Reflexiones y propuestas para la modernización del lenguaje jurídico-administrativo castellano

AutorJesús Prieto de Pedro/Gonzalo Abril Curto
CargoProfessor de Dret administratiu de la UNED - Professor de Teoría de la Informado de la Uníversitat Complutense de Madrid
Páginas7-31

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Nota introductoria

Este trabajo reproduce, con las imprescindibles correcciones, la ponencia que sus autores presentaron en la sesión final del II Seminario sobre Administración y Lenguaje, realizado bajo los auspicios del inap durante la primavera de 1987. Agradecemos, pues, a dicho organismo y más particularmente al director del Centro de Estudios y Documentación, Jesús Moreno Sanz, su autorización para publicar nuestras reflexiones.

Como es lógico, el artículo contiene numerosas referencias a las intervenciones que precedieron a la nuestra. Bueno será, por tanto, que el lector conozca de antemano los nombres de los autores y los títulos de los trabajos que conformaron el programa del Seminario:

- Caries Duarte: «La modernización del lenguaje jurídico y administrativo».

- Fernando Sáins Moreno: «Lenguaje, derecho y democracia» y «El marco jurídico del lenguaje de la Administración».

- Manuel Ruiz César: «Las Secretarías Generales Técnicas, productoras de documentos y creadoras de lenguaje administrativo».

- Manuel Martínez Bargueño y Emilio Muñiz: «Análisis del lenguaje administrativo en los formularios».

- Christian Serradji: «El sistema metaf: presentación y principios generales» y «Aplicación práctica dd sistema metaf».

- Francisco Javier Salas: «La renovación del lenguaje jurisdiccional en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional».

- Enrique Sánchez Blanco: «Análisis del lenguaje tributario».

- Pedro Maestre: «La incidencia de la informática en el lenguaje administrativo».

- Gregorio Salvador: «La protección del español y el lenguaje jurídico-administrativo».

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I El lenguaje y la racionalización democrática de la Administración

La elección de los conceptos «Administración y Lenguaje» como objeto de reflexión puede justificarse desde muy diversas preocupaciones: jurídica, filológica, literaria, sociológica, sociolingüística... Sin embargo, en el Seminario organizado por el inap y que hoy cierra esta ponencia, las perspectivas se han ido centrando en relación a dos intereses racionalizadores: uno democrático y otro cultural.

El primero de ellos tiene varios ámbitos de proyección:

Se puede hablar, en primer término, de una racionalidad instrumental, relativa a la disposición de medios para una Administración eficaz, que nos sitúa ante la exigencia de un lenguaje administrativo claro, conciso, adecuado a los procedimientos técnicos y organizativos de una gestión burocrática moderna, económica y eficiente.

Pero el uso del lenguaje por la Administración responde también a un segundo nivel de racionalidad: la racionalidad jurídica. Y es que el conjunto de la actividad administrativa se inscribe en un entramado de reglas jurídicas que rigen tanto los procedimientos cuanto los medios de acción y el control de aquella actividad. La Administración, en una medida muy importante, cumple sus fines a través de actos administrativos y de disposiciones de carácter general que no son sino variedades institucionalizadas de actos de lenguaje. En este contexto, la calidad jurídica del lenguaje administrativo (que atañe fundamentalmente a su precisión léxica y a su estructura lógica) es, pues, un problema de primer orden.

A un nivel más general, el lenguaje de la Administración remite también a una exigencia de racionalidad comunicativa, o de diálogo racional, que encuentra su fundamentación última en los supuestos más profundos y constitutivos de la democracia moderna. Obviamente, esta exigencia es contraria a una concepción exclusivamente instrumental del lenguaje (según la cual éste constituye una mera herramienta, o un reflejo de las prácticas sociales) y se presenta asimismo deudora de una concepción institucional. En otras palabras: sin perjuicio de que los enunciados jurídico-administrativos sean resultado y expresión de las relaciones entre el poder público y la sociedad, el lenguaje jurídico-administrativo es una tnetainstitución que a la vez fundamenta y genera la realidad de esas relaciones. Veámoslo con un ejemplo: una teoría ingenua del lenguaje administrativo explicaría que Jas fórmulas humillantes del tipo de «suplico» o «es gracia que espera obtener de v. i.» reflejan o representan un orden administrativo autoritario preexistente, en el que se interpela al administrado como «subdito» antes que como «ciudadano». Aun sin dejar de reconocer una parte de verdad en esta concepción, hemos de añadir que ese mismo orden administrativo está constituido, también, por el empleo de aquellos enunciados autoritarios.

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Es decir, los enunciados lingüísticos forman parte, constitutivamente, del entramado racional-normativo de la Administración y no son, en consecuencia, sólo un mero «reflejo» de su estructura, autoritaria o democrática. Pues la relación democrática entre la Administración y los ciudadanos no preexiste como algo definitivamente consolidado en el mundo ideal de los grandes principios ni en el de las normas que los formulan y desarrollan, sino que se actualiza y adquiere vigencia real en las relaciones interlocutivas entre los ciudadanos y el poder público.

Todo ello nos lleva a la idea de que una definición rigurosa del ejercicio democrático del poder no puede ignorar el principio de actualización del diálogo en todos y cada uno de los actos lingüísticos de la Administración y de los restantes poderes públicos. Principio que, en otros términos, equivale al de inteligibilidad defendido por F. Sáinz Moreno en el Seminario, y del que se derivan las exigencias de convencimiento y aceptación social que este profesor también reclamaba para las leyes y sentencias.

Esta racionalidad comunicativa es la que impone, en fin, la supresión tanto de expresiones inapropiadas como de expresiones impropias en el lenguaje de la Administración:

  1. De expresiones inapropiadas: es decir, humillantes, discriminatorias, contrarias a una relación de servicio democráticamente articulada.

  2. De expresiones impropias: es decir, gramaticalmente incorrectas, no idiomáticas. ¿Por qué la racionalidad democrático-comunicativa atañe también a este orden de cuestiones, de apariencia puramente convencional? Pues porque la salvaguardia de la salud idiomática del lenguaje administrativo es un medio importante de reforzamiento de la «koiné» lingüística y de la identidad cultural, trama sobre la que se urde la socialidad básica y la sociedad política. Reforzamiento que, lejos de ser incompatible con la creciente interculturalidad del mundo contemporáneo, es una condición de su posibilidad.

Hemos entrado ya, pues, en el segundo interés, racional-cultural, al que nos referíamos al principio. La exigencia de calidad en el uso de la lengua ba de verse, en efecto, como una consecuencia racional del Estado de Cultura, que no puede tolerar que sus manifestaciones lingüísticas se produzcan en detrimento de la riqueza cultural y de la conciencia de identidad colectiva sedimentadas en el idioma. Si en un Estado de Cultura la Administración asume firmemente a través de ciertas instituciones (Real Academia de la Lengua, Universidades, Institutos de Investigación, etc.) la protección, enriquecimiento y difusión de la lengua y la cultura, sólo disociándose esquizofrénicamente de tal vocación puede permitirse actuar como un foco de deterioro del idioma en el uso que sus funcionarios hacen del lenguaje administrativo al gestionar los demás servicios que forman parte de ella.

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II Diagnóstico del estado actual del lenguaje jurídico-administrativo castellano
1. El contexto normativo

Nuestro ordenamiento común contiene varias disposiciones, más de las que en principio cabría suponer, en pro de la racionalización del lenguaje jurídico y administrativo. Así, las precisas reglas sobre la morfología de las sentencias de las Leyes de Enjuiciamiento Civil (artículo 372) y Criminal (artículo 142) a las que se suma la regulación, con igual objeto, de la reciente Ley Orgánica del Poder Judicial (artículo 248). Pero es en la propia legislación administrativa -en la Ley de Procedimiento Administrativo- donde se manifiesta de forma más viva y amplia aquella voluntad. De hecho, los artículos 29 y ss. de esta ley se refieren expresamente a la «normalización y racionalización» de la actuación administrativa, y desde una perspectiva más netamente lingüística otros preceptos de la ley (así, los artículos 67.1 y 86.1, relativos a las instancias y a los informes, respectivamente) enuncian incidentalmente cualidades a las que se ha de ajustar el uso del lenguaje administrativo por los administrados y por la Administración.

