Neocons y teocons: fundamentalismo versus democracia

AutorElías Díaz
Cargo del AutorUniversidad Autónoma de Madrid
Páginas13-36

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1. Fundamentalismo teocrático, fundamentalismo tecnocrático

Entiendo el fundamentalismo como un desafío para la democracia actual, como uno de los desafíos teórico-prácticos más insistentes que existen contra el Estado democrático. En concreto, de lo que tratamos aquí es de la coalición y conjunción, más o menos formal (o informal), entre el fundamentalismo tecnocrático, economicista, de los neocons y el fundamentalismo teocrático, religioso, de los teocons. Poderosa coalición y confiuencia que, desde hace ya algún tiempo, se manifiesta y actúa a nivel también global como reacción muy conservadora contra las principales exigencias y propuestas que identifican al laicismo civil y a las políticas de progreso; es decir, institucionalmente contra el Estado democrático de Derecho.

Pero "fundamentalismo" -precisemos los términos- no es doctrina que deba aplicarse sin más a quienes con toda legitimidad buscan, proponen y debaten los fundamentos (racionales y/o empíricos) del conocimiento, de la realidad: toda filosofía, toda ciencia, en mayor o menor medida, lo hace y debe hacerlo. Ese término o el de "fundamentalistas" quizás evocan, en el pasado y también hoy, palabras y doctrinas que tienden a situarse como cercanas a posiciones determinadas por un carácter de ortodoxa infalibilidad, de absoluta verdad, actitudes de un cierto (elevado) sentido dogmático, acrítico. La respuesta a los (nuevos) fundamentalismos, al igual que a todos los (viejos) dogmatismos, no es,

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en modo alguno, el relativismo, sino precisamente el pensamiento crítico y autocrítico. Y ello, tanto en una como en otra dirección: así, además de esos mencionados fundamentalismos conservadores, también hay quienes hablan hoy de algún fundamentalismo democrático, asimismo criticable y criticado1.

Ferrater Mora ha señalado que el término "fundamento" se usa en varios sentidos: a veces equivale a "principio", a veces a "razón", a veces a "origen". Pero añade que es más habitual descartar esta última cuestión referida fácticamente a los orígenes (en el tiempo) cuando se habla de fundamento, por lo que las dos principales acepciones de éste serían -dice- las siguientes: como "fundamento material", la que tiende a identificarlo con la noción de causa, especialmente cuando ésta tiene el sentido de "la razón de ser de algo"; y como "fundamento ideal", la que, referida a un enunciado o conjunto de enunciados, implica a su razón o explicación racional. Ambas acepciones, que se conectan, pues, con las nociones de causa y principio, reenviarían, a su vez, al principio de "razón suficiente"; en el mismo sentido -señala aquél- que tendría Grund, en alemán, como fundamento, y que se aplica en filosofía jurídica a la kelseniana Grundnorm. De todos modos, Ferrater no deja de anotar que el uso del término fundamento es muy variado y, en la mayor parte de los casos, nada preciso. Valgan, pues, a mi juicio, las precisiones que él mismo establece en su análisis2.

Junto a estos reenvíos y más debatidos caracteres generales, en lo que en cambio sí hay bastante acuerdo es en el origen histórico, por lo menos en el más cercano referido a nuestro tiempo, del estricto término "fundamentalismo". De siempre han existido, en la peor historia, actitudes fanáticas, intolerantes, dogmáticas que -como decíamos- tienen no poco que ver con aquél. Pero Ferrater Mora apunta asimismo que "fundamentalismo" es usado hoy como traducción de fundamentalism, o tendencia de los que siguen literalmente las enseñanzas de la Biblia. En efecto se constata así, en tiempos recientes, su concreto origen religioso y su fundamento (causa y principio) como recta lectura de la Biblia, en el mundo del movimiento evangélico cristiano de los Estados Unidos en

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torno al segundo decenio del pasado siglo XX. Es decir, que el pedigree fundamentalista de los eclesiásticos teocons resulta ser, así, de mayor alcurnia genética que el de sus compadres y advenedizos mercaderes/ mercadistas neocons.

Susan George, en su libro El pensamiento secuestrado, muy útil para estas cuestiones, ha vuelto a recordar tales orígenes del término "fundamentalismo", en esos primeros tiempos del siglo XX, en los ambientes de las confesiones evangélicas: "La lenta y gradual llegada a una audiencia masiva de las críticas especializadas de la Biblia, más la infiuencia de las teorías darvinianas, estaban erosionando -dice- la creencia en la Biblia como documento literal. Los clérigos conservadores -señala aquélla- reaccionaron enérgicamente, publicando y difundiendo ampliamente una serie de folletos titulados Los fundamentos: un testimonio de la verdad. En 1920 un periodista baptista llamado Curtis Lee Laws acuñó la palabra ?fifundamentalista?? , que definía a cualquier persona dispuesta a salir a luchar por estos fundamentos bíblicos. La palabra prendió y ahora -concluye Susan George- se aplica a cualquier persona que tome los textos sagrados literalmente, sea cual sea su religión o ideología" (George, 2007)3.

