Capítulo I. La usurpación de estado civil en la sociedad postindustrial

AutorJuan Alberto Díaz López
Páginas23-49

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CAPÍTULO I.

LA USURPACIÓN DE ESTADO CIVIL EN LA SOCIEDAD POSTINDUSTRIAL

A La creciente preocupación social ante determinadas conductas usurpatorias

Si acudiendo ante un grupo de hombres y mujeres de mediana cultura, de repente preguntáramos: “¿qué opinan ustedes de los delincuentes que usurpan el estado civil de las personas?” lo más probable es que su primera respuesta fuera un silencio desconcertado, o a lo sumo, quizás, alguna tímida voz se alzara para inquirir si eso guardaba alguna relación con simular un fallecimiento para cobrar una pensión de viudedad. Tras estos primeros instantes de desconcierto, ya fuera porque alguna de estas personas tuviera algún conocimiento jurídico que le permitiese concebir un concepto de estado civil más cercano a la realidad, o bien porque escrutando entre los descartes de su memoria selectiva, alguien recordara los ámbitos en los que los medios de comunicación y las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado mencionan esta conducta delictiva, comenzarían a concatenarse las reprobaciones contra “los inmigrantes que usan papeles falsos”, “el phishing informático” y toda manifestación delictiva que guardase relación con las “suplantaciones de personalidad”. Ciertamente, “usurpación del estado civil” es un concepto decimonónico de difícil comprensión para el ciudadano medio actual, que sin embargo re?eja una gran preocupación ante una posible suplantación de

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la identidad: tanto si es un tercero quien se arroga la suya, como si intentan causarle un mal quienes suplantan la identidad de otra persona. No pretende ser ésta una constatación en modo alguno meritoria: nuestra propia concepción humana de las cosas, tan necesitada de clasi?carlo todo, comienza por la distinción primigenia entre el “yo” y “los otros”. O dicho con otras palabras: entre lo que conforma nuestra identidad individual, como concepto a distinguir de la identidad de los demás. Por lo tanto, apriorísticamente, se antoja de sobra justi?cado que exista una enorme preocupación social ante las conductas encaminadas a suplantar la identidad de una persona.

Pero debemos señalar que la primera inquietud ante la que se encuentra el ser humano en relación a su identidad no es que se la intenten “arrebatar”, sino que consiste precisamente en con?gurarla. Desde un punto de vista antropológico, el ser humano parece condenado a oscilar ad in?nitum entre de?niciones que le identi?quen a él y a su comunidad, que determinen su “identidad”, condicionado por la insalvable dicotomía de que es lo mismo que los demás seres humanos (idem), pero a la vez es él mismo (ipse): un ente con particularidades propias que lo distinguen, en último extremo, de todo y de todos los demás1, pues carece de sentido utilizar entre seres humanos una noción algebraica de identidad. Como con acierto señala DEL ÁGUILA, “constituye un error de?nir las identidades como conjuntos cerrados y estables de representaciones, creencias y símbolos fuertemente trabados, a?nes y homogéneos. En realidad, las identidades se parecen, no a “reconocimientos”, “recuperaciones” y “reencuentros”, sino a procesos selectivos de “invención” política de quiénes somos. Desde luego hay cosas que somos con independencia de nuestra voluntad (catalán, gitano, inmigrante, mujer o pensionista). Pero crear alrededor de ese especí?co rasgo una identidad, hacerle cobrar sustancia política y capacidad crucial para de?nir “quién soy”, es producto de un proceso intersubjetivo de construcción política2. En efecto, nuestra capacidad para determinar nuestra

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propia identidad, presupuesto indispensable para gozar de autonomía (pues no puede ser autónomo quien no es “alguien”), requiere inevitablemente de la interacción de los demás miembros de la comunidad, mediante un esfuerzo empático que facilite la representación de aquéllos y, en oposición, la de nuestro propio ser, cuestión ?losó?ca ampliamente tratada desde el prisma de la fenomenología por HUSSERL, que ya sometía a este proceso de sensibilización intersubjetivista la con?guración de nuestra identidad3.

Sería por lo tanto necesario realizar un doble ejercicio para formar nuestra identidad: por un lado, de introspección personal, como punto de partida necesario para la comprensión socrática de uno mismo (postulado ya proclamado por AGUSTÍN DE HIPONA), y por otro (siguiendo la perspectiva de las corrientes behavioristas, que explican los fenómenos sociales en términos de estímulo y respuesta), sería igualmente preceptivo atender a la forma en que el individuo se integra en el marco social de referencia en el cual actúa, de manera que podríamos determinar nuestra identidad por ser esta un fenómeno visible y externo en base a nuestros propios comportamientos. Ambos postulados (obtención de la identidad a través tanto del ejercicio introspectivo como de la observación de fenómenos externos) se integrarían posteriormente en la concepción intersubjetivista comentada, que exige el reconocimiento del otro como elemento clave para la consecución de la propia identidad4.