También es pertinente mencionar otras disposiciones que pertenecen al mismo grupo normativo: la Orden de 31 de diciembre de 1958 en la que se regulan algunas facultades de los Jefes de Sección en relación con el procedimiento administrativo (en particular en su artículo 6); la Orden de 10 de enero de 1981 por la que se establecen determinados requisitos formales de las resoluciones administrativas; el artículo 4 del Real Decreto Ley 1/1986, de 14 de marzo, de medidas urgentes administrativas, financieras, fiscales y laborales; y de forma especial, por ser el texto que recoge un programa más completo de reglas de redacción y estilo administrativo, la Orden de 7 de julio de 1986 por la que se regula la confección de material impreso y se establece la obligatoriedad de consignar determinados datos en las comunicaciones y escritos administrativos.

Sin embargo, causa sorpresa advertir que este amplio conjunto de disposiciones no haya estimulado la normalización del lenguaje administrativo por encima de los bajos niveles de calidad que se han constatado en el Seminario, y de los que trataremos en seguida. Es indudable -y así se ha observado en sesiones anteriores- que resulta problemática la «juridificacíon» de las reglas del lenguaje con las que se ha de escribir el derecho. Al margen de los recelos que estas actuaciones normativas despiertan entre quienes ven en dicha juridificacíón un proyecto contra natura (pues la lengua y las variedades en que se diversifica son, dicen, prácticas sociales esencialmente libres a las que repugna toda preceptividad jurídica), entre quienes las aceptan también se reconocen dificultades. Pues si bien algunas de

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esas reglas prenden fácilmente en los hábitos de la escritura jurídica (cuando tienen un carácter técnico inmediatamente verificable, como ocurre en la «fórmula de la sentencia» del artículo-372 de la Ley de Enjuiciamiento Civil) y suelen aparecer, en efecto, acompañadas de sanciones jurídicas concretas,1 existen otras (aquéllas que suministran criterios de valor, como las exigencias de un lenguaje presidido por las reglas de claridad, concisión y cortesía contenidas en la om de 7 de julio de 1986) de eficacia difícilmente exigible en vía jurídica, salvo en los supuestos más burdos de mala expresión ya tipificados y prohibidos explícitamente en otras disposiciones del ordenamiento: cuando, por ejemplo, de la oscuridad de un escrito pudiere derivarse indefensión, falta de motivación, incongruencia, contenido imposible del acto administrativo, etc.

No se puede negar que la Ley de Procedimiento Administrativo -núcleo del conjunto normativo mencionado- aportó, aun cuando su plena germinación se viese frustrada, una semilla modernizadora del lenguaje jurídico-administrativo. Poco después de su promulgación florecieron la mayor parte de los escasos trabajos presididos por esta preocupación (los de González Navarro, Blanco Telia, Casáis Mareen); la misma que impulsó en 1960, y por iniciativa del entonces denominado Centro de Formación y Perfeccionamiento de Funcionarios, la publicación de un libro de formularios administrativos,2 muy meritorio por su intento de plasmar un lenguaje administrativo claro, conciso y de talante democrático.

Pero esa incipiente inquietud sufre un eclipse durante los años sesenta, y no vuelven a reaparecer signos de resurgimiento hasta estos últimos años. En efecto, en 1980 ve la luz un importante trabajo de investigación: «Introducción al estudio del lenguaje administrativo», de Luciana Calvo Ramos, y la literatura administrativa da muestras de interesarse nuevamente por el problema.3 En 1986 se publica la antedicha Orden Ministerial de 7 de julio, y surgen asimismo iniciativas públicas que suponen avances muy significativos, como la reciente inclusión de un temario sobre «Administración y Lenguaje» en el curso de formación de los funcionarios del cuerpo general de gestión, impartido por la Escuela de Formación Administrativa del inap, y la organización por el Centro de Estudios y Documentación, perte-

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neciente al mismo organismo público, de un primer Seminario y de este segundo que ahora finaliza en torno a la misma materia.

La explicación de esta débil e indecisa trayectoria hacia la modernización del lenguaje administrativo casteliano necesitaría de una profunda reflexión. Pero no se pueden dejar de señalar tres razones intuidas más que constatadas: la escasa vertebración de la defensa de los intereses ciudadanos en la sociedad española (lo que no niega que los administrados sientan individualmente un profundo malestar frente a un lenguaje administrativo distante y que entienden mal); las condiciones no democráticas del régimen político precedente, que no toleraba reivindicaciones ciudadanas (ni entre ellas eran prioritarias las exigencias de esta naturaleza); y la débil conciencia, en ese mismo contexto, de una identidad cultural colectiva.

Al transformarse estas circunstancias comienzan a aflorar los signos mo-dernizadores a los que nos hemos referido. La consagración constitucional de los principios democrático (artículo 1, CE), le seguridad jurídica (artículo 9) y de servicio y eficacia en el funcionamiento de las Administraciones Públicas (artículo 103), no sólo justifica sino que exige esos objetivos racionalizadores. Y la valoración que la misma Lex Suprema hace de las culturas y de todas las lenguas españolas (Preámbulo y artículo 3), y por ende del castellano, demanda la protección del patrimonio cultural depositado en esta lengua, también en su modalidad jurídica.

Hasta el momento actual son precisamente las Administraciones de las Comunidades Autónomas con una segunda lengua oficial las que, apoyándose en este marco constitucional y en las virtualidades racionalizadoras de la legislación de procedimiento administrativo, han emprendido una acción modernizadora más vigorosa de sus lenguajes administrativos. En el caso catalán, junto a esta intervención, destaca una ya abundante producción bibliográfica y sobre todo la publicación por parte de la Escola d'Administrado pública de Catalunya de la Revista de Llengüa i Dret, la única del Estado español especializada en el tema que nos ocupa.

Aún es prematuro cualquier vaticinio sobre el futuro de los signos mo-dernizadores que encontrábamos en relación con el lenguaje jurídico castellano. Sin embargo, no podemos dejar de observar que en un número importante de Estados democráticos la lucha por la simplificación y la corrección del lenguaje jurídico ha constituido durante el último decenio un objetivo prioritario, y que para este fin se han adoptado planes de gran envergadura (recordemos, especialmente, el caso del llamado Plain Englhh en Estados Unidos e Inglaterra). Aunque tampoco se debe olvidar, como dato diferencial respecto al contexto español, que estos procesos se están produciendo en el marco de una movilización social encabezada por organizaciones ciudadanas que actúan en defensa de los intereses de los consumidores y administrados (así, el National Consumer Council, la asociación Clarity y el Plain English Movement, en Inglaterra, la Asociación para el Buen Uso del Francés en la Administración, en Francia...).

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2. Otros factores que configuran el contexto actual del lenguaje jurídico-administrativo

Hoy el uso del lenguaje jurídico-administrativo está sometido a condiciones históricas nuevas que en muchos casos afectan a la arquitectura total de las prácticas administrativas. Sin pretensiones de exhaustividad señalaremos los siguientes factores:

A) La creciente magnitud y complejidad de la actividad administrativa, que se sigue de la consabida expansión de la Administración contemporánea. En la medida en que los poderes públicos multiplican su presencia en cada vez más ámbitos de la vida social, acrece también el número y la diversidad de los textos administrativos. Esta copiosa producción lingüística (de normas, actos, documentos informativos, mensajes publicitarios, etc.) ha de repercutir inevitablemente en los usos del lenguaje común y en las pautas normativas del idioma. Pero también tiene consecuencias para la configuración de la imagen pública de la Administración y de los poderes del Estado, y para las expectativas ciudadanas ante la relación administrativa.

