Gerontoinmigración y derechos lingüísticos: las lenguas comunitarias como «lenguas de trabajo» de la Administración local en los lugares europeos de retiro

AutorAngel Rodriguez
CargoCatedrático de derecho constitucional de la Universidad de Málaga (UMA)
Páginas106-134

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I Introducción

Los «lugares europeos de retiro» (LER) pueden definirse como municipios de algún Estado miembro de la Unión Europea (UE), generalmente localizados en su parte meridional, que han sido elegidos por un número significativo de ciudadanos de otros estados miembros para residir una vez alcanzada la edad de la jubilación. Esta corriente migratoria, cuyos protagonistas son gerontoinmigrantes comunitarios (GIC) presenta una serie de características particulares.1

La presencia de un porcentaje elevado de GIC en un determinado municipio o área metropolitana española proporciona connotaciones propias a múltiples y muy diversos aspectos de la realidad social, política y económica de su territorio, que en el plano jurídico se ven afectados por normas de muy diversa naturaleza. Entre estos aspectos se encuentran los lingüísticos: la realidad sociolingüística de estos lugares europeos de retiro se ve fuertemente condicionada por el hecho de que un porcentaje muy relevante de sus ciudadanos son extranjeros, aunque ciudadanos de la Unión, de edad avanzada y hablantes de lenguas que, aun siendo comunitarias y teniendo un peso específico real notable, gozan de ninguna o de muy escasa protección en el territorio en donde residen.

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Las cuestiones lingüísticas afectan a parcelas muy diversas del desenvolvimiento cotidiano de los GIC: su esfera personal, sus relaciones privadas y económicas, como consumidores, demandantes de servicios, en sus relaciones con la Administración sanitaria, con la policía, con la Administración de justicia, etc.2 Debe tenerse en cuenta, además, que, en todos estos casos, los derechos lingüísticos que puedan verse afectados deben considerarse «derechos instrumentales»,3 es decir, cauce para el ejercicio de otros derechos de muy diversa naturaleza, desde el derecho de participación en los asuntos públicos, en la medida en que son titulares del mismo en tanto que ciudadanos de la UE, los derechos relacionados con la disponibilidad de la propia vida en estados terminales (testamento vital, etc.), los derechos a la prestaciones de carácter médico y asistencial necesarios para este sector de población (personas mayores), o las cuestiones horizontales derivadas de la aplicación del principio general de no discriminación, en el que la no discriminación por razón de la lengua se añade a otras como la edad avanzada o la nacionalidad de los miembros de este colectivo.

En los epígrafes que siguen, analizaremos una vertiente concreta de esta problemática: el uso de una determinada lengua para las relaciones entre los GIC y la administración municipal del lugar europeo de retiro. Así, estudiaremos la incidencia que en esta cuestión pueda tener la consagración, en diversos textos legales comunitarios, de los derechos lingüísticos asociados al derecho a la buena administración (epígrafe II); la imposibilidad legal de que las lenguas comunitarias puedan ser declaradas lenguas oficiales de los LER (epígrafe III) y la conveniencia, por el contrario, de que algunas de ellas puedan llegar a ser consideradas lenguas de trabajo en estas administraciones (epígrafe IV) mediante la redacción de un Código de buenas prácticas administrativas en materia lingüística (epígrafe V). Antes, sin embargo, se hará una revisión sucinta de la evolución de determinadas categorías del derecho lingüístico relevantes para el objeto que aquí se estudia (epígrafe I).

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II La evolución del derecho lingüístico: de las «minorías lingüísticas» a los GIC
1. Dos modelos

El enfoque adoptado por el «derecho lingüístico» ha estado, hasta épocas recientes, muy alejado de los problemas que un colectivo como los GIC pueda tener en relación con el idioma. En consecuencia, sus categorías y principios son útiles para resolverlos sólo si se toman como un punto de partida.

En efecto, hasta el final de la Primera Guerra Mundial, el derecho lingüístico se componía fundamentalmente, sobre todo en Europa, de normas de derecho internacional público.4 Estas normas se ocupaban únicamente de los derechos de las «minorías lingüísticas», entendiendo por tales los grupos de nacionales que, en el interior de un Estado, constituían un colectivo con una identidad cultural o étnica característica y eran hablantes de una lengua propia distinta de la mayoritaria y oficial del Estado (frecuentemente, la lengua oficial de un Estado vecino). En gran medida, el derecho lingüístico sigue en la actualidad centrándose en el estudio de los problemas propios de este tipo de comunidades, si bien a las normas internacionales que se encuentran actualmente en vigor deben sumarse otras de derecho constitucional interno, que establecen, como parte de un proceso más amplio de descentralización política, derechos para los hablantes de lenguas minoritarias. Esta situación jurídica, se caracteriza ahora, a diferencia de la etapa anterior, por una vocación de normalidad, es decir de consolidación de la pluralidad lingüística como un marco estable para el ejercicio de los derechos de los ciudadanos.5 Este modo de aproximarse a la cuestión lingüística implica establecer para las lenguas nacionales minoritarias presentes en un territorio determinado un status de «cooficialidad»6 y es, también, el dominante en Es-Page 109paña.7 Su presencia parece confirmarse, al menos como elemento más relevante, en el tratamiento de la cuestión lingüística en los estatutos de autonomía reformados al final de la VIII legislatura que han hecho referencia a esta cuestión.8

No obstante, hace ya tiempo que se ha consolidado, junto a la anterior, una segunda perspectiva, centrada en los problemas lingüísticos que afectan no a una «minoría lingüística» (es decir, a un grupo de nacionales del Estado con una identidad cultural o étnica común, concentrados en una parte del territorio y hablantes de una lengua minoritaria), sino, por el contrario, a extranjeros inmigrantes, pertenecientes a lenguas y culturas muy diversas y dispersos en buena parte del territorio estatal. Este nuevo enfoque ha dado lugar al que podríamos denominar, para diferenciarlo del anterior, de origen propiamente europeo, modelo norteamericano de derecho lingüístico. A su vez, en el modelo europeo, que se desarrolla a partir de la dinámica que originan los intentos de imponer la homogeneidad lingüística en el Estado, se pueden distinguir al menos dos concepciones distintas para justificar la necesidad de una lengua única oficial: la concepción alemana basada en la idea de ethnos, la pertenencia a una etnia diferenciada, y la concepción francesa basada en la idea de demos que exige una única lengua «republicana» que haga a los ciudadanos iguales ante la ley. Ambos, sin embargo, se contraponen de una manera muy similar a la concepción de la sociedad civil estadounidense como una melting pot lingüísticamente plural.9

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Aunque no es posible trazar una línea clara de división en cuanto a la práctica jurídico-lingüística en los países europeos y en Norteamérica, sus diferencias en cuanto modelos si se encuentran relativamente perfiladas: en el modelo norteamericano la preocupación principal del derecho lingüístico deja de ser la preservación de la diversidad lingüística como expresión de la identidad cultural de una minoría y se traslada a la protección contra la discriminación de la que se puede ser objeto por no hablar la lengua socialmente dominante, sobre todo en campos como la educación, el puesto de trabajo o las relaciones con la Administración. Además, las personas cuyos derechos se pretenden proteger no son ya nacionales del Estado que viven en un determinado territorio, sino muy frecuentemente inmigrantes que poseen otra nacionalidad.

Aunque las diferencias teóricas entre el modelo europeo (más preocupado por los derechos colectivos) y el norteamericano (que pone el énfasis en los derechos individuales) son claras, en la práctica no es infrecuente encontrar que ambas tendencias se den simultáneamente en el derecho lingüístico de un determinado país. Se ha resaltado, por ejemplo, que en Europa han aparecido al mismo tiempo normas favorecedoras del mono y del plurilingüismo.10 En este sentido, pueden citarse la recomendación de 1992 de la Comisión Van Gunsteren para liberalizar el uso de la lengua en las escuelas holandesas, la iniciativa de reforma constitucional francesa para proclamar el francés como lengua oficial de la República o la decisión en ese mismo país del Conseil Constitutionnel declarando la inconstitucionalidad de la enseñanza de la lengua y cultura corsa que establecía el Estatuto de Autonomía para la región.

Además, aunque la imposición de una homogeneidad lingüística como signo de identidad nacional (un proceso en donde «no hay espacio para las libertades»)11 sea propiamente europea, algunas normas estadounidenses van también en esa misma dirección, como las diversas iniciativas del «English Only» en los Estados Unidos, entre ellas la propuesta de reforma de la Constitución federal (con pocas posibilidades de perfeccionarse) para proclamar el inglés lengua oficial de la nación, la proposición 227 californiana o la reforma constitucional del Estado de Arizona, estas dos últimas muy diferentes, a su vez, entre sí: la primera simplemente termina con la educación obligatoria bilingüe en California, la segunda (que fue declarada inconstitucional) impide el uso de una lengua que no sea el inglés por la Administración estatal.

