La verdad y lo político

AutorFernando Atria
Páginas359-377
CAPÍTULO 17
LA VERDAD Y LO POLÍTICO
1. LA PRIVATIZACIÓN FINAL
No está hoy de moda hablar de la verdad. En mi experiencia de enseñar a
estudiantes de primer año de derecho, la escena es reiterativa: basta llegar a un
punto en el argumento en el cual los estudiantes, por una razón u otra, deben
pronunciarse sobre alguna cuestión jurídica o moralmente controvertida, para
que al hacerlo se apresuren a calif‌icar sus propias opiniones con frases como
«pero eso es solo mi opinión», o «desde luego, no es que pretenda que lo que
digo es la “verdad absoluta”: es solo lo que yo creo».
Pero no todos han dejado de hablar de la verdad. El modo en que quienes
apelan a ella suelen hacerlo, sin embargo, explica en buena parte la popularidad
del escepticismo hoy de moda. En efecto, habitualmente el que af‌irma que sus
opiniones son verdaderas apela a ese hecho para negar a quien sostiene opinio-
nes distintas el derecho a hacerlo. O, como lo dijo el papa León XII en 1888,
la libertad concedida indistintamente a todos y todo nunca, como hemos repe-
tido varias veces, debe ser buscada por sí misma, porque es contrario a la razón
que la verdad y el error tengan los mismos derechos 1.
Como esta es habitualmente la forma en que emerge la apelación a la
verdad en discusiones jurídicas o morales o políticas, no es raro que el escepti-
cismo tenga tanto atractivo, y suela entonces ser asumido por quien cree en la
importancia de una convivencia democrática con otros que no piensan como
uno. Pero esto es un error; la solución es errada en sus propios términos y el
1 León XIII, Libertas praestantissimum (1888).
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dilema al que pretende responder falso. En el sentido políticamente relevante,
estas dos posiciones son, pese a las apariencias, cada una el ref‌lejo de la otra, y
por eso son equivalentes. Ambas posiciones rechazan lo que hemos llamado el
«principio democrático». Aunque parecen opuestas, ambas hacen imposible
la vida en común entre individuos que se reconocen dignidad. No es raro que
ambas tengan esta misma consecuencia, porque esa consecuencia se sigue no
de la aceptación o rechazo de la idea de verdad «objetiva», sino del modo en
que ellas comprenden la relación entre la verdad y lo político. Y en esto no hay
desacuerdo entre las dos posturas identif‌icadas más arriba. En efecto, ambos
creen que esa relación es de independencia, por lo que deben elegir: o lo que
es moralmente correcto solo vale en tanto haya sido políticamente decidido
(en otras palabras: no hay normatividad moral, o al menos esta es política-
mente irrelevante), o lo que ha sido políticamente decidido vale solo en tanto
reitera las conclusiones moralmente correctas (en otras palabras: no hay nor-
matividad en lo político, o al menos esta es moralmente irrelevante). El que
elige la primera opción, «escéptica» respecto de la verdad, cree (equivocada-
mente) que la posibilidad de vivir con otros sin opresión surge solo al negar
la «objetividad» de la verdad; que ese espacio solo puede surgir en la medida
en que neguemos la existencia de algún estándar independiente de nosotros
por referencia al cual nuestras decisiones políticas puedan ser juzgadas como
correctas o incorrectas. El que elige el segundo camino concluye (también
equivocadamente) que el hecho de que una decisión sea democráticamente
producida solo muestra que mucha gente la respalda, que el error no por ser
común deja de ser error, y que como la vida con otros sin opresión solo puede
darse conforme a reglas justas (verdaderas), el modo formal de producción
de las reglas no es relevante: importa solo su contenido 2. Ambos entienden
que no hay relación interna entro lo que es (moralmente) justo y lo que he-
mos decidido (políticamente). Para uno, esa comprensión lleva a devaluar la
«objetividad» de la verdad (solo vale lo que hemos decidido); para el otro, a
devaluar lo político (solo vale lo que es moralmente justo).
El que sostiene, sin embargo, que nada es «verdaderamente» correcto o
verdadero, y que no hay nada sino creencias «subjetivas», privatiza el mundo
que compartimos: ese mundo no es común, porque ningún enunciado respec-
to de él es «objetivamente» verdadero, verdadero para todos. El otro hace
irrelevante el hecho de que frente a mí hay un individuo con dignidad y una
opinión diferente de la mía. Para decirlo con la fórmula ya aludida, el error no
tiene derechos.
Es fácil entender por qué esta última posición es incompatible con una
práctica política democrática. Quienes la asumen usan la apelación a la verdad
2 Recuérdese la objeción de FERRAJOLI a la democracia «procedimental» (supra, p. 184): que ella
solo miraba al «quién» y al «cómo» de las decisiones, pero no al «qué».

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