Por lo que se refiere a la vida interna de la propia Administración, tal como señaló Ch. Serradji, aquel proceso acarrea la «multiplicación de los interlocutores del diálogo jurídico», por efecto de la yuxtaposición de las Administraciones Públicas y de la inflación de órganos consultivos. Y en el plano económico ocasiona también un desmesurado incremento de los costes de la documentación.

B) La intertextualidad del lenguaje jurídico-administrativo. Como un factor vinculado al anterior, se presenta el hecho de que el lenguaje administrativo se va conformando cada vez más como un «multilenguaje», es decir, como un lenguaje que se vale del léxico y de las fórmulas expresivas de otras lenguas técnicas, las de las diversas áreas en las que la Administración interviene. Las disposiciones administrativas han llegado a convertirse en nuestros días, por decirlo con fácil metáfora, en una «esponja» que absorbe y filtra las taxonomías, nomenclaturas y procedimientos descriptivos de los más variados lenguajes técniccncientíficos. Basta con hojear cualquier número del BOE para comprobarlo. Junto al aumento de la intervención administrativa en la vida social contemporánea, hay otras muchas razones que explican este fenómeno; no se debe menospreciar entre ellas el hecho de que los lenguajes técnico-científicos, supuestamente depositarios de una «neutralidad valorativa» socialmente ratificada, cuentan con un prestigio del que se han visto despojados los discursos práctico-normativos (como el discurso político, el jurídico, etc.).

De esta inclinación hacia los criterios técnicos y «operativos» en detrimento de los propiamente jurídicos se sigue ún cierto trastorno de las

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estructuras administrativas, apuntado también por Serradji: la invasión de palabras, rutinas y modas del «pensamiento técnico» ocasiona la restricción expresiva del propio lenguaje jurídico-administrativo, que tiende así a convertirse en una jerga técnica junto a las otras; en Francia se extiende últimamente una cierta sensación de obsolescencia del lenguaje jurídico por causa de esta presión de las modas, y también por la premura con la que los poderes públicos han de emitir un volumen desmesurado de textos.

C) La introducción masiva de las técnicas informáticas en todos los procesos de manejo de la información y en las prácticas de gestión pública y privada está ocasionando efectos económicos, culturales y psicológicos cuya importancia es ya difícil subestimar. Y es sumamente fácil advertir que, sin embargo, nos hallarnos apenas en la fase inicial de un proceso irreversible de informatización.

P. Maestre analizó las características más sobresalientes del lenguaje informático y las secuelas lingüísticas inmediatas de su aplicación a la gestión administrativa.

El horizonte aparece cargado de nubarrones: el lenguaje informático es mudable e impreciso, como corresponde a una técnica que se halla en el momento eufórico de su desarrollo; es también enteramente deudor del inglés, del que ha tomado sus abundantísimas siglas y sus reglas sintácticas; las siglas informáticas integran ya un abigarrado vocabulario operativo difícilmente castellanizable; a diferencia de los lenguajes técnicos tradicionales, el informático se difunde tanto en forma oral como escrita y por los más variados ámbitos sociales, arrastrando consigo sus imprecisiones y barba-rismos (podría suponerse que por su carácter sintético y operativo este vocabulario no resulta aplicable a los contextos administrativos, caracterizados generalmente por el formalismo y la- solemnidad, y sin embargo es ya un hecho la pintoresca coexistencia de ambos lenguajes en muchos escritos administrativos); en el área de la gestión administrativa informatizada, numerosas denominaciones (de cuerpos de la administración, de dispositivos técnicos, de operaciones de gestión) se han sustituido ya por las correspondientes siglas informáticas, mientras los gestores más esnobistas se aventuran a emplear un novísimo «mester de clerecía» con más sabor que saber informático...

La difusión incontrolada de esta «teratología lingüística» (como la calificó C. Fernández-Carnicero) puede conducir a una disparatada perversión del lenguaje administrativo. Es urgente, por ello, que se examinen posibles acciones correctoras a corto y a largo plazo: se requieren criterios orientadores, hasta ahora escasos, de la Real Academia de la Lengua, particularmente por lo que se refiere a la castellanizacíón del léxico más usual. Hacen falta también iniciativas para la castellanización de las siglas. Se precisa, sobre todo, acotar el uso del lenguaje informático exclusivamente a la gestión informatizada, evitando en lo posible la difusión de su jerga im-

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propia y barbarizante a través de todo el entramado lingüístico de la Administración.

D) Como las demás áreas de actividad, pública o privada, en la sociedad postindustrial, la administrativa no permanece tampoco indiferente a la expansión de los medios de comunicación y a la hegemonía de la «cultura de masas». La Administración se ve compelida a adaptar sus mensajes e incluso sus organigramas según los requerimientos del nuevo espacio público y de los estándares comunicativos dominantes.

Así, el área de las relaciones público-institucionales de los órganos administrativos tiende a ensancharse, y la Administración acepta los modelos, modales y soportes de la publicidad comercial o de medios irónicos como la historieta (E. Sánchez Blanco nos mostró un ejemplo de esta última clase: un «cómic» editado por el Ministerio de Economía y Hacienda) en sus relaciones informativo-persuasivas con los ciudadanos. Ya no es, por ejemplo, sorprendente que la Hacienda Pública «venda» la obligación tributaria mediante criterios y procedimientos comunicativos procedentes del mundo mercadotécnico. Y en ocasiones, como se señaló durante los debates respecto a las campañas que preceden a la declaración del irpf, mediante estrategias publicitarias de presumible eficacia recaudatoria pero de muy dudoso valor dialógico.

Por otra parte, el lenguaje administrativo recibe también la influencia de los usos del lenguaje periodístico, tanto en lo que se refiere a sus audaces pretensiones de simplificación como en lo que atañe a sus muy frecuentes desatinos léxicos y gramaticales.

E) El incremento de las relaciones internacionales e interlingüísticas en el ámbito administrativo y en la esfera sociocultural: la incorporación a organismos supranacionales, y particularmente a la cee, provoca el incremento de las interacciones lingüísticas de la Administración Pública, en virtud del cual el lenguaje jurídico-admínistrativo se somete a la influencia explícita de otras lenguas.

En el contexto interno del propio Estado, las Administraciones autónomas de las nacionalidades históricas tratan de hacer frente a los problemas derivados del bilingüismo y de establecer políticas de protección de la lengua vernácula y de modernización y normalización de sus lenguajes administrativos. Como cabía inferir de la exposición de C. Duarte, la experiencia del bilingüismo ha estimulado de modo particularmente positivo la sensibilidad de esas Administraciones respecto a la calidad del lenguaje administrativo en general. A nuestro parecer, las experiencias normalizadoras que lleva a cabo la Administración catalana, así como su marco jurídico y sus resultados, debieran ser objeto de atención en cualquier acción de mejora del lenguaje jurídico-administrativo castellano por parte de la Administración central.

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3. Valoración del lenguaje jurídico-administrativo en sus textos típicos
3.1. El lenguaje oral

No fue objeto del Seminario el análisis pormenorizado del lenguaje oral en la Administración, que presumiblemente tiene un gran peso en la comunicación «no jurídica» entre aquélla y los administrados a través de las relaciones de ventanilla. No obstante, se llamó la atención sobre la carencia de pruebas específicamente dirigidas a evaluar la capacidad de expresión oral de los funcionarios en sus programas de selección y formación, así como en la provisión de puestos de trabajo «de frontera». La ventanilla es más bien un destino incómodo, reservado en todo caso a los servidores públicos pertenecientes a los cuerpos de rango inferior (por el contrario la redacción de textos escritos es, en general, competencia de los funcionarios de los cuerpos superiores, según un antiquísimo modelo de jerarquización y división del trabajo lingüístico), y se olvida la especial competencia de dominio de la expresión oral y de las pautas sociodiscursivas que exige el buen desempeño de esa tarea.