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Por otro lado, aunque la idea norteamericana de promoción del multilingüismo está encaminada sobre todo a garantizar la igualdad de oportunidades de los que no dominan el inglés, tampoco faltan ejemplos de algunos estados de los EE.UU. que han ido más allá, aprobando normas encaminadas a la preservación de la diversidad cultural al estilo europeo, como por ejemplo el bilingüismo obligatorio en las escuelas del Estado de Massachussets. Del mismo modo, aún siendo la protección contra la discriminación lingüística de los individuos propia del modelo norteamericano, pueden encontrarse normas en el mismo sentido en algunos países europeos, dictadas para proteger a los hablantes de una lengua minoritaria a la que no se otorga el estatuto de cooficialidad por no estar concentrada en un determinado territorio, no alcanzar un suficiente número de hablantes u otras razones, como es el caso de las normas sobre el romaní en Chequia.12

2. ..Y un tercero

Los problemas lingüísticos de los GIC exigen una aproximación distinta a los de los dos modelos anteriores, ya que, si bien están más cerca del segundo que del primero, se diferencian a su vez de ambos. En efecto, aunque los GIC pueden beneficiarse de la idea de proteger el pluralismo lingüístico como signo de una diversidad cultural que debe preservarse, ahora a escala supraestatal, la solución adoptada por el modelo europeo clásico, dotar a las lenguas minoritarias de un estatuto de cooficialidad, no resuelve las nuevas cuestiones. Y aunque partir de la lucha contra la discriminación, como hace el modelo norteamericano, es para ello mucho más útil, los campos en los que el derecho lingüístico más se ha desarrollado en este sentido no son los mismos en los que los GIC pueden tendencialmente sufrir un trato discriminatorio, pues por sus características personales (jubilados en su gran mayoría) no suelen encontrarse con barreras lingüísticas en la educación o el puesto de trabajo.13

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Por el contrario, las notas socialmente más características que a un colectivo como los GIC le proporciona la edad avanzada de sus integrantes (relacionadas con la situación de fragilidad o dependencia) colorean también su situación desde el punto de vista lingüístico, hasta el punto de que los principales riesgos de discriminación o de vulneración de derechos se localizan en la prestación de los servicios, sociosanitarios y de otro tipo, ligados a estas necesidades. Por esta razón, los acuerdos internacionales sobre las personas de edad avanzada, tanto de Naciones Unidas como de la Unión Europea, se han hecho eco, en general, de las necesidades lingüísticas de este colectivo, necesidades que se incrementan cuando, como los GIC, no hablan competentemente la lengua dominante de su entorno.14

Además, aunque los GIC no son nacionales del Estado (no son, en nuestro caso, españoles) tampoco pueden propiamente calificarse de extranjeros, pues son ciudadanos de la UE.15 Y si bien pueden definirse como minorías, están más cerca (al menos en cuanto a la cuestión lingüística) de la idea de «minoría a pesar suyo» que de la «minoría voluntaria» propia de los grupos lingüísticos con identidad cultural propia y que constituyen una mayoría en un determinado territorio.16

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En definitiva, el estudio de los problemas lingüísticos de los GIC puede beneficiarse de algunas de las construcciones hechas desde sus inicios por el derecho lingüístico, pero teniendo siempre en cuenta que se trata de situaciones nuevas que no han encontrado aún en esta disciplina una respuesta clara y consolidada. Paralelamente, es necesario terminar con la idea de que el derecho lingüístico es sólo el que estudia y regula «el derecho de las minorías lingüísticas». Para que éste pueda dar respuesta a las nuevas cuestiones lingüísticas que se plantean en los LER debe ampliar su objeto y definirse como un sector del ordenamiento cuyas normas regulan «el uso de las lenguas en cualquier tipo de situación, también con independencia de que exista una mayoría y una o más minorías». Esta aproximación supone, en buena medida, sustraerse al lastre conceptual y metodológico que todavía impone la visión tradicional del derecho lingüístico.17

Hechas estas precisiones, revisaremos a continuación los derechos lingüísticos de los GIC en sus relaciones con la Administración local en los lugares europeos de retiro.

III Aspectos lingüísticos del derecho fundamental a la «buena administración»

Como se dijo, una de las notas que caracteriza el colectivo GIC es que sus integrantes son gerontoinmigrantes comunitarios, es decir, residentes en España pero provenientes de otro Estado miembro de la Unión. Pues bien, el problema de la lengua ha sido, desde el principio, uno de los de más complicadaPage 114resolución en el seno de la propia UE. De hecho, una de las principales críticas que puede hacerse a la política de la UE a este respecto (aunque quizá sea también la clave de su pacificación) es que no se han tomado nunca decisiones precisas y determinantes, hasta el punto, por ejemplo, de que hoy conviven varias categorías lingüísticas en el seno de las instituciones comunitarias (lenguas «oficiales», «de los tratados», «de trabajo» y otras) cuyas fronteras no se encuentran siempre claramente delimitadas.18

Ya en el primer reglamento aprobado en su primer año de funcionamiento, las Comunidades abordaron la cuestión lingüística, cuya regulación era vital para su desenvolvimiento administrativo. En el mismo se establecía que los textos que un Estado miembro o una persona sometida a la jurisdicción de un Estado miembro enviaran a las instituciones comunitarias se redactarían, a elección del remitente, en una de las lenguas oficiales, estando obligada la institución a redactar la respuesta en la misma lengua.19

El principio establecido por ese reglamento ha sido configurado como un derecho por parte de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (CDFUE). Como se sabe, la CDFUE, solemnemente «proclamada» el 7 de diciembre de 2000 por las tres instituciones comunitarias, e incluida como Parte II en el proyecto de Tratado Constitucional que no llegó a entrar en vigor, ha sido considerada hasta ahora soft law comunitario. Cuando cobre vigencia el Tratado de Lisboa (TL), sin embargo, la versión de la misma aprobada en Estrasburgo el 12 de diciembre de 2007 formará parte del ordenamiento de la Unión con «el mismo valor jurídico que los tratados» (art. 6 TUE en la redacción dada por el TL). Pues bien, la CDFUE ha consagrado, por primera vez en un texto de estas características, un nuevo derecho fundamental, el «derecho a una buena administración», que, en el campo lingüístico, incluye la siguiente disposición:

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Toda persona podrá dirigirse a las instituciones de la Unión en una de las lenguas de los Tratados y deberá recibir una contestación en esa misma lengua.

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Puede, pues, afirmarse, que, para la CDFUE, los derechos lingüísticos de los administrados forman parte del derecho fundamental a la buena administración. Cabría, entonces, plantearse si podría ampararse en este derecho la pretensión de un gerontoinmigrante comunitario residente en nuestro país de ser atendido por la Administración pública española en su propio idioma. La respuesta a este interrogante debe ser, en todo caso, negativa. En efecto, hay tres aspectos de la regulación del derecho a la buena administración en la CDFUE que impedirían llegar a esta conclusión: en primer lugar, las restricciones con las que el mismo ha sido consagrado en la propia Carta; en segundo lugar, la incidencia que sobre su interpretación pueda tener la práctica habida hasta ahora en la administración comunitaria y la jurisprudencia recaída sobre ella; y, en tercer lugar, la medida en la cual los derechos fundamentales de la Carta vinculan a los estados, una cuestión que dista mucho de ser pacífica.

El primer dato que hay que resaltar es que los derechos lingüísticos que la CDFUE incluye en el derecho a la buena administración se encuentran también contemplados, junto con el resto de los derechos propios de la ciudadanía europea, en los tratados, en concreto en la parte segunda del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE), el nuevo nombre que tomará el Tratado de la Comunidad Europea cuando entre en vigor el TL. Además, dentro de éste los derechos de ciudadanía tienen, sorprendentemente, una doble consagración: por una parte, el art. 17.2 TFUE, a lo largo de sus cuatroPage 116apartados, enumera cada uno de ellos (libertad de residencia y circulación, sufragio en las elecciones locales y al PE, protección diplomática y consular, y derecho de petición y de uso de las lenguas de los tratados). Por otra, los artículos 18 a 21 TFUE entran en el detalle de cada uno de los derechos que se acaban de enumerar. La justificación de esta doble consagración reside en las dos cláusulas generales del art. 17.2 TFUE que afectan a todos los derechos que se regulan a continuación: que éstos se ejercerán «en las condiciones y dentro de los límites definidos por los Tratados y por las medidas adoptadas en aplicación de éstos» y que los derechos enumerados son los propios de los ciudadanos de la Unión entre otros (o, como impropiamente establece la versión oficial española del TL, «entre otras cosas»), por lo que deben entenderse si perjuicio de derechos adicionales que eventualmente pudieran pasar a engrosar este catálogo.