Es decir, que puede haber fundamentalismos, lecturas simples al pie de la letra de los textos sagrados de diferentes religiones o de los así considerados, como sacros, por exégetas y escoliastas fanáticos de unas u otras filosofías o ideologías. De la crítica a algunos de esos desafíos conservadores y reaccionarios, hecha precisamente desde su oponente, el pensamiento democrático, es de lo que se ocupan estas páginas, que

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se insertan, ahora de modo personal e implícito, en el conjunto de toda mi obra anterior, comenzando por mi primer libro Estado de Derecho y sociedad democrática (1966), y terminando en el (por ahora) último Un itinerario intelectual. De filosofía jurídica y política (2003).

En este apartado inicial de precisiones terminológicas y conceptuales, recordemos también una diferencia significativa que se suele señalar en el interior mismo de esa común ideología conservadora y que se enunciaría así: mientras todos los denominados neocons son neoliberales (en economía con soberanía del mercado), no todos los neoliberales son neoconservadores. La diferencia se marcaría sobre todo en las que en los Estados Unidos se denominan -tomo la expresión de Susan George- "políticas del cuerpo": es decir, más permisivos los neoliberales en todo lo referente a las actitudes sobre la homosexualidad, el aborto, la eutanasia, la bioética, el antiracismo, el feminismo, etc. Ante (contra) tales cuestiones los tecnócratas neocons coinciden plenamente en su tajante oposición con los fideístas teocons. Pero ante la soberanía del Estado democrático todos ellos vuelven a unirse, intentando reducirlo a los límites -mercado o texto sagrado- de una u otra "ley natural".

Puede muy bien señalarse que el dominio conservador de estos últimos decenos, tiene su arranque con la llegada al poder, en el final de los años setenta, de esos fuertes caracteres y grandes comunicadores que fueron Karol Wojtila (1978), Margaret Thatcher (1979) y Ronald Reagan (1980). Con ellos se restauraron y expandieron, con apariencias de modernidad, los presupuestos del dual y actual fundamentalismo teocrático y tecnocrático derivado de tiempos anteriores4.

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Hay, sin duda, diferencias entre ambos movimientos, diferencias objetivas e incluso subjetivas, o sea de talante personal. Sobre éstas se ironiza con frecuencia haciendo observar que el fundamentalista teocrático suele ser más rígido, más lúgubre y tétrico; el tecnocrático se muestra siempre más alegre, irónico y desenfadado (cínico, señalarán sus adversarios). Pero también, a ese nivel, son frecuentes los intercambios: religiosos felices y confiados ante las expectativas futuras del negocio de la salvación y economistas angustiados ante los riesgos y problemas cercanos de su propio negocio empresarial. Sin embargo, más allá de las diferencias objetivas y de éstas y otras de carácter psicologista, es -creo- mucho más consistente lo que une y vincula a ambos fundamentalismos en el mundo actual.

De manera principal, para la perspectiva considerada aquí, lo es su contumaz rechazo del Estado, en especial su recelo y aversión a las intervenciones del Estado democrático. Es bien conocido que no pocos neoconservadores, liberales sólo en economía, para nada le han hecho ascos -así, en la España franquista- a su plena colaboración con Estados autoritarios y dictatoriales. En cambio, esos recelos crecen y se manifiestan con mayor insistencia en el día a día y en las grandes teorías ante la presencia activa y las decisiones de las instituciones públicas de representación popular, es decir, ante los Estados de mayor contenido y formato democrático. El mercado es para ellos la gran panacea contra tal maldad estatal y quien, por tanto, debe restringir, debilitar o incluso suprimir -Estado mínimo- tal intervencionismo. El Estado sólo debe intervenir, según ellos, en la conservación y custodia vigilante del orden (económico y demás) establecido precisamente desde su no intervención.

Con aún mayor claridad y rotundidad se alecciona por parte de las iglesias, y en esos mismos términos discriminatorios, contra las intervenciones del Estado democrático. Aquí no es necesariamente el omnipotente mercado quien subordina y debe subordinar al Estado democrático, sino la doctrina de la jerarquía eclesiástica, que se define como encarnación de la ley eterna y de la misma ley natural. Pero tal conjunción fundamentalista se redobla y refuerza, como con frecuencia ocurre por ambos bandos hoy, cuando la "lex mercatoria" se identifica sin más con la ley natural. Cuando se predica que el orden natural -identificado con el orden eficaz- consiste exclusivamente en dejar hacer, dejar pasar...

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