El escrito es indudablemente el instrumento privilegiado de la expresión administrativa, debido a las garantías insustituibles que este medio ofrece, y así lo reconoce la Ley de Procedimiento Administrativo en su artículo 41 («Los actos administrativos se producirán o consignarán por escrito cuando su naturaleza o circunstancia no permita otra forma más adecuada de expresión y constancia»). Pero en modo alguno ello puede justificar la desatención administrativa del uso lingüístico oral, aunque sólo sea por el efecto psicológico que, respecto a la percepción de la «imagen» de los organismos públicos, provoca en los ciudadanos una mala experiencia de ventanilla.

3.2. El lenguaje legal y de los escritos administrativos

A lo largo de las sesiones del Seminario fueron constante objeto de atención las manifestaciones escritas del lenguaje administrativo llamadas de forma inmediata a producir efectos jurídicos, a saber, las normas y los actos administrativos.

Existen diferencias significativas entre estos dos tipos de textos, elaborados por distintos sujetos redactores, por medio de procedimientos redaccio-nales diversos, y dirigidos a destinatarios también diferentes (generales en las normas, singulares en las resoluciones administrativas). Existen, pues, rasgos morfosintácticos y estilísticos propios de cada clase de textos. Pero esta diversidad encuentra un límite en la relación de jerarquía normativa que contextualiza ambas categorías de escritos y que se traduce inevitablemente en jerarquía lingüística: el lenguaje de las leyes administrativas im-

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pregna el de los reglamentos, y ambos, a su vez, el de las resoluciones administrativas. De lo que se siguen varias consecuencias:

  1. a) Se ha de desechar la idea de que el lenguaje escrito de la Administración tiene su única fuente de responsabilidad en las autoridades administrativas, ya que es generado también por el legislativo.

  2. a) En consecuencia, y en virtud del principio de legalidad, toda acción de mejora del uso del lenguaje en las resoluciones administrativas está condicionada a la mejora de la redacción de normas.

  3. a) Se ha de cuidar especialmente la redacción de las leyes, puesto que, en virtud del principio de jerarquía normativa, éstas troquelan de forma importante el lenguaje de los reglamentos que las desarrollan. La redacción oscura o gramaticalmente incorrecta de la ley suele provocar un «efecto dominó» a través de toda la cadena normativa hasta alcanzar a las mismas resoluciones administrativas.

  4. a) Debido al ingente volumen de disposiciones que integran el ordenamiento jurídico administrativo -lo que hace quimérica la aspiración a cotas elevadas de calidad y de claridad en todas ellas- se ha de actuar selectivamente sobre aquellos subcon-juntos menos contingentes y que afectan de forma más frecuente y generalizada a los ciudadanos (legislación de procedimiento administrativo, de expropiación forzosa, algunas leyes fiscales, etc.).

Durante las sesiones del Seminario se valoró generalmente de forma muy poco favorable la calidad lingüística y comunicativa del lenguaje jurídico-administrativo castellano de los últimos años, no sólo por su excesivo tecnicismo jurídico y por su inclinación a asimilar sin reservas otros lenguajes técnicos, sino también por su frecuente falta de claridad y de lógica interna y por las abundantes transgresiones de las normas gramaticales y de los principios comunicativos en que suele incurrir. Las disposiciones suelen carecer de indicadores suficientes (como un título claro, breve y descriptivo), de referencias precisas a otras normas y, en su caso, a las disposiciones modificadas y a las correspondientes fechas de su publicación en el boe...

Un ejemplo paradigmático puede hallarse en el lenguaje tributario. Al margen de su innegable especificidad, determinada por la abundante presencia de términos económicos y contables, se presenta saturado de fórmulas ambiguas y oscuras, de conceptos jurídicos indeterminados y de una plétora de tecnicismos no siempre justificable. Frecuentemente sus términos parecen inestables, bien por el hecho de que su significado cambia a

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lo largo de la norma, bien porque se altera de una norma a otra. Las constantes reformas a que están sujetas las normas fiscales, su misma dispersión a lo largo y ancho del ordenamiento, agravan esta falta de estabilidad y de univocidad del léxico tributario. En fin, de todos estos defectos resultan consecuencias tanto más graves cuanto más amplio es el número de ciudadanos afectados por la norma fiscal (y no debe olvidarse que algunas, como la relativa al irpf, conciernen a millones de ellos).

Son muchos los factores que intervienen en la inteligibilidad del lenguaje jurídico. La exposición de M. Ruiz Cézar nos permitió analizar uno de los más sobresalientes, a saber, la «redacción multitudinaria» de las normas. Nos permitió valorar también la importancia de los Preámbulos y Exposiciones de Motivos, bastante descuidados en el momento actual: algunas veces, en efecto, ni siquiera se publican; otras no son coherentes con su contenido, pues aparecen sin el necesario ajuste a las modificaciones que ha sufrido la norma en el curso del debate; en otras ocasiones prima en ellos un lenguaje hueco, incluso con discutibles pretensiones líricas. Y sin embargo hay que subrayar el valor virtual de las Exposiciones de Motivos para la comprensión e interpretación de la norma cuando responde a criterios de calidad técnica y lingüística, como puede verificarse en muchos ejemplos, sobre todo del siglo pasado {recordemos uno de ellos: la Exposición de Motivos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 14 de septiembre de 1882).

Así pues, cabe proponer algunos criterios prácticos sobre la redacción de los Preámbulos y Exposiciones de Motivos:

1) La conveniencia de que obligatoriamente todas las normas incluyan estos textos explicativos.

2) Su reconocimiento y configuración como textos complejos que han de servir, en sus diferentes partes, a varias finalidades:

  1. Encuadrar la norma nueva en el ordenamiento, refiriendo con criterios de orden (jerárquica y cronológicamente) las disposiciones que habilitan y justifican su producción.

  2. Justificar la necesidad de la norma, explicando a qué sector ordi-namental afecta y cómo lo hace.

  3. Sintetizar o resumir interpretativamente en lenguaje sencillo, eludiendo en lo posible los tecnicismos, aquellas normas que afectan a un gran número de ciudadanos. Con viene recordar que en EEUU las leyes han de incorporar una memoria explicativa en «plain english» (inglés llano) dirigida a los administrados.

Cada una de estas funciones remite a un implícito nivel de diálogo: a) al diálogo con los operadores jurídicos; b) al diálogo institucional; y c) al diálogo con los ciudadanos.

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Ya en el orden de las propuestas prácticas, C. Duarte, Ch. Serradji y otros participantes en el Seminario expusieron diversas recomendaciones relativas a la redacción y a las reglas de estilo de las normas, entre las que, sin pretensiones de exhaustividad, cabe señalar las siguientes:

Respecto a la redacción de un texto jurídico-normativo, Serradji enumeró las principales reglas del método metaf: 1.a) El texto ha de iniciarse con una justificación, ya se trate de una exposición de motivos, en el caso de las leyes, ya de un informe de presentación, en los decretos. 2.a) El texto ha de venir encabe2ado por un título breve y descriptivo si se trata de un proyecto de ley o de un decreto. 3.a) Ha de hacerse una exposición completa y ordenada de los «visas» («vistos») en los que se exponen los fundamentos jurídicos, las disposiciones legislativas y reglamentarias que se aplican y desarrollan, etc. 4.a) Se han de seguir determinados criterios respecto al contenido de los artículos: correspondencia de cada uno de ellos con un principio, una regla nueva o una excepción, subdivisión del artículo en unidades redaccionales menores («alinea»), etc.