Ahora bien, la doble consideración de todos los derechos de ciudadanía en la parte segunda del TFUE, sumada a la que por su parte hace la Carta, puede introducir algunos problemas de interpretación, derivados del diferente tenor literal, en el caso de los derechos lingüísticos, de los artículos 17.2.d y 21 TFUE y 41.3 CDFUE. Nos encontramos ante una triple consagración de los derechos lingüísticos en normas de derecho originario, lo que inevitablemente arroja cierta complejidad a la necesaria interpretación armónica del contenido de todas ellas.21

Por lo que hace a lo establecido en el art. 41.4 CDFUE, su tenor literal hace universal la titularidad activa de los derechos lingüísticos («toda persona»), pero reduce significativamente los sujetos pasivos del mismo: a diferencia del apartado primero que considera sujetos pasivos, en general, del derecho a la buena administración a «instituciones, órganos y organismos» de la Unión, el ejercicio de los derechos lingüísticos asociados a éste sólo se establece ante las «instituciones de la Unión» es decir, el Parlamento Europeo, el Consejo Europeo, el Consejo, la Comisión, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, el Banco Central Europeo y el Tribunal de Cuentas (art. 9 TUE, en la redacción dada por el TL). Además, se contempla también restrictivamente el número de lenguas en las que el derecho puede ejercerse, que no son todas las lenguasPage 117dotadas de algún estatus de oficialidad en los Estados miembros, sino sólo las «lenguas de los Tratados.22

Por su parte, el art. 17.2.d) TFUE, interpretado conjuntamente con el art. 21 TFUE (ambos según la redacción que la dará el TL) establece este mismo derecho (a dirigirse «en una de las lenguas de los Tratados» y a «recibir una contestación en esa misma lengua»), reduciendo ahora su titularidad sólo a los ciudadanos de la Unión (no ya a «todas las personas»), y ampliando los sujetos pasivos, que no son sólo ya las «instituciones» sino también «los órganos consultivos de la Unión» (es decir, el Comité de las Regiones y el Comité Económico y Social) y el Defensor del Pueblo. La regulación de este derecho de ciudadanía confirma, por otra parte, que quedan excluidas de las lenguas en las que puede ejercerse aquéllas que, no siendo oficiales de la Unión, lo sean en la totalidad o en parte de los territorios de los estados miembros, pues no se consideran, a estos efectos, «lenguas de los Tratados».23

En consecuencia, cabría deducir que el derecho comunitario a una buena administración incluye el derecho a dirigirse y recibir escritos en la «lengua de los Tratados» que elija el remitente, en todo caso en sus relaciones con las «instituciones» de la Unión y, sólo si se es ciudadano comunitario, con sus órganos consultivos y con el Defensor del Pueblo Europeo.

En ese sentido, la CDFUE parece sólo poner ciertos límites, en la forma de derechos fundamentales de los ciudadanos, a la situación actual, en la que cadaPage 118institución y órgano comunitario ha intentado desenvolverse a su manera en la cada vez más intrincada selva de lenguas comunitarias, dando lugar, con el tiempo, a una no menos intrincada maraña de disposiciones, acuerdos de facto y prácticas consolidadas, las más de las veces ayunas de cualquier tipo de fundamentación jurídica. La situación varía, así, de institución en institución:24 la más proclive al multilingüismo es el Parlamento, en cuyas reuniones informales, sin embargo, la práctica es el bilingüismo inglés-francés y en donde, de hecho, a veces se hace uso de la cuestión lingüística como una peculiar modalidad de filibusterismo parlamentario, para retrasar la toma de decisiones. Del Consejo Europeo, por su parte, puede decirse que practica, de facto, un multilingüismo variable, según el tipo de reunión: completo sólo en las reuniones plenarias (e incluso para estos casos el reglamento permite algunas excepciones), más limitado en los grupos de trabajo, un reducido trilingüismo (inglés, francés y alemán) en las reuniones del Comité de Representantes Permanentes y un bilingüismo francés-inglés sin interpretación a otras lenguas en las reuniones de la PESC y la de Asuntos Generales. En la Comisión, por su parte, la práctica cada vez más consolidada es el uso dominante del inglés, al que hay que sumar la presencia del francés y el alemán en las reuniones del Colegio de Comisarios. A todo ello hay que añadir el caso particular del Tribunal de Justicia, cuyo régimen lingüístico (que seguirá excepcionado de la regulación general una vez que entre en vigor el TL, en virtud del art. 290 TFUE) prevé el francés como única lengua de deliberación. En todo caso, como se ha dicho, el régimen lingüístico de todas las instituciones de la UE deberá respetar lo establecido para los derechos lingüísticos de los ciudadanos que se asocian al derecho fundamental a la buena administración.

En la mayoría de los casos, la selección de las «lenguas de trabajo» se ha hecho sin una norma jurídica que la respalde. Esta afirmación, que es, en general, válida para las instituciones que acaban de mencionarse, lo es aún más para el resto de los organismos y agencias de la Unión, cuyo régimen lingüístico específico puede desplegarse sin las exigencias que, en materia de derechos de los ciudadanos, vinculan a aquéllas. Una de las escasas ocasiones en que el régimen lingüístico de las administraciones comunitarias se ha adoptado en virtud de una norma reguladora ha sido (junto con el Banco Central Europeo) la de la Oficina de Armonización del Mercado Interior (OAMI). El Reglamento de la Oficina impone a los solicitantes de un registro de marcas comunitarias, enPage 119determinadas circunstancias, el uso obligatorio y exclusivo de una de sus cinco «lenguas de trabajo» (español, alemán, francés, inglés e italiano).25

En 1999 una ciudadana holandesa, la señora Kik, vio desestimada su solicitud de registrar una marca comunitaria por estar ésta cursada en neerlandés y negarse a fijar, para el caso que fuera necesario, una lengua de trabajo de su elección, tal y como le obligaba el reglamento de la OAMI. La resolución de la OAMI fue recurrida ante el Tribunal de Primera Instancia, al que la demandante pidió que se declarara ilegal el Reglamento. Desestimada su pretensión, recurrió en casación ante el TJCE, que confirmó que esa imposición reglamentaria no vulnera ninguna suerte de principio de igualdad entre todas las lenguas comunitarias, y que, al no ser una de las instituciones de la Unión, la OAMI no se encuentra vinculada por los derechos lingüísticos de los ciudadanos tal y como estos están establecidos, entonces en el TCE y hoy, además, en la CDFUE.26 Puede pues concluirse que la práctica seguida hasta ahora, sancionada positivamente por la STJCE Kik, confirma la limitada extensión en el seno de la propia Unión de los derechos lingüísticos asociados al derecho a la buena administración.

Debe añadirse a lo anterior que, como se apuntaba al comienzo de este epígrafe, dista mucho de considerarse pacífico si los derechos de la Carta vinculan también a los estados. Esta afirmación es aún más cierta para casos como el de los derechos lingüísticos asociados al derecho a la buena administración, que, con todas las limitaciones que acaban de verse, se ha establecido expresamente sólo con respecto a la administración comunitaria.

Hay que comenzar recordando que, en general, y según dispone el art. 51.1 CDFUE, los derechos consagrados en la Carta vinculan plenamente a «las instituciones, órganos y organismos de la Unión», y aún en ese caso «dentro del respeto del principio de subsidiariedad»; mientras que la vinculación de los estados miembros se produce «únicamente cuando apliquen el Derecho de la Unión».27

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La afirmación de que los estados miembros deben respetar los Derechos de la CDFUE cuando «apliquen el Derecho de la Unión» no deja dudas sobre la vinculación de los estados a la Carta cuando, por ejemplo, desarrollen una directiva, pero no las despeja en situaciones más complejas, por ejemplo cuando la administración estatal hace de intermediaria en la tramitación de asuntos comunitarios o cuando los estados legislan sobre competencias «compartidas», en las que sólo pueden hacerlo en la medida en que no lo haga la Unión. ¿Deben los Estados, en estos casos, respetar los derechos fundamentales de la Carta, o se encuentran vinculados sólo por sus normas internas al respecto? Esta cuestión es aún más relevante en el caso de derechos, como el de buena administración, que por su carácter novedoso no suelen estar protegidos —no al menos a nivel constitucional— por una norma análoga en los estados miembros.28

En definitiva, la estricta consideración de los sujetos pasivos del derecho a la buena administración en la CDFUE (sólo órganos de la administración comunitaria, y no todos ellos) y el principio general de que los Estados miembros no están, en su ámbito competencial, vinculados a los derechos consagrados en la Carta, cierra, en el estado actual de la cuestión, la posibilidad de entenderPage 121aplicable a las administraciones estatales lo que ese derecho establece en cuanto a prestaciones lingüísticas.

Esto no quiere decir, sin embargo, que, indirectamente, la Carta no pueda tener una importante influencia en el trato lingüístico prestado por las administraciones públicas españolas a los GIC. Antes de analizarlas, hay que detenerse en los efectos que sobre esta cuestión tienen las disposiciones internas de nuestro país sobre las lenguas oficiales.

IV Las lenguas oficiales en la Administración pública española

Aunque el uso de su propia lengua comunitaria en sus relaciones con las administraciones públicas españolas no pueda considerarse un derecho fundamental europeo de los GIC, una vía alternativa para resolver los problemas lingüísticos que puedan darse en los lugares europeos de retiro podría ser que alguna de estas lenguas pudiera considerarse «lengua oficial» del LER. Esta posibilidad, sin embargo, se encuentra actualmente cerrada por la Constitución española.

El punto de partida para poder analizar esta cuestión es necesariamente el art. 3.1 CE, que establece que:

El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla.

