Europa entre dos líneas político-criminales

AutorIñaki Rivera Beiras
Páginas109-130

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1. La paulatina penetración de la Criminología de la Intolerancia y las políticas de tolerancia cero

Por un lado, se nos presenta una globalización que, la mayor parte de las veces, no es otra cosa que una (norte)americanización del planeta en aras a la construcción de un mercado único y global. Si esto es así, deberemos prestar una atención muy especial a lo que desde aquella órbita cultural y geográfica se proponga pues, antes o después, aquella producción empezará a irrumpir en nuestros contextos y a difundirse de modo aparentemente «natural» en nuestras sociedades. Si, dentro de semejante mundialización del modelo (norte)americano atendemos en concreto a las políticas penales, policiales, de seguridad, carcelarias, etc., el problema se torna especialmente complejo. Hace tiempo ya que EE.UU. consagró el «Estado Penal» y liquidó toda forma de asistencialismo. Christie llamaba seriamente la atención sobre ello en 1993;1 Young lo denunciaba en 19962y Wacquant lo ha descrito años más tarde3con una escalofriante precisión.

En efecto, hace algo más de dos décadas, EE.UU. presentó el diseño de lo que daría en llamarse la política de la tolerancia cero. La confluencia de determinados aconteci-

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mientos propició el inicio de un tipo de orientación policial que empleó la conocida estrategia de las broken windows (ventanas rotas), por la cual se estableció que hasta las más mínimas infracciones o incluso meras sospechas, deben ser drásticamente perseguidas —y detenidas— para evitar que «el delito vaya a más» (cfr. Wilson y Kelling 1982). Cuando en 1993, asumió como alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, enarboló la bandera de la Zero Tollerance, entendida como la in-tolerancia frente a la ebriedad, grafittis, pequeños hurtos, prostitución, vandalismo, mendicidad, etc. Comenzaba la «guerra contra la pobreza», que pretendía proteger a las clases más acomodadas y temerosas de la in-seguridad ciudadana reinante (y previamente explotada mediáticamente). El crecimiento del sistema penal, que había comenzado en la década anterior, experimentó un notable ascenso. Cuerpos de Policías (ordinarias, especiales y de élite), organización «ganancial» en las Comisarías, aumento de las estructuras judiciales (y del Ministerio Fiscal), planes de construcción penitenciaria y privatización carcelaria.

El recorte del Estado social, la paulatina liquidación de la cultura del welfare, la consagración de políticas criminales altamente represivas, la paulatina construcción de la criminología de la intolerancia (Young op. cit.), la preparación de todo ello en los think tanks norteamericanos (para su posterior exportación a Europa a través de Gran Bretaña —cfr. Wacquant op. cit.—), constituyen algunos ejemplos de la penalidad fabricada y exportada por y desde aquellos ámbitos. La gestión de la «nueva pobreza» ya no es, pues, asistencial.

El management ahora adquiere rasgos policiales, penales y carcelarios; el sistema penal, cada vez más alejado de sus bases fundacionales, debe gestionar dosis cada vez más altas de conflictividad social. La superación de la cifra de dos millones y medio de reclusos (con auténticas colonias penales en este nuevo milenio, como señala Wacquant 2001) y de

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alrededor de entre cuatro y cinco millones más de personas bajo medidas penales de diversa índole, en los Estados Unidos, es tan emblemática que no precisa mayores comentarios. Como indican Burton Rose, Pens y Wright (y ya había señalado Christie cinco años antes), la industria carcelaria norteamericana ha edificado uno de los mayores gulags del presente que, por la vía de reproducir la miseria que dice gestionar, asegura su propia supervivencia.4Por supuesto, y como ha sido anticipado ya, el control al que se alude ya no sólo representa una actividad estatal, como advirtiera Christie. Como hemos visto a propósito de la última visión sobre el castigo, Garland ya habla de la conformación de una auténtica cultura del control (cfr. 2001). Pero, además de ello, el auténtico negocio económico que la industria del control ha generado, ha multiplicado la aparición de empresas privadas dedicadas a esta lucrativa actividad. En EE.UU., por citar tan sólo uno de los tantísimos acontecimientos últimos, una empresa de Tampa (Florida) ha estrenado hace poco tiempo (y ha instalado ya) un sofisticado sistema de video-vigilancia en toda la ciudad para el combate contra la delincuencia. Como ha podido explicar uno de los técnicos de la empresa fabricante (Visionics Corporation, de New Jersey),5se trata de un sistema de cámaras de reconocimiento de rasgos faciales que envían contínuamente imágenes a las comisarías, donde sus computadoras las contrastan con las que tienen almacenadas en el banco de datos de delincuentes (sistema FaceIt).6De poco

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parecen estar sirviendo las protestas de organizaciones defensoras de los derechos civiles, en especial de la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU), las cuales se quejan de la vulneración del derecho a la intimidad y privacidad y de la paulatina «implantación de un Estado policial» (cfr. El País, 17-07-2001).