Por lo que se refiere a la, así denominada en Francia, nota administrativa, el método metaf exige que su redactor tome en cuenta tres tipos de consideraciones: a) relativas al entorno jurídico, administrativo, financiero, etc., del asunto; b) el proceso analítico que examina el porqué, sobre qué, para quién, etc., de la nota; c) su estructura conceptual, que ha de contener un balance, una crítica y una proposición (puede observarse que el metaf, más que una guía de estilo, es un método de organización de las ideas que presenta al redactor una exigencia de proceder racional, invocando su sentido del rigor y su claridad analítica).

El profesor francés dio cuenta asimismo de varias normas estilísticas que son celosamente controladas por el Consejo de Estado y por la Secretaría General del Gobierno francés: se prohibe, salvo en materia penal, el futuro prescriptivo; también el uso de las mayúsculas honoríficas excepto en la denominación de las más altas instituciones del Estado; no se admiten tampoco las abreviaturas, las siglas, los paréntesis ni las notas a pie de página.

Durante el debate de esta misma ponencia varios participantes denunciaron el abuso de las mayúsculas en la actual redacción administrativa española. Se trata de un caso particular dentro de la general demasía de formas honoríficas en la presente escritura oficial, que cada vez escatima menos la asignación de los consabidos «limos.» y «Excmos.» a diestro y siniestro. Asistimos acaso, con ello, a una expresión de la crisis terminal del lenguaje carismático, en la que los redactores optan por la «socialización» de los signos mayestáticos -a todas luces grotesca- antes que por su definitivo desahucio.

Más polémica resultó, en la misma sesión del Seminario, la cuestión del uso de abreviaturas y siglas, admitido por la orden de 7 de julio de

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1986 con una sola reserva: que sea estipulado su significado la primera vez que alguna de tales expresiones aparece en el texto. Hay buenos motivos, sobre todo de orden «económico», para defender el empleo de abreviaturas y siglas. No obstante, Serradji defendió el criterio francés de su completa proscripción invocando entre otras razones la de impeler a los funcionarios a la adopción de denominaciones breves y precisas sin perjudicar la integridad de la lengua, y la de prevenir la difusión «en cascada» de siglas y abreviaturas a través de los procesos de cita.

Caries Duarte hizo referencia, a su vez, a varios criterios estilísticos habítualmente recomendados en la redacción de normas:

- El uso de formas verbales activas mejor que el de pasivas.

- La preferencia por la primera persona («solicito») frente a la tercera.

- La eliminación de formas humillantes y sexistas.

- La redacción concisa, con frases cortas y claras.

- La evitación de las nominalizaciones.

- El uso preferente del presente en lugar del futuro prescriptivo.

El profesor G. Salvador denunció también la tendencia que se advierte en el actual lenguaje jurídico-administrativo a sustituir las denominaciones por definiciones y, en general, al abuso de las perífrasis; pues una denominación clara y precisa es siempre preferible a un rodeo perifrástico.

3.3. Los formularios

El formulario es una pieza decisiva en el desarrollo de la escritura de la Administración, como instrumento esencial de canalización de la relación Administración-administrados. Se podría decir que en el momento actual el formulario es una exigencia insoslayable para la relación administrativa de una Administración intervencionista en la sociedad de masas. Recordemos a título ilustrativo un par de datos que se facilitaron en el Seminario: 1 °) en 1986 la declaración de la renta exigió la edición de más de once millones de formularios; 2°) se estima que a cada administrado español le es forzoso cumplimentar anualmente al menos doce formularios.

A pesar de que el formulario es una pieza normalizadora de primer orden, hasta hace escasos años ha sido considerado como materia no merecedora de la reflexión y de la acción racionalizadora de las Administraciones occidentales. Pero en los últimos tiempos las cosas han cambiado radicalmente: ahí están los ejemplos del cerfa francés, como pionero de este proceso, pues fue creado en 1966; del Document Information Center de "Washington; y del Vorms Information Center de la Universidad de Reading, creado a partir de la presentación ante el parlamento británico, en 1982, del libro blanco Administrative Forms in Government. Como prueba de la importancia que ha ido adquiriendo esta tendencia hacia el desarrollo de

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organismos normalizadores recordemos que el cerfa, que ha revisado a lo largo de sus veinte años de historia más de 25.000 impresos, es un organismo adscrito directamente al Secretariado General del Gobierno francés, y que en caso de discrepancias sobre un formulario entre el cerfa y el servicio creador del mismo es preceptivo recurrir al arbitraje del Primer Ministro.

Según pusieron de manifiesto M. Martínez Bargueño y C. Duarte, la racionalización de los formularios no ha de restringirse sólo a los aspectos estrictamente lingüísticos, sino que ha de llevarse también al diseño y a la normalización de su soporte físico, una vez que haya quedado previamente asegurada la oportunidad de su edición. A este respecto pueden considerarse criterios válidos los siguientes:

  1. ) El diseño ha de buscar una imagen visual clara y sistemática, a través de una ordenada distribución de textos, recuadros y demás recursos gráficos, así como su fácil legibilidad.

  2. ) La normalización de los soportes físicos tiene por objeto el ajustados a los formatos idóneos para su archivo, mecanización y tratamiento informático. Recuérdese que existen normas y recomendaciones internacionales (iso) sobre este particular.

  3. ) La oportunidad del formulario ha de verse en un contexto de simplificación de los procedimientos, pues es muy frecuente que se editen impresos cuyas aplicaciones se superponen o duplican, e incluso algunos absolutamente innecesarios. Esto lo saben bien en Francia, en Inglaterra y en otros países, donde, tras el control de organismos como los mencionados, se han suprimido, por superfluos, millares de formularios.

  4. ) Es fundamental el atender a la exactitud, claridad y economía a la hora de confeccionar un formulario. Lo que a su vez exige contar con varios criterios:

  1. El empleo de un lenguaje sencillo y unívoco; el hecho de que en el formulario se sacrifique el tradicional estilo narrativo hace que a menudo el léxico se torne ambiguo y difícilmente inteligible. A partir de esta dificultad muchos ciudadanos se ven obligados a recurrir a un intermediario profesional o no (un «amigo», un «vecino») para la cumplimentación del formulario.

  2. Evitar la demanda de datos no relevantes para el procedimiento al que sirve el cuestionario, economía de información a la que no se avienen fácilmente muchos de sus creadores.

  3. La supresión de fórmulas discriminatorias (y por ende inexactas) como el uso del género masculino exclusivo, de la expresión «padre» o «cabeza de familia», etc., pues es harto frecuente que el

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    texto del cuestionario no se ajuste a los postulados constitucionales de igualdad.

  4. La claridad de las notas o explicaciones complementarias. Entre los resultados de la breve encuesta sobre tres formularios de uso general que realizó Martínez Bargueño para su contribución al Seminario, destacaba curiosamente el que los consultados valorasen con «aprobado» los enunciados básicos de los impresos que se sometieron a su consideración y sin embargo calificaran como «suspenso bajo» los textos o explicaciones que supuestamente servían de aclaración a aquéllos.

3.4. El lenguaje jurisdiccional

El lenguaje de las sentencias de la jurisdicción contencioso-administrativa también forma parte de nuestro objeto de interés, porque se trata de un metalenguaje que interpreta el lenguaje de las normas y de las resoluciones administrativas, dirigido en primer lugar a los sujetos que han sido parte en el proceso. Pero además, y en la medida en que las sentencias del Tribunal Supremo están asimismo llamadas a crear jurisprudencia, influye también implícitamente en la conformación de la escritura de los textos legales y de las resoluciones administrativas.

Aun a falta de una ponencia específica en el programa del Seminario, al hilo de la intervención del profesor Salas se entró en el análisis y se constató la desigual realidad de los usos de este lenguaje, cuya calidad comunicativa depende en último término de la competencia y del talante literario del redactor.

Hay dos hechos fundamentales que condicionan el lenguaje jurisdiccional: uno es la presión que ejerce el gran volumen de asuntos que han de resolver los Magistrados; otro, la fórmula misma de la sentencia, estructurada en Resultandos y Considerandos, que tiene como función el separar y ordenar lógicamente los fundamentos de hecho y los de derecho.