La oficialidad del castellano en todo el territorio nacional es, pues, constitucionalmente indisponible. La existencia de otras lenguas oficiales, que, sin desplazar nunca al castellano, podrían llegar a dotarse igualmente del status de oficialidad está también amparada en el art. 3 CE, ahora en su apartado segundo, para el que:

Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas comunidades autónomas de acuerdo con sus respectivos estatutos

.

Estas disposiciones constitucionales parecen excluir, prima facie, la posibilidad de que alguna de las lenguas comunitarias más habladas en los LER pueda llegar a obtener en un municipio de nuestro país el status de oficialidad en una determinada comunidad autónoma. De las mismas se deducen claramente dos obstáculos insalvables: en primer lugar, uno de carácter competencial, pues el municipio no tiene capacidad para decidir sobre las lenguas oficiales de su te-Page 122rritorio. Y otro segundo de carácter material, pues, en todo caso, las lenguas cooficiales en nuestro país sólo pueden ser lenguas españolas.

Desde el punto de vista competencial, hay que tener en cuenta que la consideración de una lengua como cooficial en una comunidad autónoma cuenta con una reserva estatutaria —«de acuerdo con sus respectivos Estatutos»— que implica que esta decisión deba ser tomada de común acuerdo por el legislador autonómico y el estatal, aunque la existencia de una lengua autonómica oficial no impediría el ejercicio por el Estado, afectándolos, de los títulos competenciales que le hayan sido constitucionalmente atribuidos en materia lingüística. Además, el ámbito constitucionalmente previsto de la cooficialidad no es el municipal, sino el de la Comunidad Autónoma.29

Y, desde el punto de vista material, es ciertamente discutible que la parca redacción del art. 3 CE imponga un modelo lingüístico determinado, pero sí se puede afirmar que, aunque dando cabida a varias opciones de política lingüística, supone algunos puntos indisponibles para el legislador.30 Aunque la mayoría de las cuestiones que estas disposiciones han suscitado en la doctrina y en la jurisprudencia han girado en torno a las relaciones entre el castellano y las lenguas oficiales de las comunidades autónomas, no cabe duda que entre lo indisponible ope constitutione se encuentra un tipo de pluralismo lingüístico en el cual solo pueden ser oficiales en las respectivas comunidades autónomas las demás lenguas «españolas».

Ahora bien, ¿qué consecuencias tiene la imposibilidad de dar un estatuto de cooficialidad a una lengua comunitaria? Responder a esta pregunta exige aclarar antes cuáles son las consecuencias jurídicas de la cooficialidad. El Tribunal Constitucional ha definido el concepto de lengua oficial del siguiente modo:

Es oficial una lengua, independientemente de su realidad y peso como fenómeno social, cuando es reconocida por los poderes públicos como medio normal de comunicación en y entre ellos, y en su relación con los sujetos privados, con plena validez y efectos jurídicos.

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La «plena validez y efectos jurídicos» en el uso de una lengua oficial como medio de comunicación con los poderes públicos requiere una matización importante, pues sus efectos son radicalmente diferentes para las administraciones y para los ciudadanos: para las primeras, la oficialidad de una lengua genera obligaciones, pero para los segundos sólo genera derechos. En efecto, la opción por parte del administrado de una determinada lengua oficial implica que la administración se vea obligada a usar esa lengua como lengua de procedimiento. Sin embargo, nadie está obligado a usar en sus relaciones con la Administración una lengua oficial determinada, por lo que quién así lo desee podrá hacer en todo caso uso exclusivo, dentro de su ámbito territorial, de la lengua oficial de su elección.32

De modo que, en cuanto concierne a las administraciones públicas españolas, los efectos más relevantes de la oficialidad de una lengua son tres: generar para los ciudadanos el derecho a usar siempre la lengua oficial de su elección, obligar a las administraciones a emplear la lengua elegida por el ciudadano y do-Page 124tar de «plena validez y efectos jurídicos» a todos los documentos redactados en lengua oficial, aunque en el caso que ésta no sea el castellano pueden necesitar de traducción para surtir efectos fuera de su ámbito territorial. Y la consecuencia más importante para nuestro trabajo es que, por razones tanto competenciales como sustantivas, los LER no podrían garantizar el derecho de los GIC a comunicarse con la administración local en su propia lengua mediante su declaración como «lengua oficial» del municipio.

Descartada, pues, esta posibilidad, cobra plena justificación detenernos a continuación a estudiar la viabilidad de llegar a este mismo objetivo —asegurar que el GIC pueda usar su propia lengua para comunicarse con la Administración local— mediante una vía alternativa: la consideración de las lenguas comunitarias más habladas en el municipio como «lenguas de trabajo» del mismo.

V Las lenguas comunitarias como «lenguas de trabajo»

El concepto de lengua de trabajo es, como se ha visto, de uso común en las instituciones y organismos comunitarios, y se emplea para determinar las lenguas que se emplearán normalmente en el desenvolvimiento cotidiano de una determinada administración. Ya se ha visto que en las escasas ocasiones en las que una agencia u organismo comunitario ha regulado la selección de las lenguas de trabajo en una norma jurídica, esas lenguas son también las que se consideran de uso normal para las comunicaciones con los administrados, debiéndose en ese caso respetar los límites impuestos por los derechos lingüísticos asociados al derecho fundamental europeo a la buena administración.

Pues bien, una alternativa a la imposibilidad jurídica de otorgar a las lenguas comunitarias con mayor presencia en un municipio LER el status de lengua oficial en su territorio podría ser la determinación mediante una normativa propia de cuáles serían las lenguas de trabajo comunitarias en las que la administración municipal se comprometería a comunicarse con los administrados que así lo solicitaran y a tramitar los asuntos que se determinasen. El uso de estas lenguas, como ya se ha precisado, no podría en ningún caso menoscabar el derecho de los administrados a, de acuerdo con la Constitución, comunicarse con las administraciones públicas en castellano u otras lenguas oficiales.

Aunque la idea de contemplar, junto con las oficiales, las «lenguas de trabajo» de una administración tenga su origen en la práctica comunitaria, la propuesta que aquí se hace para los LER se distanciaría significativamente dePage 125aquélla al menos en un punto: a diferencia de lo que ocurre en la UE, en el LER se trataría de usar las lenguas de trabajo para ampliar, no para reducir, las posibilidades de comunicación de los administrados con la administración.

En efecto, el origen de las lenguas de trabajo en la Unión es claramente simplificar el trabajo de las instituciones y del resto de la administración comunitaria, aún a riesgo de restringir con ello los derechos de los administrados: dado el elevado número de lenguas oficiales, se seleccionan sólo las más habladas, en todo caso un número considerablemente menor, para servirse de ellas en la mayor parte de los trámites administrativos y en las comunicaciones orales y escritas que estos generan. La lengua de trabajo no sustituye generalmente a la oficial, pero el uso de ésta tiende a reducirse a lo que determinen factores políticos, como la naturaleza representativa de determinadas instituciones como el Parlamento, o jurídicos, como el ejercicio por parte de los ciudadanos europeos o del resto de las personas de sus derechos lingüísticos.

El empleo de las lenguas de trabajo en el LER tendría una finalidad completamente opuesta a la comunitaria: dado el reducido número de lenguas oficiales, y la imposibilidad de atender satisfactoriamente a un considerable número de administrados mediante su uso exclusivo, se habilitarían determinadas lenguas para, con carácter adicional, usarlas en la administración municipal, con el objetivo de garantizar mejor el derecho de todos a una buena administración y aún a riesgo de introducir una complejidad añadida en el funcionamiento administrativo. Para la administración del LER, el número de lenguas de trabajo sería mayor que el de lenguas oficiales y no, como ocurre en la UE, menor.

A pesar de estas diferencias, tanto el LER como la UE se enfrentarían, en este terreno, a problemas comunes: el respeto de los derechos lingüísticos, del que ya se ha hablado, la selección de las lenguas que serán declaradas «de trabajo» y el diseño del instrumento normativo idóneo para regular esta materia.

Desde el punto de vista del derecho comunitario europeo, la selección de lenguas de trabajo plantea la cuestión de la propia legitimidad de la operación de seleccionar sólo algunas lenguas comunitarias para darles, en la práctica, un estatuto en el municipio muy similar al de las lenguas oficiales. Hemos visto, hasta ahora, que ninguna lengua no española puede considerarse oficial en el LER y que ello no infringe los derechos de los ciudadanos comunitarios que residen en el mismo. Ahora bien, cambiar esta situación por otra en la que algunas de estas lenguas se considerarían lenguas de trabajo del municipio y el resto no, introduce un factor de desigualdad entre los comunitarios residentesPage 126que podría ser examinada desde la prohibición de discriminación por razón de la nacionalidad.