Realmente esto es sólo una toma de contacto en lo que respecta al estudio y con?guración de ese concepto de “identidad personal”, sobre el cual la ?losofía moral del Derecho ha elaborado interesantes postulados. El más radical sería quizás el propuesto por NIETZSCHE, según el cual la identidad es un concepto que sólo existiría en el falso mundo metafísico, pero no en el mundo real, que es el que lo con?gura y que se caracteriza por estar sujeto a continuas mutaciones5. Precisamente, partiendo de esa

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mutabilidad constante de la identidad, destaca la teoría “reduccionista” de la identidad de PARFIT, según la cual no existe ese Yo cartesiano perenne e inmutable (contrariamente a lo que defenderían los “no reduccionistas”), sino que con el paso del tiempo, y en base a las modi?caciones experimentadas por nuestro cuerpo y nuestra mente, nuestro Yo va con?gurándose de forma paulatina, siendo consecuencia necesaria de esto que nuestra identidad de hoy no sea en absoluto nuestra identidad de mañana6. De hecho, y contemplando una posible aplicación de esta perspectiva al delito de usurpación del estado civil, las acciones que causasen un perjuicio a nuestro Yo actual no atentarían contra nuestra identidad del mañana, pues ese individuo no sería nuestro Yo, “ni tan siquiera uno de mis yoes futuros. Solamente el descendiente de mi Yo7. Huelga decir que la intención del ?lósofo británico de convertir este postulado en el epicentro de la ?losofía moral ha recibido críticas de suma consistencia8, como la de John RAWLS, según la cual son las distintas concepciones morales las que proponen diferentes visiones acerca de lo que debe entenderse como identidad personal, que al no ser necesariamente excluyentes no pueden estar en la base de sistema teórico moral alguno, sino más bien al revés. Aunque la crítica a PARFIT que quiero destacar es la propuesta por BAYÓN, que a?rma que aunque nuestra identidad se caracterice por estar sometida a una constante metamorfosis, “cuando Par?t habla de yoes que se suceden en una misma vida parece que el punto de vista no reduccionista, expulsado por la puerta, se ha colado de rondón por la ventana, ya que al hablar en esos términos parece admitirse implícitamente que hay algún elemento permanente que agrupa a diferentes yoes como sucesores unos de otros”9. Es decir, que

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existen algunos elementos de nuestra identidad, ya mencionados, que son más resistentes a ser alterados por nuestras experiencias (nuestro nombre o, en último extremo, nuestro sexo), o que no dependen de nuestras decisiones (como nuestro material genético). Aunque estos elementos no sirvan necesariamente para de?nir nuestro Yo desde la perspectiva de la teoría moral, pueden cumplir la función de “etiquetarnos” como un Yo distinto del perteneciente a los demás seres humanos, y esta es la vertiente de nuestra identidad que más relación guarda con el concepto de estado civil.

En cualquier caso, esta discusión acerca de la identidad no hace sino corroborar la escasa tangibilidad de ese Yo cartesiano que con tanto ahínco intentamos de?nir, por lo que es perfectamente comprensible que exista una feroz indignación ante quienes pretenden arrogarse nuestras señas de identidad y hacerlas propias. Sumido como se encuentra desde el origen de los tiempos el ser humano, re?exionando acerca de quiénes somos, un atentado contra el objeto de esas cavilaciones debe forzosamente surtir algún efecto negativo: si a la propia inseguridad que puebla nuestras mentes a la hora de de?nir nuestra identidad, añadimos la falsa a?rmación de un tercero de que esa identidad no nos corresponde, sino que es suya, el rechazo primario se produce de forma casi instintiva. Tanto es así que, como señalara DURKHEIM, una de las más comunes causas de suicidio (el “suicidio altruista”) es el sentimiento de pérdida de la identidad individual, y con él de la propia valía personal10. Por otro lado, nuestras interacciones humanas se fundamentan en que sabemos (y queremos saber) con quién estamos tratando, máxima indispensable para llevar a cabo las más elementales relaciones jurídicas, dentro de los parámetros básicos de seguridad que exige la vida en sociedad: pensar por un momento que nuestros semejantes no son quienes dicen ser, también es motivo su?ciente para que se alce un clamor de desaprobación general. Y es que precisamente fueron algunos aspectos de la identidad (de la nuestra y de la de los individuos que nos rodean), los que en tiempos quizás no tan remotos llegaron a fundamentar complejos sistemas de Derecho Penal, basados precisamente, como llegó

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a defender MEZGER en su época mas oscura, no en los hechos que fueran punibles, sino en la “comprensión genética” del autor11.

En atención a lo expuesto, estamos en condiciones de...

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