Esta fórmula ha contribuido a configurar un estilo característico de los órganos judiciales, pletórico de oraciones subordinadas en las que a su vez se incrustan otros enunciados secundarios; el resultado es una escritura de períodos sintácticos extensos, artificiosa, compleja y difícilmente inteligible.

No se dejó de notar que la nueva Ley Orgánica del Poder Judicial, en su artículo 243, introduce un factor de modernización al optar por la fórmula de «Antecedentes» y «Fundamentos de Derecho». Pero también se echó en falta en esta nueva regulación el criterio minucioso del legislador de la decimonónica Ley de Enjuiciamiento Civil.

Aun no formando parte del poder judicial resultaba inevitable, por razones obvias, examinar también el lenguaje del Tribunal Constitucional. El profesor Salas dio cuenta de la pretensión modernizadora del lenguaje jurí-

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dico que ha presidido la actuación de este alto órgano constitucional, cuya escritura aparece generalmente caracterizada por la corrección gramatical, el rigor léxico, el deseo de evitar la ambigüedad y una voluntad de razonabilidad que da lugar a textos muy extensos. Pruebas de ese ánimo renovador son también las fórmulas de la sentencia (Antecedentes y Fundamentos Jurídicos) así como las fórmulas de engarce (la del Fallo, por ejemplo), adoptadas por el Tribunal Constitucional de forma voluntaría.

Pero, aun reconociendo los saludables aires renovadores que el alto órgano ha traído al lenguaje jurídico, los asistentes al Seminario destacaron también algunas tachas:

1) El excesivo prurito de razonabilidad lleva al Tribunal Constitucional a extenderse en frecuentes «obiter dicta» que distraen innecesariamente la atención del lector.

2) El talante magistral y academicista, más propio del discurso cientí-figco que del razonamiento jurisdiccional, que impregna las sentencias.

3) No se diferencian adecuadamente los estilos de sentencias que intervienen en diálogos distintos: no debe olvidarse que las sentencias resolutorias de los recursos de amparo van dirigidas primeramente al ciudadano, y por ello su lenguaje habría de ser más sencillo y conciso que el de las sentencias de los otros recursos (de inconstitucionalidad, conflictos de competencias...), que actúan sobre todo en diálogos institucionales.

4) Ciertos tipos de «sentencias interpretativas», como aquellas en las que el fallo interpretativo reenvía al lector a los fundamentos de derecho, resultan oscuras desde el punto de vista estrictamente lingüístico.

Sin lugar a dudas, la modernización del lenguaje jurisdiccional constituye un capítulo pendiente y falto de la necesaria sensibilización de los Jueces y Magistrados, en cuyo impulso tiene importantes responsabilidades el Consejo General del Poder Judicial. No es una cuestión trivial, pues por más que su influencia sea indirecta, un lenguaje jurisdiccional de calidad puede ser el espejo en el que se miren las demás instituciones y sujetos que crean y usan el lenguaje administrativo.

4. Ejes polémicos del debate en torno a la modernización del lenguaje jurídico-administrativo

Queremos referirnos ahora a dos cuestiones que, sí bien no fueron objeto de un análisis pormenorizado -pues excedían a los objetos marcadamente pragmáticos del Seminario-, se mostraron empero como focos polémicos en las discusiones sobre la modernización del lenguaje jurídico-administrativo.

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4.1. El lenguaje jurídico-administrativo: ¿lengua especial o estilo?

Este dilema afloró esporádicamente en algunos momentos del debate. Fue suscitado de forma explícita cuando Ch, Serradji negó al lenguaje jurídico la consideración de lengua especial, incluso de estilo, diferente del lenguaje común.

Entendemos, sin embargo, que esta tesis, que responde a una bienintencionada actitud democratizadora del lenguaje jurídico-administrativo, no se ajusta a una cabal tipificación lingüística de nuestro objeto de estudio, pues se basa en una teoría implícita de la lengua, más que discutible, que la concibe como un artefacto uniforme y homogéneamente estructurado. A partir de las aportaciones de la sociolingüística sabemos que, por el contrario, la lengua y el habla se diversifican no sólo dialectalmente, sino también en variedades relativas a ámbitos socio-institucionales de uso y a tipos de relaciones interlocutivas más particulares.

El lenguaje jurídico-administrativo se caracteriza indudablemente por estos últimos factores de variación y atiende a fines técnicos y prácticos bien delimitados. Es, en sentido estructural, un lenguaje secundario o connotativo que se sirve del lenguaje ordinario como plano significante (de ahí que gran parte de las expresiones jurídicas vengan ya dotadas de un significado común antes de adquirir un sentido jurídico especial), pero que posee además propiedades semánticas extrañas al uso general del idioma. Más precisamente, y tal como lo caracteriza C. Duarte, el lenguaje jurídico-administrativo es una variedad lingüística funcional con un ámbito de uso (la Administración y las instituciones públicas) y una norma lingüística peculiar (cierta fraseología, cierto vocabulario, y una jerarquía específica de términos y significados). Variedad en la que se pueden aún diferenciar registros, según los contextos y funciones en los que actúa (distintos tipos de documentos y contenidos). Y que, como tecnolecto o lenguaje técnico de la actividad administrativa, aparece institucionalmente determinado por la relación de servicio, la oficialidad y el criterio de eficacia.

Así pues, el lenguaje jurídico-administrativo sirve a relaciones interlocutivas características: en los términos de su propia normatividad, sus emisores y destinatarios son órganos o personas dotados de una determinada competencia Iingüístico-jurídica (funcionarios, Jueces y Magistrados, Letrados, etc.). Y en un sentido socio-jurídico más amplio, como lenguaje de la Administración para con los administrados, su empleo viene caracterizado por la adopción de roles específicos e institucionalmente determinados: «declarante», «solicitante», etc.

Sin embargo, esta caracterización del lenguaje jurídico-administrativo como una variedad técnica con sus propios rasgos morfosintácticos, semánticos y pragmáticos, no está reñida con el reconocimiento de varios -y no de uno solo- estilos administrativos. Estilos en el sentido estético-literario: en el Seminario se consideró, por ejemplo, la elegancia de ciertas sentencias

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del Tribunal Constitucional; y podríamos juzgar del mismo modo la sobriedad, la expresividad o la galanura con las que también lucen a veces algunos textos administrativos. Estilos, además, en cuanto a niveles de formalidad: dentro de un marco genérico de impersonalidad caben empero diversos grados de frialdad o de distancia interlocutiva. Estilos, por fin, en el sentido de la discurshidad: podemos reconocer textos más o menos autoritarios, más o menos «polifónicos», más o menos academicistas, etc., dentro del conjunto de los textos jurídico-administratívos.

Así que el balance de esta cuestión puede resumirse en las siguientes conclusiones:

  1. a) La critica de las deficiencias del lenguaje jurídico-administrativo no tiene por qué involucrar la negación de su carácter de lengua técnica o especial.

  2. a) Gran parte de las mejoras que se suelen proponer para el uso de ese lenguaje tratan precisamente de afirmarlo como lengua técnica.

  3. a) El empleo del lenguaje jurídico-administrativo no impide la diversidad estilística, ni aun el «toque personal» del redactor.

  4. a) No todo texto de esta clase es inmediatamente comprensible para el conjunto de la comunidad lingüística, ni por razón de sus inevitables requerimientos técnicos y de su ámbito institucional puede serlo en cualquier caso.

  5. a) Es precisamente por razón de la naturaleza del destinatario y de la peculiar función comunicativa a la que sirven por lo que ciertos textos de la Administración, como los formularios, han de ser objeto de control estilístico y de inteligibilidad.