La jurisprudencia del TJCE avala la idea de que es lícito llevar a cabo una selección de este tipo, pero que la misma no podría ser arbitraria, sino que, por el contrario, debería estar necesariamente basada en criterios objetivos encaminados a satisfacer la finalidad con la que se lleva a cabo, es decir, una mejor administración. Una vez decidido el número de lenguas de trabajo que, añadidas a las oficiales, puede efectivamente asumir la administración del LER, la determinación de cuáles serían éstas debe tomarse en función de criterios como cuáles son las más habladas en el municipio o cuáles son las nacionalidades que cuentan con más presencia en el mismo. La exigencia de que estas decisiones no sean tomadas arbitrariamente se pone de manifiesto, por ejemplo, en el hecho de que las mismas pueden ser la base para exigir determinados conocimientos lingüísticos para acceder a puestos de trabajo en la administración municipal, un requisito que, tal como se desprende de la legislación comunitaria y de la doctrina del STJCE, podría, si no cumple con los principios de razonabilidad y proporcionalidad, ser contrario al derecho comunitario.33

De hecho, la propia Constitución española contempla la posibilidad de que, junto al castellano (lengua oficial en todo el Estado) y a las lenguas cooficiales autonómicas, los poderes públicos dispensen «especial respeto y protección» aPage 127otras modalidades lingüísticas. El propio artículo 3 CE, ahora en su apartado tercero, dispone en este sentido que:

La riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección

.

Los términos usados por el constituyente —«modalidades lingüísticas»— han introducido doctrinalmente el debate acerca de las lenguas a las que se aplicaría ese mandato de «especial respeto y protección», que algunos entienden reducido sólo a las propias lenguas oficiales (legitimando así las medidas de normalización de su uso que pudieran llegar a cabo los poderes públicos), mientras que para otros su correcto entendimiento jurídico apuntaría a un régimen de protección de intensidad «menor que el de oficialidad», pero susceptible de extenderse a un mayor número de lenguas, en el entendido de que el principio constitucional es que «unas lenguas se protegen y otras se declaran oficiales».34

Parece claro que el artículo 3.3 CE no se redactó pensando en las lenguas comunitarias que pudieran contar con un número significativo de hablantes en determinados municipios de nuestro país, pero la interpretación menos estricta del mismo dejaría claro que la Constitución puede amparar posibilidades de fomento lingüístico para lenguas que no tienen el carácter de oficial. De hecho, bajo esta disposición se cobija la protección que ocho de las diecisiete comunidades autónomas (además de las dos ciudades autónomas) dispensan a la diversidad lingüística en su territorio, cuando sólo en seis de ellas existe una segunda lengua oficial además del castellano. Este reconocimiento incluye al bable, el aragonés o el bereber o tamazight.35 Además, del art. 3.3. CE no se desprende ninguna titularidad competencial, por lo que debe entenderse que el mandato de «respeto y protección» puede ser desplegado por todos los poderes públicos, en función de las respectivas competencias que a cada uno de ellos pueda atribuirse.

A pesar de la imposibilidad constitucional de que una lengua comunitaria adquiera el carácter de lengua oficial, no existiría, entonces, ningún impedimento jurídico para que un municipio le atribuyera, con respecto a la propia Admi-Page 128nistración municipal, efectos en cierto modo análogos. Por lo que respecta a los derechos de los ciudadanos, es claro que conceder a los GIC la posibilidad de comunicarse en una lengua comunitaria con la administración municipal no plantea problemas de constitucionalidad, siempre que ello no implique una carga para los ciudadanos españoles que, no estando constitucionalmente obligados, como hemos visto, al empleo de otras lenguas oficiales distintas del castellano ni aún dentro de su ámbito territorial, menos lo podrían estar al de lenguas extranjeras que carecen de ese estatuto; quedando garantizado el uso de la lengua oficial de su elección por parte de los que puedan estar interesados en el procedimiento, el uso de otra lengua comunitaria por un GIC no plantearía duda de constitucionalidad. En cuanto a la obligación de la administración de seguir el procedimiento en la lengua elegida por el administrado, los principales problemas no serían tampoco de naturaleza jurídica, sino de medios personales y materiales, para cuya provisión se han hecho ya algunas propuestas interesantes.36 Y, por último, en cuanto a la plena validez y efectos jurídicos de las actuaciones seguidas en esta lengua, habría que estar, al igual que ocurre con las lenguas oficiales autonómicas, a lo dispuesto por la legislación general cuando hubieran de surtirlos fuera de la administración del LER.37

Es también claro, sin embargo, que la exigencia constitucional de que sólo puedan adquirir el estatuto de cooficial las lenguas españolas que se contemplen de este modo por los estatutos de autonomía se vería defraudada si los entes locales pudieran, indirectamente, colocar a determinadas lenguas extranjeras en una situación similar. Aunque los efectos de las disposiciones municipales que regularan el estatuto de estas lenguas fueran, como se ha dicho, equiparables, siempre persistirían diferencias sustanciales en cuanto a la naturaleza jurídica de las lenguas oficiales y las demás. Estas diferencias afectan a las obligaciones que las disposiciones que eventualmente regulen el estatuto de otras lenguas en el municipio generarían para otras administraciones públicas y al papel que juega el principio de autonomía local frente a las normas autonómicas o estatales sobre el particular.

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Con respecto a lo primero, es claro que las normas municipales no podrían afectar el uso de esas lenguas ante la administración autonómica o estatal: al contrario de lo que ocurre con las lenguas oficiales autonómicas en su ámbito territorial o con el castellano en todo el territorio nacional, las disposiciones lingüísticas del municipio surtirían efecto no sólo en su territorio, sino exclusivamente para su administración. Por otro lado, que las lenguas comunitarias no puedan ser lenguas oficiales capacita al municipio para esgrimir el principio de autonomía municipal frente a cualquier regulación externa sobre la materia: un municipio, por ejemplo, no podría dejar de cumplir las disposiciones estatales o autonómicas sobre lenguas oficiales, pero ninguna otra administración podría regular el uso de las que no tienen este carácter por la administración local en contra de su voluntad. En definitiva, la norma que eventualmente regulara el uso de lenguas comunitarias en la administración del LER tendría que ser necesariamente una ordenanza municipal que necesariamente agotaría sus efectos en el ámbito del municipio.

VI Un código de buenas prácticas administrativas en materia lingüística para los lugares europeos de retiro

La fórmula más apropiada para regular, dentro del marco que se acaba de describir, el estatuto de las lenguas comunitarias en la administración del LER sería la elaboración de un código de buenas prácticas administrativas en materia lingüística, en el que se seleccionaran las lenguas comunitarias que se considerarían como «lenguas de trabajo» de la Administración municipal —es decir, aquéllas en las que el municipio se compromete a prestar todos o algunos de sus servicios— y en el que se detallaría el protocolo de actuación de los funcionarios y trabajadores municipales concernidos y se regularían los derechos que asistirían a los GIC u otros ciudadanos que decidieran usar algunas de esas lenguas ante la Administración local.

El código de buenas prácticas podría tener su inspiración en el propio contexto comunitario, en el cual, también a raíz de la actuación del Defensor del Pueblo Europeo, el Parlamento Europeo ha aprobado el Código europeo de buena conducta administrativa (CEBCA), que pretende desarrollar los aspectos concretos del derecho a la buena administración establecido en la CDFUE, dirigido a las instituciones y órganos de la Unión Europea, cuyos contenidos deberán ser respetados por esas administraciones y por sus funcionarios en sus relaciones con los administrados.38

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Es significativo que, al igual que lo que se pretende con el código de buenas prácticas que debería aprobar el LER, el Código europeo de buena conducta administrativa va más allá de la normativa comunitaria en algunas materias, entre ellas en lo que se refiere a derechos lingüísticos de los ciudadanos. En efecto, el artículo 13 CEBCA establece el derecho a recibir una respuesta en la lengua del Tratado de su elección a «todo ciudadano de la Unión o cualquier miembro del público» que se dirija a las instituciones u órganos comunitarios, un derecho que, como hemos visto, el TFUE establece en toda esta extensión sólo para los primeros. Además, esta misma disposición del Código añade que el mismo trato se aplicará también, si fuera posible, a las personas jurídicas que lo solicitaran.39

El Código del LER no debería limitarse a establecer el estatus de las lenguas de trabajo de la Administración municipal, sino también especificar los servicios lingüísticos que el municipio se comprometería a prestar ante otras administraciones a demanda de los GIC u otros vecinos. En este sentido, el Código debería regular los servicios de traducción e interpretación que el municipio prestaría o coordinaría (contando, por ejemplo, con una red de voluntarios generada en el seno del movimiento asociativo de los GIC) ante servicios de la Administración autonómica o estatal radicados en el territorio municipal.

VII Conclusión

En Lau vs Nichols, una Sentencia de 1974, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos declaró contraria al derecho a la «igual protección bajo la ley» la negativa del sistema educativo público de California a dar un refuerzo específico a estudiantes de minoría china que no tenían la suficiente competencia lingüística en inglés.40 Hasta entonces, la educación bilingüe había sido implan-Page 131tada por algunas comunidades escolares, pero a partir de la sentencia Lau la Administración federal consideró su puesta en práctica obligatoria, en la medida en que pudieran estar implicados derechos constitucionales de estudiantes pertenecientes a grupos minoritarios. La consecuencia de Lau y otras decisiones judiciales de su estirpe fue, sin embargo paradójica: generó un enconado debate público sobre el bilingüismo en la educación que sirvió de caldo de cultivo para las distintas iniciativas de los movimientos a favor del «English Only» y concluyó con la abolición en California de la educación bilingüe obligatoria mediante la aprobación en referéndum de la «Proposición 227» en junio de 1998.

