo occidental, algunos sitúan en la época clásica y en el cristianismo. Pero el deseo vehemente de igualar es algo muy reciente, y

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puede decirse que se ha convertido en un desideratum muy extendido desde los comienzos de la época moderna.

Si adoptáramos la perspectiva de la conquista de la igualdad sin más, cabría dividir la historia escrita de la humanidad en tres etapas, según el enfoque religioso, jurídico o económico-social que se escoja: 1- Una primera, de afirmación, por parte de la filosofía moral y del cristianismo, de la igualdad de los hombres ante Dios -creados todos a su imagen y semejanza-; manifiesta, entre otras, en la Epístola de S. Pablo a los Gálatas: "Todos, no solamente nosotros, los judíos, sino también vosotros, los gentiles, sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús [...] Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre: ni hombre ni mujer, ya que todos sois uno en Cristo Jesús". La igualdad aquí sería una igualdad ante el Dios de los cristianos. 2- La segunda etapa, caracterizada por la reivindicación de la igualdad jurídica, ante la ley o el Derecho, cuyo punto de inflexión se encuentra en la Revolución Francesa de 1789, durante la cual se aprobó la Declaración de Derechos del hombre y del ciudadano, y en cuyo artículo 1 se dispuso: "los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos"1. Esta concepción suponía el final del distinto tratamiento de los individuos en función de sus condiciones personales o sociales. Nos encontramos aquí con la reivindicación de la igualdad de trato por las leyes. Y, 3- La tercera etapa, de igualación de las condiciones de existencia, a la que se ha denominado de igualdad material o sustancial. Durante esta fase, esa pretensión de alcanzar la igualdad social ha adquirido la forma de un afán nivelador, impulsado por la demagogia de gentes sin escrúpulos. Esta etapa se está traduciendo en países como España en un deseo vehemente de paridad, que tiende a reducirlo todo, cada vez más, a la uniformidad; resultado que, como es obvio, no puede obtenerse más que suprimiendo por la coacción o la fuerza toda distinción cualitativa en la medida de lo posible; y que, por implicación, no puede lograrse más que mediante la reducción de la cualidad a la cantidad, y de lo superior a lo inferior.2

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Nosotros, lo decimos desde el principio, somos partidarios de una igualdad respetuosa con la diversidad, que no transcienda más allá del ámbito jurídico. Hoy, desgraciadamente, estamos sufriendo la tiranía del igualitarismo que, como es sabido, reprime la libertad, tiende a despreciar el mérito, a rebajar la excelencia y el afán de perfección, y parece buscar una identidad imposible, mientras finge rendir tributo a la diversidad y a la pluralidad.

La verificación de ese estado de cosas plantea, para empezar, el interrogante básico, cual es el ¿de qué igualdad hablamos? ¿Queremos todos el mismo tipo de igualdad? ¿"Deseamos una igualdad que se adecue a la diversidad, o una igualdad que cree ver la desigualdad en cada diferencia y que considera a la igualdad como identidad y siente, por lo tanto, aversión a la variedad, a la autoafirmación y a la eminencia"?3 Pregunta que, en el ámbito del razonamiento lógico, pero no en el de la realidad de los hechos, debería contestarse antes de formularnos la siguiente, que no es sino la de ¿cómo lograr el tipo de igualdad que queremos?, o ¿cuál es el procedimiento adecuado para alcanzar la igualdad que deseamos? Todo ello partiendo de que el deseo de igualdad por muy generalizado que esté, no es compartido por todos, porque no todos consideran que la igualdad sin más sea un bien estimable o valioso en sí y por sí.

Esta última reflexión nos lleva necesariamente a preguntarnos sobre la conveniencia de incluir la igualdad en la norma fundacional de un sistema político como uno de los valores principales de su establecimiento. Es bien sabido que los regímenes políticos, es decir, las formas organizativas que las distintas sociedades adoptan para ordenar su existencia, se crean para responder a la necesidad conservar la vida y de convivir pacíficamente; o sea, para garantizar la paz en un contexto atravesado por innumerables conflictos. Más allá de la paz y del orden, la otra finalidad fundamental de cualquier asociación política voluntariamente constituida es asegurar un ámbito de libertad a todos los ciudadanos. Esto es particularmente cierto si el orden que se organiza es constitucional, porque cualquier Constitución merecedora de tal nombre es precisamente una ordenación del poder político, de la que la sociedad se dota, para garantizar la libertad. ¿Qué sentido tiene, pues, la inserción de la igualdad como objetivo del sistema político español y, sobre todo, qué explicación cabe dar a la constitucionalización de aquélla en la forma en que se hizo?

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2. La igualdad y la constitución española de 1978

Los constituyentes españoles de 1978, en un momento tan decisivo como la instauración de una nueva polis, decidieron incluir la igualdad en el texto de la Constitución, pero de manera un tanto sui generis, muy propia de hombres incapaces de actuar con la sabiduría del filósofo y la prudencia del político o del estadista.4

Así, en lugar de limitarse a reconocer la igualdad jurídica, es decir, el trato igual (isonomía), que la ley debería otorgar a todos los ciudadanos sin acepción personal ni social alguna, se confirió a la igualdad categoría axiológica, además de postularla como principio y sancionarla como derecho,5como si la utilización de enjundiosos epítetos tuviera la virtud de multiplicar la eficacia de los preceptos que aluden a ella. La Constitución española es, en este sentido, única. Y no lo decimos en términos elogiosos, ya que ese triple reconocimiento no ha dejado de plantear problemas interpretativos y aplicativos desde el momento mismo de su promulgación.

La Constitución española distingue, según la doctrina autorizada, entre tres acepciones de la igualdad, que cabe clasificar según la amplitud del campo semántico respectivo, situando en primer lugar la caracterización de la igualdad como valor; en segundo término, su consideración como principio; y, por último, su categorización jurídica. Procedamos ahora a estudiar cada uno de ellos.

2.1. La igualdad como valor

Para abordar el análisis de la igualdad como valor es menester realizar una serie de matizaciones previas relativas al concepto de valor. Porque no podemos dar por sentado un entendimiento común del significado del término valor más allá de su consideración como una "cualidad que poseen ciertas realidades, consideradas bienes"6Y si partimos de esa base, tenemos que preguntarnos enseguida si la igualdad es una realidad o, mas bien, un objeto ideal, un concepto, un deseo. Porque es obvio que no nos encontramos ante una realidad física, ante una cosa; ni tampoco, siquiera, ante un fenómeno psíquico-espiritual. ¿Cómo podemos entonces atribuir la condición de valor a algo que no tiene existencia real? Los valores en la medida en que son cualidades, son predicables de objetos, pero si el objeto carece de existencia real, aquellos no pasan de tener una realidad virtual.7Por otra parte, la igualdad no es objetivamente un bien; no es algo estimable de por sí; al

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menos no lo es según la opinión de todos; ni, pensándolo con mayor detenimiento, para todos. Por lo tanto, la calificación de la igualdad como valor adolece como tal proposición de una falta de determinación total; no podemos, efecto, establecer cuales son sus caracteres genéricos y diferenciales.

A la indefinición implícita en la consideración de la igualdad como un valor, se suman: a) el inconveniente derivado de su inserción pura y simple en una disposición legal del carácter y de la importancia de nuestra Constitución; y b) el hecho añadido de su proclamación junto a otros supuestos valores, cuyo logro puede entrar en contradicción manifiesta con la supuesta igualdad.

En efecto, la constitucionalización de la igualdad como valor...

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