  6. a) En todo caso, los problemas comunicativos del lenguaje jurídico-administrativo no dimanan tanto de su naturaleza de lengua técnica -que tiene su principal razón de ser en la economía y precisión léxica- cuanto de su injustificada perversión en una jerigonza inasequible por principio al común de los ciudadanos. Perversión que, por extrapolación maliciosa de un viejo concepto de la gramática, cabría denominar «idiotismo burocrático».

4.2. ¿Claridad o seguridad?

Pero no basta con reconocer dos tipos ideales de diálogo jurídico-administrativo (uno entre especialistas o sujetos competentes y otro entre los órganos administrativos y los ciudadanos «no iniciados») para solventar la cuestión de la claridad del lenguaje jurídico-administrativo. En la medida en que los autores de los propios textos normativos, por densa que sea la materia y compleja la técnica jurídica, traten de actualizar los principios

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de diálogo democrático y atiendan profundamente al principio de inteligibilidad que se deduce del artículo 3 del Código Civil (pues no se olvide que el primer criterio interpretativo al que llama este precepto es el del sentido literal de las palabras) habrán de abandonar toda veleidad esotérica. Ahora bien, es igualmente cierto que el afán de hacer comprensible la norma puede, en algún caso, perjudicar su precisión y amenazar con ello el principio de seguridad jurídica. La conciliación de ambas exigencias resulta inevitablemente problemática, pero creemos que existen también buenos criterios orientadores para alcanzarla:

  1. ) Aun cuando, como expuso Sáinz Moreno, la inteligibilidad ha de primar sobre la seguridad, y una cierta indeterminación favorece el ajuste temporal de las normas a la realidad social, es preciso atajar no el uso ponderado sino el abuso de conceptos jurídicos indeterminados y el abominable recurso a la ambigüedad calculada en la redacción de las normas que tanto abunda en nuestro derecho.

    2,°) Existen fórmulas de compromiso que sin amenazar la integridad y la seguridad jurídica de la norma permiten que ésta sea convenientemente explicada al ciudadano no experto: en el interior mismo del texto normativo el Preámbulo puede desempeñar esa función explicativo-divulgativa. En un momento posterior, la explicación puede ser completada por los propios servicios de información de las Administraciones Públicas.

  2. ) La divulgación y explicación de la norma es tanto más necesaria cuanto mayor sea el número de ciudadanos que se verán afectados por ella. Se sigue, pues, la necesidad de jerarquizar racionalmente las acciones explicativas de la Administración. A este respecto nos parece del máximo interés la experiencia canadiense: las normas de amplia repercusión ciudadana han de ir acompañadas de un plan de comunicación.

  3. ) Las expresiones técnicas del lenguaje jurídico-administrativo no son siempre y fatalmente inasequibles al ciudadano no experto. Lejos de ello, hay términos y campos léxicos cuyo significado, al menos aproximado, es ampliamente comprendido. Y esto han de tenerlo muy presente los redactores de las normas cuando la presión de las modas los inclina a sustituir términos consolidados. Fue Sánchez Blanco quien, respecto a este problema, propuso la conservación de aquellos términos jurídicos que, aun habiendo devenido técnicamente menos precisos, están sólidamente arraigados en la comunidad lingüística (es, por ejemplo, el caso de «plusvalía» frente a «incremento del patrimonio»; o el de otras sustituciones léxicas -como la de la tradicional «contribución» por el moderno «impuesto»- en las que se pueden sacrificar sentidos connotativos, incluso de orden etimológico, de gran valor cívico-político).

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III Propuestas de acción

Entre los objetivos perseguidos por el Seminario que ahora finaliza, las propuestas de acción tenían un interés prioritario, y lo cierto es que las contribuciones délos participantes a este punto han sido enormemente ricas. Parte de ellas han quedado ya recogidas en los epígrafes precedentes y sólo nos queda, desde nuestra doble responsabilidad de ponentes y coordinadores, completar el cuadro de propuestas de acción para la modernización del lenguaje administrativo castellano que se infieren del Seminario:

Primera: Para garantizar la máxima racionalidad y coherencia se advierte la necesidad de empezar por la redacción de unas Bases para un Plan de mejora del lenguaje jurídico-administrativo castellano, que habrían de ser la brújula para las actuaciones ulteriores, así como la declaración que serviría de instrumento de difusión y vertebración de las inquietudes sociales e institucionales respecto al decisivo asunto «Lenguaje jurídico, democracia y cultura».

La inevitable complementariedad e interdependencia de los intereses y áreas del saber que convergen en esta cuestión aconseja que esas «líneas maestras» no sean una tarea exclusiva de especialistas en el lenguaje, el derecho o la Administración, ni siquiera una tarea encomendada sólo a técnicos o expertos. Han de ser más bien el resultado de un amplio diálogo entre instituciones públicas, organizaciones sociales y especialistas. Se habría de contar, por ello: 1) con la participación de expertos de aquellos poderes públicos y órganos constitucionales (Poder Legislativo, Poder Judicial, Administraciones Públicas, Tribunal Constitucional, Defensor del Pueblo...) que de manera más o menos significativa influyen en la conformación del lenguaje administrativo; 2) con el concurso de Corporaciones profesionales e instituciones culturales (Real Academia de la Lengua, Universidades, Colegios de Abogados...); y 3) con la intervención de las organizaciones sociales que canalizan la promoción y defensa de los intereses de los administrados (asociaciones ciudadanas, de consumidores...).

Creemos que este Seminario, en el que han estado representadas, aún sin carácter oficial, gran parte de las instituciones mencionadas, ha demostrado con lo modélico de sus debates que ese diálogo es posible, y puede haber recorrido un trecho muy estimable hacia el objetivo que señalamos.

Segunda: La intervención legal en la normalización del uso del lenguaje administrativo está sujeta a límites claros; no puede pretender que se transformen en Derecho el Diccionario y la Gramática, pues ello sería ponerle puertas jurídicas al campo abierto del lenguaje. Las regulaciones han de limitarse a la fijación de objetivos, cauces y procedimientos, pero sin constreñir el dinamismo que es propio de toda lengua viva (por ello valoramos negativamente ciertos ejemplos comparativos, como la normativiza-

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ción de vocabularios técnicos, en los que se transgrede esa frontera). Dicho esto, se puede señalar el consenso del Seminario en torno a dos acciones normativas:

  1. La necesidad de que la Ley de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas -que en su momento venga a desarrollar el artículo 149.1.18 CE- atienda a los objetivos de racionalización y mejora de la calidad lingüística y de la eficacia comunicativa del lenguaje administrativo.

  2. La conveniencia de que se establezcan en sede legal los cauces procedímentales y los órganos responsables para el logro de esos objetivos.

Tercera: Como decimos, es urgente llevar la intención comunicativo-lingüística hasta los procedimientos de redacción de las normas administrativas. No se puede dejar de recordar la perplejidad y el escándalo que expresaron los participantes en el Seminario legos en derecho al tener conocimiento del proceso «multitudinario» y lingüísticamente desordenado que rige la redacción de normas de carácter general. El adagio popular dice que la pluma no se presta. Y sin embargo la pluma normativa del Estado circula a través de múltiples manos políticas, técnicas, corporativas... sin que al final del proceso (salvo las benéficas pero limitadas correcciones que espontáneamente llevan a cabo algunos funcionarios asesores como los Letrados de Cortes) nadie se sienta llamado a pasar gramaticalmente a limpio esos emborronados documentos que van a llegar al boe. Sobre este particular hemos de recordar de nuevo las diversas actuaciones que se llevan a cabo en otros países: en Inglaterra, la existencia de un cuerpo de redactores al servicio del Gobierno; en Francia, la difusión del metaf entre los altos funcionarios que intervienen en el proceso de redacción de las normas y la su-supervisión lingüística que ejerce el Consejo de Estado; y en Alemania, la publicación de manuales sobre procedimiento de redacción de normas generales (manuales de los que en el ámbito de Cataluña encontramos un destacado ejemplo en el trabajo del grupo gretel, recientemente publicado, La forma de les liéis).