Lau ha sido tomada desde entonces como símbolo de cómo, en materia lingüística, la institucionalización de políticas que mientras eran llevadas a la práctica de manera informal no suscitaban rechazo en la población hablante de la lengua mayoritaria, puede traer consigo el efecto perverso de su desaparición o, al menos, contribuir decisivamente a que salga a la superficie un conflicto social hasta entonces sólo latente.41 ¿Podría ser éste el caso de las medidas de gestión de la diversidad lingüística propuestas aquí para su implementación en los LER españoles?

Aunque ese riesgo no puede nunca descartarse completamente, la experiencia comparada permite confiar en que su materialización sea poco probable. Ésta indica, más bien, que el nivel de conflictividad de medidas como las que aquí se proponen es de tipo bajo o medio bajo. No tienen como campo de aplicación preferente la educación, uno de los aspectos tradicionalmente más problemáticos, ni su puesta en práctica se considera parte de un más amplio reconocimiento del «sentimiento nacional» de los hablantes, otro aspecto que, por su alto componente emocional, es potencialmente conflictivo. De hecho, los problemas lingüísticos de los GIC se encuentran en gran medida desprovistos del esencialismo nacionalista que caracterizó las batallas lingüísticas libradas por las minorías en los estados propias de la primera etapa del derecho lingüístico.42

Por el contrario, las medidas propuestas en ese trabajo pretenden conseguir sólo un multilingüismo reducido y práctico, que compense el coste que el monolingüismo en los LER trae consigo en términos de eficacia administrativa,Page 132de ejercicios de derechos, y de calidad asistencial y de vida de su población. Un objetivo que parece todavía más justificado cuando se proyectan sobre una población que es muy probable que, por sus características de edad y de integración sólo relativa con la población hispanohablante, siga usando durante todo su tiempo de estancia entre nosotros su propia lengua materna, u otra lengua vehicular aprendida antes de emigrar a nuestro país, como único o casi único instrumento de comunicación.43

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[1] Sobre los GIC y los LER, véase Mayte ECHEZARRETA FERRER (ed.) (2005), donde se resume la investigación previa a la que se ha hecho referencia en el texto. Véase también Mayte ECHEZARRETA FERRER, Ángel RODRÍGUEZ y otros (2005); y Mayte ECHEZARRETA FERRER y Ángel RODRÍGUEZ (2007).

[2] Para algunos de estos aspectos, que no serán tratados ahora, véase Ángel RODRÍGUEZ (2005), una de cuyas secciones, revisada y actualizada, se reproduce en este trabajo. Véase también Ángel RODRÍGUEZ (2007).

[3] La caracterización como tales de los derechos lingüísticos, en Alessandro PIZZORUSSO (2000), p. 786

[4] Sobre la etapa «internacional» del derecho lingüístico, véase Carlos FERNÁNDEZ LIESA (2000).

[5] Sobre la vocación de «normalidad» de estas reglas, véase Paolo CARROZZA (2000) p. 175 y s. A esta situación la denomina Jaume VERNET (2004) «etapa nacional» del derecho lingüístico» (p. 226).

[6] Usamos aquí el término cooficial para dar cuenta, en sentido meramente descriptivo, de las situaciones en las cuales coexisten en dos territorios dos o más lenguas oficiales, una de las cuales lo es en todo territorio nacional. Sobre la polémica acerca de si la declaración de una lengua como lengua «oficial» de una comunidad autónoma le dota o no de un estatuto jurídico equiparable al español como lengua oficial en todo el Estado, con la única excepción de su dimensión territorial, véase, a favor, Jaume VERNET (2007), para el que la lengua autonómica oficial lo es «con el mismo alcance y efectos que se reconocen al de la lengua castellana en todo el territorio» (34); en contra, Ramón PUNSET (2007) p. 61 y s.

[7] Puede seguirse esta línea de aproximación al derecho lingüístico desde una de las primeras obras sobre el particular, la editada por el Consell Consultiu de la Generalitat de Catalunya (1983) hasta el reciente estudio de Jaume VERNET y otros (2003). Véanse también las diferentes leyes autonómicas de «normalización» de las lenguas cooficiales de las comunidades autónomas particularmente las leyes 10/1982, del Parlamento Vasco, de 24 noviembre, de Normalización del Euskera, 3/1983; del Parlamento Gallego, de 15 junio, de Normalización del Gallego, y la Ley 7/1983, de la Generalidad de Cataluña, de 18 abril de Normalización del Catalán, sustituida más tarde por la Ley 1/1998, de 7 de enero, de Política Lingüística; y la jurisprudencia constitucional suscitada a raíz de las mismas, particularmente las SSTC 82/1986, 83/1986, 84/1986, 123/1988 74/1989 50/1990 46/1991 y 337/1994. Una selección de estas sentencias del Tribunal Constitucional, y de otras posteriores igualmente relevantes en materia lingüística, puede verse en Jaume VERNET y Ramón PUNSET (2007).

[8] El ejemplo paradigmático sería el nuevo Estatuto de Autonomía (EA) de Cataluña, aprobado mediante la LO 6/2006, de 19 de julio, cuyo art. 6 consagra (como ya se hiciera en el Estatuto de 1979) el catalán como «lengua propia» y «lengua oficial», junto con el castellano, en el territorio de la comunidad autónoma. Esta aproximación estatutaria de la cuestión lingüística se complementa con la inclusión de una serie de «derechos lingüísticos» (art. 32 a 36 EA Cataluña) que, aunque reconoce el derecho de «todas las personas» a no ser «discriminadas por razones lingüísticas» (art. 32 EA Cataluña) contempla el derecho de «opción lingüística» (art. 33 EA Cataluña) solo en relación con el uso de las lenguas oficiales.

[9] Sobre lo que en el texto se denominan modelos europeos y norteamericano de derecho lingüístico, véase Michael ROSENFELD (2000).

[10] Jaume VERNET (2004), p. 227.

[11] Paolo CARROZZA (2000), p. 162.

[12] Sobre todas estas cuestiones, véase Paolo CARROZZA (2000), p. 186 y s.; Michael ROSEN- FELD (2000), p. 202 y s., y Alessandro PIZZORUSSO (2000), p. 786.

[13] Efectivamente, dado el carácter «instrumental» del derecho lingüístico, al que ya se ha hecho referencia, éste se ha volcado, tanto doctrinalmente como en la práctica, en una serie de campos típicos. Entre éstos, ocupan un lugar preeminente los que han sido objeto de las correspondientes presiones sociales por parte de los respectivos colectivos afectados. Sin duda, en cuando a las demandas de las minorías lingüísticas, el derecho más reivindicado ha sido el derecho a la educación en la propia lengua, y en consecuencia éste ha sido el campo más desarrollado, tanto doctrinal como legislativamente, en los países, como el nuestro, donde este enfoque es el predominante. Véase un panorama general en Antoni MILIAN I MASSANA (1994). Por lo que respecta a los grupos de inmigrantes (además de una perspectiva diferente del derecho a la educación, el derecho a recibir una educación no discriminatoria a pesar de hablar otra lengua), ha tenido un crecimiento similar, en los ordenamientos en donde se ha desarrollado, las construcciones en torno al derecho a no ser discriminado por razón de la lengua en el puesto de trabajo. Véase la sección «Workplace Language Discrimination», en AMERICAN CIVIL LIBERTIES UNION (en línea, en http://aclunc.org/language/langreport.html; visitado el 13 de octubre de 2004).

[14] Naciones Unidas ha llamado la atención sobre la necesidad de garantizar la accesibilidad a los servicios sociosanitarios, eliminando las desigualdades de todo tipo, incluidas las lingüísticas. Véase la «Cuestión 2» de la «Declaración Política de la II Asamblea Mundial sobre el Envejecimiento», Madrid, abril de 2002, en Revista Española de Geriatría y Gerontología, 37 (agosto 2002), suplemento 2, pp. 24 y s. También la Comunicación de la Comisión al Consejo y al Parlamento Europeo La respuesta de Europa al envejecimiento a escala mundial. Promover el progreso económico y social en un mundo en proceso de envejecimiento. Contribución de la Comisión Europea a la Segunda Asamblea Mundial sobre el Envejecimiento, de 18 de marzo de 2002, COM (2002) 143 final. Las necesidades lingüísticas en la atención sociosanitaria se incrementan exponencialmente en el caso de las demencias y otras enfermedades mentales con una presencia significativa entre las personas de edad avanzada.

[15] Que, en tanto que tales, podrían calificarse de «extranjeros de rango privilegiado»; véase Alejandro DEL VALLE (2004), p. 23.

