La filosofía normativa neo-empleocentrista: derechos, condiciones, representaciones

AutorPablo Miravet
Cargo del AutorUniversidad de Valencia
Páginas143-178

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1. La ambigüedad de un diagnóstico

Un punto importante en la justificación de la deseabilidad éticopolítica de la Renta Básica (en adelante, RB) es la asunción de un concepto amplio de trabajo, no limitado a su forma mercantilizada. Según esta definición, trabajo es cualquier actividad humana orientada a la producción de bienes y servicios en el mercado y fuera del mercado. Cabe, así, distinguir el trabajo remunerado, el trabajo reproductivo y el trabajo voluntario. Estas tres modalidades se diferencian no tanto por la clase de actividad, cuanto por el tipo de relación y la esfera en los que aquélla se inserta y se desarrolla. Puede, de hecho, argumentarse convincentemente que una actividad x es susceptible de ser indiferenciadamente calificada como trabajo remunerado (si x se realiza en el ámbito de las relaciones productivas o de mercado, ya sea por cuenta ajena, ya por cuenta propia), trabajo reproductivo (si x se despliega en el ámbito de las relaciones doméstico-familiares) y trabajo voluntario (si x se lleva a cabo en el ámbito de las relaciones sociales o comunitarias), en los dos últimos casos sin contraprestación salarial ni rendimiento económico para el que realiza x.

Aceptando plenamente este marco conceptual y sus relevantes implicaciones normativas1, creo que es una cuestión pacífica que la teori-

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zación de connotaciones epocales sobre la "crisis del trabajo" ha tomado como referente privilegiado las transformaciones experimentadas en el ámbito productivo a lo largo de las últimas tres décadas, sus impactos sobre el trabajo remunerado en el mercado, y, más específicamente, sobre el trabajo dependiente, por cuenta ajena o en régimen de subordinación, es decir, el empleo. La llamada crisis del trabajo es, ante todo, la crisis del trabajo asalariado y del fenómeno salarial, y puede ser identificada con la quiebra de la forma tendencialmente hegemónica que adoptó el empleo en las economías capitalistas avanzadas durante las décadas posteriores a la segunda guerra mundial. La expresión "crisis del trabajo" alude, implícitamente, a la erosión y la deshomogeneización de la relación de empleo ideal-típica basada en el contrato de vocación expansiva que se consolidó en el contexto de la maduración de las diversas variantes del Estado social postbélico, la denominada relación salarial fordista, es decir, la relación de trabajo subordinado indefinida, exclusiva, a jornada completa e investida de las protecciones del estatuto laboral, que ya podemos llamar clásico en sus diferentes modulaciones.

En la amplia literatura generada por la crisis del trabajo se han solapado los análisis de la incidencia de los cambios socio-estructurales, políticos y reguladores en la esfera del empleo y consideraciones de mayor calado sobre el rol, el significado, la función, el sentido y el valor del trabajo. Con distintos acentos e infiexiones, la crisis del empleo ha aparecido vinculada en muchas de estas aproximaciones a un diagnóstico recurrente: la "pérdida de la centralidad del trabajo", diagnóstico en no pocos casos tributario de una tendencia a la idealización, más o menos inconsciente, de la sociedad del trabajo postbélica. Sin pretender abordar en profundidad todas las aristas de la cuestión2, creo conveniente subrayar que el sintagma "pérdida de la centralidad del trabajo" adolece de considerables márgenes de equivocidad. Considero útil, en este sentido, tratar de matizar ciertos aspectos de la conexión, convencionalmente aceptada, entre la difícilmente controvertible tesis de la crisis del empleo y el diagnóstico de la "pérdida de la centralidad". A tal fin, adoptaré como punto de partida la estipulación sugerida por Noguera (2002), de acuerdo con la cual cabe diferenciar la centralidad descriptiva del trabajo (o la centralidad del trabajo en sentido descriptivo) y la centralidad normativa del trabajo (o la centralidad del trabajo en sentido normativo), si bien

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interpretaré un poco libremente la distinción (siempre en referencia al empleo) y la adaptaré a los propósitos argumentativos de este trabajo.

La centralidad en sentido descriptivo hace referencia a la cuestión fáctica de si el trabajo tiene un puesto central en la existencia de los seres humanos. Se trata de una cuestión avalorativa que, creo, puede ser reformulada en estos términos: si y de qué modo el empleo juega o no un rol central en la integración funcional de los individuos en la sociedad, la cohesión societal, la distribución de oportunidades y el desarrollo individual. Por su parte, la centralidad en sentido normativo hace referencia a la cuestión política y ética de si el trabajo debe tener esa importancia sociocultural y si debe haber un vínculo claro entre trabajo y beneficios sociales diversos (ingresos, supervivencia, ciudadanía, estatus, etc.). Se trata de una cuestión axiológica que, para los fines de este trabajo, creo que puede ser reformulada, a su vez, en estos términos: si y por qué debe haber un vínculo más o menos estrecho y explícito entre el empleo y los beneficios, los derechos y las prestaciones que proveen los sistemas de bienestar social.