Para terminar, sólo señalar que todo ello conformaba ya el panorama punitivo de los Estados Unidos de Norteamérica anterior al 11 de septiembre de 2001. Habrá que seguir particularmente atentos a cuanto ha comenzado a suceder a partir de una fecha que, posiblemente, ya ha marcado un punto de inflexión, un antes y un después en la historia. En este ensayo, a ello se procederá más adelante, cuando se examinen algunas de las principales medidas adoptadas en estos últimos años por algunos países en concreto.7

2. La cultura y la legislación de la emergencia y excepcionalidad penal

Por otro lado, si cruzamos el océano y acudimos a Europa occidental, la sociedad del riesgo de que habla Beck dibuja un panorama que él mismo define como el de un futuro de inse-

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guridad permanente. Semejante modelo encuentra sus expresiones en algunos ejemplos: los peligros nucleares; ambien-tales; laborales (precariedad, flexibilización laboral y de la figura del despido,8etc.); los de tipo sanitario-alimenticio (contaminación, infecciones, adulteración de los alimentos, transgénicos, problema de las enfermedades de los vacunos y cerdos, etc.); los derivados de la alta accidentalidad (la muerte o las graves lesiones en los vehículos y transportes en general, la elevada tasa de accidentes laborales); los que provienen de los desajustes psíquico-emocionales; los propios de las patologías del consumo (anorexia, bulimia...).

Pues bien, tras el 11 de septiembre de 2001, el estado, la sociedad del riesgo y de la inseguridad permanente, sin duda se han multiplicado. Ya nada es, precisamente, «seguro». Desde los ataques a Nueva York y Washington, las alarmas y los pánicos sociales, junto a su tratamiento mediático, se han disparado. A la lista de los «riesgos» de Beck, se deben sumar ahora muchos otros elementos de inseguridad. La situación de auténtica histeria securitaria que viven los EE.UU. (sólo baste pensar en lo que allí supone el peligro de recibir cartas, de contaminaciones de ántrax, de guerras y ataques bacteriológicos, etc.), ha trasladado la sociedad del riesgo al corazón del mundo que presumía de sus sociedades seguras. Estados Unidos de Norteamérica vive bajo alarmas constantes que ya están señaladas con colores que los ciudadanos pueden contemplar cada día desde que despiertan, como antes se enteraban de la temperatura y la humedad; hoy se les advierten el color/grado de amenaza que vive la nación. El trastocamiento es decisivo.

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Pero volvamos ahora a Europa. Ya antes de todos estos últimos acontecimientos, la caída de las grandes narraciones, la paulatina difuminación del trabajo como elemento fundante de algunos Estados europeos de la segunda post-Guerra Mundial y otros elementos del presente, configuraban un panorama preocupante. Una situación semejante empezó así a abonar el terreno para las respuestas políticas al miedo, al riesgo, a la inseguridad: el miedo al otro extranjero está provocando una conflictividad social en Europa que es «respondida» por las agencias estatales con políticas de inmigración restrictivas y con legislaciones que parecen reservarse el «derecho de admisión» de ciertos extranjeros en los Estados europeos. El cuadro de las migraciones en la Europa del nuevo milenio dibuja —paradigmáticamente— un tipo de subjetividad que cada vez más es atajada con las instancias más duras del control estatal. Pero en Europa, además, desde hace décadas, todo ello se cruza con otro problema.

Es sabido que tras la segunda Guerra Mundial, Europa inauguró el movimiento del llamado constitucionalismo social. Emblemáticas en tal sentido fueron las Constituciones alemana e italiana. Poco tiempo después, la mayoría de los países europeos emprendían sus procesos de reformas penitenciarias bajo aquel firmamento constitucional indicado. La resocialización —la prevención especial positiva— se erigía en finalidad suprema de las «nuevas» penas privativas de libertad. Mas, contemporáneamente a ello, el fenómeno de la violencia política y el terrorismo también irrumpían en Europa y, para atajarlo, los Estados recurrieron a unas legislaciones, y a unas prácticas, antiterroristas que fueron después conocidas con el nombre de la cultura de la emergencia y/o excepcionalidad penal. Veamos un poco en qué consistió semejante cultura jurídica.

Retomando la célebre formulación binaria de Beccaria, dejemos por un momento la cuestión relativa a las penas (que se verá más adelante) y analicemos lo relativo a los delitos, en este caso, políticos.

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a) Naturaleza de los delitos «políticos» y formas de reacción

Como indica Olarieta, el primer problema con el cual se enfrenta todo estudioso de...

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