La gran máquina tejedora de sueños

AutorJaime A. Gómez Matas
Páginas57-60

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A penas éramos sesenta en el poblado. Nos movíamos en carrozas en busca de algún lago o río y buenas tierras para poder cultivar. Amiri era quien nos dirigía. Él consideraba que el poblado debía dividirse en dos grupos: cazadores y horticultores. Yo, Alake, estaba en ese primer grupo, en los cazadores. Sin embargo, prefería pensar cómo mejorar nuestro pequeño poblado y hacer las cosas más fáciles. Había malos momentos en el que nuestra población, por culpa de las sequías y las malas cosechas, pasaban grandes penurias.

Una mañana mis hermanos, Lewe y Bibi, me despertaron. Como cada día, teníamos que partir a cazar algo para nuestro pueblo. Los metales de sus hachas resonaban cada vez que daban cualquier paso y, mientras tanto, los copos de nieve caían fuera.

No conocíamos el territorio, por lo que decidimos ir a las montañas para observar qué había a nuestro alrededor. El campo estaba lleno de arbustos y pequeños árboles que nos dificultaban la visión. Era, sin embargo el fuerte viento y la nieve quien nos molestaba sin cesar. Durante un largo tiempo estuvimos andando hacia la alta montaña que se situaba al lado de nuestro poblado. Arriba, nos encontramos con una choza. En un primer momento, pensamos que estaría abandonada, sin embargo, escuchamos algunos ruidos. Rápidamente mis hermanos desenvainaron sus armas. Empezaron a gritar y al final un hombre salió. Se trataba de un viejo con una gran barba blanca y una mirada fija sobre mí, el único que no había desenvainado su arma. Nos pidió que bajásemos las armas y amablemente nos invitó a su choza.

Sentados junto al fuego, nos resguardábamos del frío del invierno. Mientras tanto, aquel viejo loco que conocimos en lo alto de las montañas nos preparaba un cuenco con caldo. Era simpático, pero algo extraño y obsesionado. Tamayo, que así se llamó a sí mismo, nos comentó que había nacido en la civilización y aseguraba que conocía a otros dos supervivientes.

Rápidamente mis ojos se agrandaron. Siempre que viajaba intentaba buscar restos y ruinas de la antigua y gran civilización para estudiarla. Me parecía increíble cómo podían construir tan altos edificios y cómo un poblado como los de antes se podría extender tanto que la vista no alcanzara. Mis hermanos y yo nos preguntábamos constantemente cuántas personas podían vivir en esos

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grandes poblados y si ellos se moverían en busca de agua y un mejor clima o se quedarían allí siempre.

Tamayo tenía una mirada intensa, unas manos...

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