[16] La diferencia se toma de Paolo CARROZA (2000), pp. 181 y s. Aunque la «minoría a pesar suyo» puede estar también formada por lo que denomina «submayoría», es decir, grupos lingüísticos que, siendo mayoritarios en el Estado, son una minoría en el territorio donde la lengua estatalmente minoritaria es hablada por la mayoría de la población, su formación típica vendrá dada por inmigrantes. Para estos últimos es de muy difícil aplicación el criterio de territorialización, propio de los mecanismos de tutela jurídica de la denominada «minoría voluntaria». En sus propias palabras: «La fuerte especialización que han asumido formas particulares de derechos lingüísticos, reconocidos a favor de alguna minoría, tiene [...] un corolario negativo: estos derechos lingüísticos, generados en los distintos ordenamientos por el reconocimiento de las numerosas minorías “voluntarias” existentes en Europa, en su desarrollo resultan de hecho de escasísima utilidad cuando se trata de proteger otros tipos de minorías, las de los inmigrantes y refugiados, que son comúnmente minorías a pesar suyo» (p.176). Carlos FERNÁNDEZ LIESA (2000, p. 244), atendiendo al hecho de que no se encuentran territorialmente concentradas, las denomina «minorías dispersas».

[17] La cita es de Alessandro PIZZORUSSO (2000 p. 805), que rastrea los precedentes de una concepción del derecho lingüístico alejada de la visión exclusivamente centrada en las minorías lingüísticas en Guy HERUAD (1971). Jaume VERNET (2004 p. 227), por su parte, propone la siguiente definición de derecho lingüístico: «disciplina jurídica que tiene por objeto de estudio las cuestiones jurídicas derivadas de la existencia de una multiplicidad de lenguas en contacto en un territorio determinado. Básicamente, abraza los derechos lingüísticos de los ciudadanos y el régimen jurídico de la lengua. Por ello se trata de una disciplina que comprende las normas reguladoras del uso de las lenguas en cualquier tipo de situaciones y no se refiere exclusivamente al derecho de las minorías lingüísticas». Por otra parte, la idea de que los orígenes del derecho lingüístico pueden en algún sentido lastrar la necesaria ampliación de su objeto se ha sugerido, por lo que hace al derecho internacional de ámbito europeo, por Carlos FERNÁNDEZ LIESA (2000), para quien éste no puede erigirse en «el modelo de referencia en derecho positivo que la comunidad internacional debe emular» (p. 244).

[18] Sobre esta «estratificación entre las lenguas» en el seno de la UE, véase Álvaro DE ELERA (2004), pp. 100 y s.

[19] Reglamento n. 1, del Consejo, de 15 de abril de 1958, por el que se fija el régimen lingüístico de la Comunidad Económica Europea (DO 1958, 17, p. 385). La base jurídica del mismo era el hoy art. 290 del Tratado Constitutivo de la Comunidad Europea (o Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, TFUE, la nueva denominación que le dará el Tratado de Lisboa), que establece que «El régimen lingüístico de las instituciones de la Comunidad será fijado por el Consejo, por unanimidad, sin perjuicio de las disposiciones previstas en el Estatuto del Tribunal de Justicia» (el TL solo lo modificará en el sentido de exigir que la acción del Consejo se lleve a cabo «mediante reglamentos»). Para Álvaro DE ELERA (2004), este reglamento de 1958 constituye «la piedra angular del régimen lingüístico de la UE»; del hecho de que fuera el primero producido por la CEE deduce «la importancia que ya a esas alturas otorgaban los Estados miembros fundadores a la cuestión lingüística» (p. 101).

[20] Art. 41.4 CDFUE. El apartado primero define, en general, el derecho a la buena administración como el derecho a que «las instituciones, órganos y organismos de la Unión» traten los asuntos «imparcial y equitativamente y dentro de un plazo razonable». La vis expansiva del derecho a la buena administración ha sido puesta de manifiesto resaltando que supone trasladar al ámbito administrativo un conjunto de garantías análogas a las que introdujo en su momento, en relación con la justicia, la consagración en nuestro país del derecho a la tutela judicial efectiva del art. 24 CE (en este sentido, Lorenzo MARTÍN RETORTILLO, 2002, p.195). Es necesario precisar que el origen de este derecho se encuentra en el art. 195 TCE, que, al instituir la figura del Defensor del Pueblo Europeo, lo facultaba para recibir «quejas relativas a casos de mala administración en la acción de las instituciones u órganos comunitarios». La actuación del Defensor en este sentido fue obligando a perfilar el concepto de «mala administración», que quedó finalmente definido en su Informe correspondiente al año 1997 del siguiente modo: «se produce mala administración cuando un organismo público no obra de conformidad con las normas o principios a que ha de atenerse obligatoriamente» (DEFENSOR DEL PUEBLO EUROPEO, Informe anual 1997, p. 25). Esta definición fue aceptada por el resto de las instituciones de la Unión, y ha sido con base en la misma cómo el Defensor ha venido tramitando las quejas por mal funcionamiento en la administración comunitaria. Sobre el particular, véase Ángel RODRÍGUEZ (2001), pp. 223 y s.

[21] Esta situación se hereda del Proyecto de Tratado Constitucional, que regulaba los derechos propios de la ciudadanía europea en las tres partes del mismo: el art. I-10, que establecía los derechos asociados a la ciudadanía de la Unión, los art. II-99 a II-106, que los volvían a regular como parte de la CDFUE y los art. III-123 a III-129, que establecían las políticas de la Unión sobre no discriminación y ciudadanía. Sobre la incidencia de esta triple regulación en los derechos lingüísticos, véase Ángel RODRÍGUEZ (2005), pp. 169 y s.

[22] Las «lenguas de los Tratados» son todas aquellas en las que el derecho originario es versión auténtica. Según el art. 53.1 TUE (en la redacción dada por el TL), son las lenguas alemana, búlgara, checa, danesa, eslovaca, eslovena, española, estonia, finesa, francesa, griega, húngara, inglesa, irlandesa, italiana, letona, lituana, maltesa, neerlandesa, polaca, portuguesa, rumana y sueca. Hasta 2005, el irlandés era la única de éstas que no era al mismo tiempo lengua oficial de la Unión, pues desde la adhesión de Irlanda —donde el inglés es también lengua oficial del Estado— se acordó otorgarle, a cambio de no ser lengua oficial, el estatuto de «lengua de los Tratados» (véase Álvaro DE ELERA, 2004). Esta situación cambió a raíz de que Malta, donde el inglés es también lengua oficial del Estado, lograra desde su adhesión a la Unión que se otorgara al maltés el estatuto no sólo lengua «del tratado», sino también el de lengua oficial, por lo que Irlanda obtuvo el mismo estatuto para el irlandés.

[23] En efecto, la remisión del art. 21 TFUE se hace expresamente al apartado primero del artículo 53.1 TUE, dejando pues fuera las lenguas a las que se refiere el apartado segundo, que contempla la posibilidad de que los Tratados puedan traducirse a cualquier otras lengua que determinen los Estados miembros, siempre que tengan «estatuto de lengua oficial en la totalidad o en parte de su territorio» (todo ello según la redacción dada por el TL). Este sería el caso, por ejemplo, de las lenguas cooficiales en España distintas del castellano. A pesar de ello, Jaume VERNET (2007) se refiere a los acuerdos firmados en 2005 y 2006 entre España y la UE para permitir un uso singular y «con tintes de oficialidad» de las mismas en ciertas instituciones de la Unión (véase p. 59 y la bibliografía a la que remite).

[24] Para una relación detallada de las fuentes y de la práctica del régimen lingüístico de cada Institución, en la que se basa el texto en lo que sigue, véase Álvaro DE ELERA (2004), p. 110 y s.

[25] Reglamento (CE) n. 40/94 del Consejo, de 20 de diciembre de 1993, sobre la marca comunitaria (DO 1994, L 11, p. 1), art. 115.

[26] STJCE C 361/01 P Kik, de 9 de septiembre de 2003.

[27] El texto completo del art. 51.1 CDFUE es el siguiente: «Las disposiciones de la presente Carta están dirigidas a las instituciones, órganos y organismos de la Unión, dentro del respeto del principio de subsidiariedad, así como a los Estados miembros únicamente cuando apliquen el Derecho de la Unión. Por consiguiente, éstos respetarán los derechos, observarán los principios y promoverán su aplicación, con arreglo a sus respectivas competencias y dentro de los límites de las competencias que los Tratados atribuyen a la Unión». El art. 51.1 CDFUE (y otras disposiciones similares de este mismo título) sólo pueden explicarse si se tiene en cuenta que, en la redacción de la Carta (y, aún más, en el debate sobre su posterior incorporación al fallido proyecto de Tratado Constitucional, cuya versión es, como se ha dicho, la que ha sido finalmente incorporada al derecho originario por el Tratado de Lisboa) se puso de manifiesto una gran preocupación por el riesgo que suponía que, al redactar una Carta de Derechos de la Unión, ésta pudiera ver, por vía indirecta, incrementadas sus competencias. Dicha preocupación, que debe entenderse en el marco del debate, a su vez más amplio, sobre el principio de subsidiariedad, hizo que se intentara evitar a toda costa (cuestión distinta es que el texto final haya sabido reflejar satisfactoriamente esta idea) que se otorgara a la Unión capacidad para regular el respeto de los Derechos de la Carta en aquellos ámbitos sobre los cuales no la Unión, sino los Estados, eran competentes. Por esta razón, el apartado segundo de esta misma disposición aclara que la Carta «[...] no amplía el ámbito de aplicación del Derecho de la Unión más allá de las competencias de la Unión, ni crea ninguna competencia o misión nuevas para la Unión, ni modifica las competencias y misiones definidas en los Tratados».La pretensión de la Carta en este sentido no es fácil de cumplir, pues es innegable la vis expansiva de muchas de sus disposiciones, aun aceptando la posibilidad de diferenciar en los derechos fundamentales dos dimensiones distintas, por un lado como límites al poder y por otro como ámbito material susceptible de regulación y por lo tanto de atribución competencial. En esta línea, y sobre estas disposiciones de la CDFUE, véase Paloma BIGLINO (2003).