Aunque estas páginas se centrarán en esta última dimensión, cabe al menos dejar apuntado que, en el plano descriptivo, el interrogante sobre la pérdida de centralidad del empleo en el escenario inaugurado por las crisis de los setenta y ochenta admite respuestas distintas en función de la perspectiva que se adopte. Si la cuestión se plantea desde el punto de vista de la integración funcional normalizada en la trama social a través del trabajo asalariado de todos los sujetos en edad laboral, resulta lícito hablar de la pérdida de la centralidad del empleo. Determinados procesos bien conocidos (postindustrialización, terciarización, modificación de la estructura ocupacional, cambio demográfico e internacionalización económica, entre otros) y determinadas dinámicas a ellos asociadas (déficit estructural de empleo, precarización, dualización, nuevas vulnerabilidades, fragmentación de la clase trabajadora fordista, desindicalización, entre otras) han debilitado seriamente el carácter "ubicador" del trabajo asalariado, alterando el horizonte de estabilidad vinculado a la inserción en el empleo y el anclaje al puesto de trabajo que dotaba al itinerario vital del trabajador estándar (masculino) de una estructura lineal y acumulativa en el marco de los compromisos y las disciplinas de las sociedades industrial-salariales de postguerra. Ahora bien, todavía en la dimensión descriptiva, la cuestión admite igualmente una respuesta negativa. Si el interrogante se plantea desde la perspectiva de la posición social, el

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desarrollo personal y la distribución de oportunidades vitales para los individuos, el diagnóstico de la pérdida de la centralidad del empleo es menos plausible. Podría decirse, más bien, que los procesos y las dinámicas a los que se acaba de hacer referencia han ido configurando, lenta y progresivamente, un nuevo formato de la sociedad del trabajo sustancialmente distinto al que estuvo vigente durante la fase expansiva del modelo de acumulación y desarrollo fordista. Ello no significa que las sociedades contemporáneas no sigan estando absolutamente organizadas alrededor del empleo, ni que el empleo haya sido despojado de la relevancia sociocultural que ha tenido en la modernidad, si bien se debe conceder lo que hace ya algunos años apuntó gráficamente Bouffartigue (1996-1997) siguiendo a Tosel: el trabajo asalariado ha adquirido una centralidad negativa o como mínimo paradójica; el trabajo abstracto sigue estando en el centro de la dinámica capitalista, pero provoca la no centralidad del trabajo vivo para una multitud cada día mayor de excluidos del empleo asalariado. En síntesis, inevitablemente simplificadora, la ambivalencia o la equivocidad del diagnóstico sobre la pérdida de centralidad del empleo en el plano descriptivo consiste en que el empleo no es ya el dispositivo privilegiado o, si se quiere, natural de integración social, no sólo en el caso de los excluidos de los circuitos formales del empleo y los desempleados, sino también en el de los segmentos de trabajadores insertados débil, intermitente y precariamente en la esfera laboral; sin embargo, en un nivel de análisis estrictamente descriptivo y avalorativo, es poco discutible que el trabajo remunerado en el mercado continúa siendo determinante (es decir, central) en la existencia de los individuos, y ello no sólo en el sentido banal de que el empleo es necesario para la supervivencia material.

Si desplazamos la atención hacia la segunda dimensión señalada (la centralidad normativa del empleo, tal y como ha sido redefinida arriba), el diagnóstico de la pérdida de la centralidad se torna todavía más ambiguo. Precisamente en un contexto marcado por las dificultades para la integración y la reproducción a través del (y en el) empleo de amplios estratos de la población activa, se ha producido la emergencia y la consolidación de una filosofía de la intervención social basada en la revalorización (moral) del empleo y del vínculo (normativo) entre el empleo y el bienestar social a través del refuerzo, en sentido restrictivo, de la condicionalidad en el acceso a las prestaciones. La aplicación de esta filosofía, a la que cabe denominar "neo-empleocentrista", no se ha limitado al tratamiento de ciertos fenómenos asociados al agotamiento del modelo de regulación

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fordista y la emergencia de la llamada nueva cuestión social (desempleo, pobreza, exclusión) y ha tenido proyección en distintos sectores de los Estados del bienestar3. No obstante, aquéllos han sido los ámbitos privilegiados de acción del neo-empleocentrismo, que se ha concretado en el rediseño de la...

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