Cuarta: Es necesario despertar en los funcionarios el interés por un lenguaje administrativo democrático, comunicativo y lingüísticamente correcto. Esta acción se debe concretar principalmente en los procesos de selección, formación y actualización de los servidores públicos.

Quienes están llamados a ser la «pluma del Estado» -según la afortunada expresión de Serradji- han de convencerse de la importancia que tiene su lenguaje en la realización del valor democrático y del Estado de Cultura. No hay que olvidar que el mismo Serradji, en su exposición sobre técnicas de redacción de los textos administrativos, invocó como presupuestos pre-

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vios tres compromisos éticos del funcionario: el rigor, la responsabilidad y la humildad.

Es, quizá, el de la selección el momento en el que se hace más difícil realizar esta propuesta. Pero no se pueden silenciar algunas prácticas actuales enteramente contrarias a la misma (como el recurso a controlar la capacidad de ciertas categorías de funcionarios por medio de pruebas de tipo «test»), así como ciertas incoherencias (por ejemplo, la creciente tendencia a exigir en las convocatorias el conocimiento de lenguas extranjeras, sin preocupación explícita por el dominio de la propia).

Los cursos de formación y reciclaje de los funcionarios en esta materia han de ser un instrumento fundamental para propagar la intención lingüística y comunicativa en nuestras Administraciones. Adviértase que se propone no tanto la inculcación de reglas para redactar mejor cuanto la promoción de una ética comunicativa y democrática que oriente las prácticas lingüísticas de los funcionarios.

La provisión de puestos de trabajo de ventanilla debería ir acompañada, en fin, por cursos específicos sobre la comunicación oral.

Quinta: Para que las acciones precedentes no queden atrapadas en la telaraña de la pasividad burocrática se han de estructurar asimismo los correspondientes órganos administrativos que asuman las responsabilidades de impulso y control.

Por ello consideramos absolutamente necesaria la existencia de estructuras permanentes de estudio e investigación -cuyo embrión se encuentra ya en el Centro de Estudios y Documentación del inap- y de control ordinario.

En relación con las estructuras de control y seguimiento de la realidad intradepartamental del lenguaje administrativo, creemos conveniente que estas tareas se residencien en las Secretarías Generales Técnicas. A partir de la ponencia de Ruiz Cézar se vio claro que, para evitar ese mal de la Administración contemporánea consistente en la inflación orgánica, dichos órganos son los idóneos para llevar a cabo aquellas funciones. No se olvide que ya están concebidos en la Ley de Procedimiento Administrativo como órganos «semistaff» con responsabilidades generales en la racionalización administrativa de los Departamentos Ministeriales. Sólo haría falta, pues, integrar en sus gabinetes expertos de la comunicación y del lenguaje.

Un caso particular lo constituye la supervisión de los formularios. Como hemos expuesto más arriba, las experiencias comparadas apuntan hacia la solución de un órgano central para toda la Administración Pública (Francia, EEUU, Inglaterra). Los objetivos de economía y de simplificación global de los procedimientos a través de los cuestionarios e impresos convergen en la conveniencia de esta instancia unitaria. Un órgano que, al igual que en una primera etapa hizo el cerfa francés, tendría que empezar por acometer la realización de un inventario de los formularios actualmen-

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te vigentes en la Administración española, así como de estudios cualitativos sobre su inteligibilidad.

Sexta: El lenguaje administrativo castellano no cuenta por el momento con manuales de estilo o glosarios como los que poseen otros lenguajes especiales. Por eso ha de ponerse gran énfasis en la conveniencia de que las propuestas precedentes vayan acompañadas por el florecimiento de instrumentos prácticos de este tipo. En ellos los equipos de especialistas habrán de formular soluciones concretas tanto en lo que atañe a los usos lingüísticos correctos como a la aproximación del lenguaje administrativo al nivel común de la lengua, allí donde no se justifica Ja separación. Otro aspecto de gran interés que habrán de atender es el de los extranjerismos y términos informáticos; la preocupante penetración en los textos administrativos de esta última jerga casi gutural, abreviada y meteca, podría ser en parte digerida con el bicarbonato de términos castellanizados que los funcionarios y los administrados podrían encontrar en los manuales de estilo.

La propuesta de reglas de uso para una buena «prosa de Cancillería» moderna ceñida al mejor núcleo de calidad del lenguaje «cristiano» que habla la gente es un objetivo para el que estos instrumentos prácticos podrían ser de gran ayuda.

Séptima: Nos parece de gran interés la propuesta cultural que expuso el profesor G. Salvador: compartir y coordinar esta inquietud que nos ocupa con los países latinoamericanos que hablan nuestro idioma. Esta lengua es un condominio cultural del que participan otros muchos pueblos y cuya herencia estamos obligados a entregar lo más íntegra posible a las futuras generaciones.

La lengua castellana se diversifica innecesariamente en los últimos decenios, no tanto por la evolución natural de las diferentes culturas que la hablan como, curiosamente, por la falta de actuaciones unitarias para la asimilación del léxico especialrzado proveniente de una cultura tecnológica que invade simultáneamente a todas ellas. Y produce perplejidad que sean fundamentalmente los lenguajes técnicos foráneos los que, presionando sobre las variedades del español, tienden a romper su unidad. De no actuar en común, el entendimiento que aún es posible puede dejar de darse a la vuelta de escasas generaciones.

La conmemoración del próximo V Centenario del Descubrimiento puede crear un clima favorable para proyectos culturales de envergadura como el que se propone. Por ello es importante la promoción de encuentros con las Administraciones hispanoamericanas a fin de intercambiar puntos de vista y de buscar posibles marcos de consenso sobre cuestiones como el léxico administrativo o los léxicos técnicos que afectan de forma especial a la vida administrativa (como el informático). Encuentros que habrían de coordinarse y aportar sus conclusiones al proyecto del gran diccionario

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de la lengua que, al parecer, piensa redactar la Real Academia de la Lengua Española para 1992; sin descartar la posibilidad de un diccionario jurídico común.

Octava: La escuela no puede quedar al margen de estas consideraciones. Hay que lamentar, por una parte, el abandono que padece en el sistema educativo la gramática normativa, la que enseña las reglas para redactar bien en castellano; un abandono que, como hemos repetido, se produce en plena efervescencia de las lenguas técnicas y de los efectos idiomática-mente empobrecedores de los medios de comunicación de masas. Los programas escolares habrían de cuidar más la enseñanza de este tipo de gramática.

Y, por otro lado, habría que llevar también a la escuela el conocimiento de la Administración. Como ha señalado el profesor Sáinz Moreno, la de la Administración es una realidad tan relevante en las sociedades actuales que no debe quedar al margen de los programas generales de transmisión de la cultura de los que es responsable el mismo Estado.

Novena: Y, por fin, volviendo al hecho multilingüístico interno que caracteriza al Estado español (cuyo efectivo reconocimiento constitucional se traduce en la necesidad de una Administración bilingüe en algunas partes del territorio y en la relevancia del principio de solidaridad cultural), resulta imprescindible en este orden de actuaciones la coordinación y colaboración entre el Estado y las Comunidades Autónomas con doble oficialidad lingüística.

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[1] Así, el artículo 373 de la misma Ley de Enjuiciamiento Civil establece que «el Tribunal Supremo y las Audiencias velarán por el puntual cumplimiento de lo que se ordena en el artículo anterior, haciendo para ello las advertencias oportunas a los Tribunales y Jueces que les están subordinados, cuando no se hubieren ajustado en sus sentencias a ]o que en él se previene, y les impondrán las demás correcciones disciplinarias a que dieren lugar».

[2] Manual de procedimiento administrativo, Centro de Formación y Perfeccionamiento de Funcionarios, Madrid, 1960.

[3] Así, M. Martínez Bargueño en Teoría y Práctica de la Información administrativa d ciudadano, inap, Madrid, 1987.

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