[28] El «derecho a la buena administración» se ha recogido ahora en algunos de los nuevos estatutos de autonomía reformados a partir de 2006, por ejemplo en el art. 30 EA Cataluña o en al art. 31 del EA Andalucía. Sin embargo, en ninguno de ellos tiene asociados derechos lingüísticos, que se han considerado de manera independiente, y que incluye, tal como se ha visto (supra nota 8) el «derecho de opción lingüística», entendido como derecho a usar cualquiera de las lenguas oficiales (art. 33 EA Cataluña).

[29] El legislador autonómico, sin embargo, sí podría modular territorialmente los efectos de la declaración de oficialidad de la lengua autonómica, aprobando normas «materialmente básicas», cuyo despliegue normativo será luego realizado en función de la realidad sociolingüística concreta las distintas administraciones», véase Jaume VERNET (2007), p. 43 y los ejemplos ahí citados. Por otra parte, el EA de Cataluña de 2006 ha declarado por primer véase una lengua, el aranés u occitano (art. 6.5 EA Cataluña), oficial, según disponga la Ley, sólo en una parte de la Comunidad Autónoma, el valle de Arán, definido «como entidad territorial singular dentro de Cataluña» (art. 11 EA Cataluña).

[30] Sobre la existencia de un «modelo» constitucional, Luis LÓPEZ GUERRA (2000).

[31] STC 82/1986 sobre la Ley de Normalización del Euskera, FJ 2.

[32] Los posibles conflictos que debido a ello puedan surgir los ha regulado la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, cuyo artículo 36 dispone: «1. La lengua de los procedimientos tramitados por la Administración General del Estado será el castellano. No obstante lo anterior, los interesados que se dirijan a los órganos de la Administración General del Estado con sede en el territorio de una Comunidad Autónoma podrán utilizar también la lengua que sea cooficial en ella. En este caso, el procedimiento se tramitará en la lengua elegida por el interesado. Si concurrieran varios interesados en el procedimiento, y existiera discrepancia en cuanto a la lengua, el procedimiento se tramitará en castellano, si bien los documentos o testimonios que requieran los interesados se expedirán en la lengua elegida por los mismos. 2. En los procedimientos tramitados por las Administraciones de las Comunidades Autónomas y de las Entidades Locales, el uso de la lengua se ajustará a lo previsto en la legislación autonómica correspondiente. 3. La Administración pública instructora deberá traducir al castellano los documentos, expedientes o partes de los mismos que deban surtir efecto fuera del territorio de la Comunidad Autónoma y los documentos dirigidos a los interesados que así lo soliciten expresamente. Si debieran surtir efectos en el territorio de una Comunidad Autónoma donde sea cooficial esa misma lengua distinta del castellano, no será precisa su traducción». Por otra parte, la libertad de elección de lengua oficial, unida a la imposibilidad de, según el TC, extender la obligación constitucional de conocer el español que establece el art. 3.1 CE a otras lenguas, incluso aunque sean oficiales de una Comunidad Autónoma (STC 84/1986 sobre la Ley de Normalización del Gallego, fj 2) obligaría a matizar los plenos efectos de las lenguas cooficiales tal como los concibe la STC 82/1986, pues los actos de los poderes públicos «no despliegan efectos jurídicos plenos cuando están formulados en lengua no castellana si el receptor alega su desconocimiento ya que «la cooficialidad obliga al poder, pero es para los ciudadanos un puro derecho» (véase Francisco RUBIO, 2000, p. 420). En principio, esta situación no parece que pueda cambiar incluso con la extensión estatutaria del deber de conocimiento a las dos lenguas oficiales de una Comunidad Autónoma (así lo hace el art. 6.2 EA Cataluña), pues el deber de conocimiento de una lengua no podría, en principio, enervar el derecho a usar libremente la otra. Sobre la polémica acerca de la constitucionalidad del establecimiento por el EA Cataluña de un deber de conocimiento del catalán, véase dos posturas contrapuestas en Jaume VERNET (2007, pp. 39 y s.) y Ramón PUNSET (2007, pp. 83 y s.).

[33] La imposibilidad de exigir un determinado idioma para un trabajo a menos que el correcto desempeño de éste lo requiera se encuentra establecida en el artículo 3 del Reglamento 1612/68, DO nº L 257, de 19 de octubre de 1968, pp. 2-12. Ante la cuestión suscitada por un tribunal alemán, el STJCE declaró en la STJCE 424/97 Haim, de 4 de julio de 2000, que un Estado miembro puede supeditar la autorización para ejercer una profesión (en el caso, como odontólogo de la Seguridad Social, un título cuyo reconocimiento recíproco no se encontraba regulado por la normativa comunitaria) al requisito de poseer los conocimientos lingüísticos necesarios para ejercer esa profesión en el Estado miembro de establecimiento, reconociendo que «tanto la comunicación con los pacientes como la observancia de las normas deontológicas y jurídicas específicas de la odontología en el Estado miembro de establecimiento y la ejecución de las tareas administrativas requieren un conocimiento apropiado de la lengua de ese Estado», pero añadiendo que «no obstante, es fundamental que las exigencias lingüísticas [...] no vayan más allá de lo necesario para alcanzar dicho objetivo» y afirmando que «para aquellos pacientes cuya lengua materna sea distinta de la lengua nacional es beneficioso que exista cierto número de odontólogos capaces de comunicarse asimismo con tales personas en su propia lengua» (STJCE 424/97 Haim, de 4 de julio de 2000, pár. 59 y 60). Por su parte, y en cuanto a los requisitos lingüísticos de la función pública comunitaria, el artículo 28.f del Estatuto de los funcionarios de las Comunidades Europeas establece que sólo podrán ser nombrados funcionarios los que, entre otros requisitos, «justifiquen poseer un conocimiento profundo de una de las lenguas de las Comunidades y un conocimiento satisfactorio de otra de ellas, en la medida necesaria para el desempeño de las funciones que puedan ser llamados a ejercer». Sobre el particular, Álvaro DE ELERA (2004) p. 109 y s.

[34] Jaume VERNET (2007), p. 60 y 26.

[35] Este último se declarara, sin mencionarlo expresamente, objeto de protección en el art. 5.2.h del Estatuto de Melilla.

[36] Véase Juan Manuel AYLLÓN DÍAZ-GONZÁLEZ (2004).

[37] Puede apuntar en este sentido, la STC Endecha Astur II 48/2000, en la que se estableció que se había vulnerado el derecho fundamental de los recurrentes a participar en los asuntos públicos (art. 23.1 CE) al no haber accedido la Administración electoral a proclamar la candidatura que presentaban en lengua no oficial (FJ 4), corrigiendo así su doctrina anterior (STC Endecha Astur I 27/1996), y ello a raíz de que la reforma del EA Asturias estableciera que «El bable gozará de protección» (art. 4) y de la aprobación de la Ley autonómica 1/1998, de 23 de marzo, de uso y promoción del bable/asturiano.

[38] Código europeo de buena conducta administrativa, aprobado por el Parlamento Europeo el 6 de septiembre de 2001. En la misma resolución, el Parlamento invitó a la Comisión a presentar una propuesta de Reglamento que incluyera el texto del mismo, para darle así plenos efectos vinculantes. Desde su aprobación, no obstante, el Defensor del Pueblo Europeo admite los escritos que se basen en la violación de algunos de sus preceptos como quejas por mala administración.

[39] El texto completo del artículo 13 CEBCA dice así: «El funcionario garantizará que todo ciudadano de la Unión o cualquier miembro del público que se dirija por escrito a la Institución en una de las lenguas del Tratado reciba una respuesta en esa misma lengua. Esta disposición se aplicará, en la medida de lo posible, a las personas jurídicas tales como las asociaciones (ONG) y las empresas». El concepto de «Institución» en este artículo debe entenderse según lo dispuesto por el art. 2.4.a CEBCA, que establece que por «Institución» debe entenderse «una institución o un órgano comunitario».

[40] STS EE UU Lau vs Nichols 414 US 563 (1974).

[41] Véase James CRAWFORD (2000), particularmente pp. 84-103 («The political paradox of bilingual education») y pp. 104-127 («The proposition 227 Campaign. A Post Mortem»).

[42] La escasa implicación de sentimientos nacionalistas parece ser, en general, una de las notas propias del problema lingüístico en el ámbito comunitario, véase Florian COULMAS (1991, p. 3).

[43] Sobre los factores que hacen que una población hablante de una lengua socialmente no mayoritaria pierda ésta a favor de la dominante, véase CRAWFORD,«Seven Hypotheses on Language Loss».

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