La técnica de la revisión constitucional como instrumento para la corrección de errores técnicos

AutorJavier Ruipérez
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Constitucional Universidad de La Coruña. España
Páginas177-237

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Uno de los aspectos donde, con mayor claridad, se pone de relieve la idea de que la técnica de la reforma constitucional adquiere tan sólo su sentido pleno cuando la misma es comprendida como un mecanismo jurídico, el, como decíamos, más perfecto y acabado, tendente a lograr el mantenimiento de la vigencia real de la Constitución, es, a nadie podría, ni debería, ocultársele, el de su virtualidad como instrumento a través del cual ese poder constituido extraordinario, en tanto en cuanto que es el único que se encuentra constitucionalmente legitimado para actuar en el nivel normativo supremo (C. Schmitt, P. De Vega), que es el poder de revisión constitucional puede proceder a la corrección de en cuantos errores técnicos hubiese podido incurrir el Legislador Constituyente en el proceso de elaboración, discusión y aprobación del Código Jurídico-Político Fundamental, cuyo mantenimiento, en todo caso, podría llegar a deparar incluso la muerte del propio Cuerpo Político. Trascendental función ésta que, como ningún profesional científico del Derecho, cualquiera que sea el área concreta del ordenamiento a la que como estudioso presta su atención, puede ignorar, fue ya reivindicada por el que, sin disputa, es tenido por el principal teorizador de la mecánica del proceso constituyente en el Viejo Continente. No otra cosa cabe, de cualquier modo, deducir de su contundente afirmación, contenida en su célebre “Proemio a la Constitución. Reconocimiento y exposición razonada de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”, conforme a la cual “En atención a que la representación actual no se ajusta en rigor a los verdaderos principios del arte social, ora porque no ha sido ni común, ni igual, ni general, ni perfectamente libre; ora porque no se ha circunscrito a las solas funciones del Poder Constituyente, la Asamblea nacional declara que la Constitución que se va a otorgar Francia […] no será sin embargo definitiva sino una vez que los nuevos diputados, regularmente comisionados para el exclusivo ejercicio del Poder Constituyente, la revisen, reformándola si hubiere lugar a ello”1. Y es que, en efecto, lo que se desprende, en nuestra opinión de manera indubitada, de este párrafo, no es sino que comprendió perfectamente Sieyès que si de verdad se quería

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asegurar la vigencia real del Texto Constitucional, el cual, recordémoslo, había sido aprobado, sin excepción, con la intención, –pretensión ésta que, como, sagazmente, advirtió el Dr. García-Pelayo, se vio favorecida en el momento de la verificación del primer proceso revolucionario liberal-burgués en la Francia de finales del s. xviii, en cuanto que los miembros de la Asamblea Nacional Constituyente , imbuidos como estaban del racionalismo jurídico, y convencidos de actuar en nombre de la “Razón” ”, partieron de la creencia en la “posibilidad de establecer de una vez y para siempre y de manera general un esquema de organización en el que se encierre la vida toda del Estado, y en el que se subsuman todos los casos particulares posibles”2–, de que el mismo fuese una norma eterna (H. Kelsen), el documento de gobierno habría de ser, de manera tan necesaria como inevitable, modificable (K. Stern3). De ahí, justamente, el que el abate revolucionario liberal propugnase que se estableciese en la propia Constitución el que la misma tendría que ser enjuiciada cada cierto tiempo, con la finalidad de que, en caso de que el propio devenir histórico hubiese puesto de manifiesto la existencia de algún error técnico que dificultase el que la normativa fundamental pudiese cumplir adecuadamente con su tarea primordial: la de conducir adecuadamente la dinámica política, social, económica y jurídica de la Comunidad Política, se procediese a la modificación formal del Código Constitucional para, al establecer una nueva regulación concreta sobre esta problemática, eliminar todos los riesgos para la convivencia pacífica entre los ciudadanos supondría el mantenimiento de una desafortunada solución normativa concreta contenida en la primigenia redacción del mismo.

Ocurre, no sin embargo, que, como a nadie puede ocultársele, esta fundamental y trascendental función de la técnica de la Verfassungsänderung, y a pesar de que virtualidad práctica es reconocida de forma unánime tanto por parte de los miembros de la clase política, como por parte de los estudiosos de las Ciencias del Estado y de las Ciencias del Derecho del Estado, no ha sido siempre adecuadamente ponderada en los trabajos, prácticos o doctrinales, sobre este instituto. Y ello, a pesar de que, como nos dicen, por ejemplo, un Borgeaud4 o un Arnoult5, fueron, en última instancia, las reflexiones realizadas por Emmanuel-Joseph Sieyès las que lograron vencer la resistencia de una gran parte de la Asamblea Nacional Constituyente que, no obstante haber proclamado enfáticamente, en el ya mencionado artículo 1.º del Título VII de la Constitución de 1791 que “la Nación tiene el derecho imprescriptible de cambiar su Constitución; sin embargo, considerando más conforme al interés nacional el que solamente se use el derecho de reforma, en los términos señalados por la Constitución, respecto de aquellos artículos que la experiencia haya mostrado sus inconvenientes...” –y que, tampoco debiera nadie desconocerlo, encontró perfecto

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correlato en la no menos enfática declaración contenida en el artículo 28 del Texto Constitucional jacobino de 1793, de acuerdo con el cual el “Pueblo tiene siempre el derecho a revisar, reformar y cambiar su Constitución. Una generación no puede someter a sus Leyes a las generaciones futuras”– y que una tal declaración no podía tener otra consecuencia que la de que, como, con total acierto y meridiana claridad, señaló Clermont-Tonnerre, “ne mettre aucune entrave au droit du peuple qu’elle déclare imprescriptible”6, se mostraba partidaria, bajo una más que sobresaliente influencia de las concepciones, a las que ya hemos aludido en este trabajo, y sobre las que habremos de extendernos posteriormente, de Alexis de Tocqueville, de no establecer previsión alguna sobre el modo y las formas en las que la Ley Constitucional podría ser reformada en el futuro, desde el entendimiento de que, al ser ésta, como ya hemos indicado, la obra perfecta de la “Razón”, de la que, ni que decir tiene, la burguesía revolucionaria se sentía la única portadora, cualquier modificación formal introducida en el documento de gobierno no haría más que estropear aquel plan normativo que, de acuerdo con la lógica inherente al idealismo romántico que, de algún modo, presidía su actuación, presumían válido para cualquier momento histórico y, además, para cualquier lugar.

No podemos, como ha de ser para todos evidente, detenernos aquí a realizar una exposición exhaustiva y pormenorizada del amending process diseñado por el Constituyente francés de 1791. Nos contentaremos, siquiera sea por razones de espacio, con poner de manifiesto que si, como acabamos de ver, fue la argumentación realizada en favor de la reforma como instrumento idóneo para la corrección de los posibles errores técnicos y, en consecuencia, mecanismo adecuado para lograr la permanencia en el tiempo de las soluciones normativas adoptadas por la voluntad soberana de la Nación actuando como Pouvoir Constituant por Sieyès la que deter-minó que la mayoría de la Asamblea Nacional Constituyente aceptase el regular procedimiento por el cual podría llevarse a cabo la modificación formal de la Constitución que estaban elaborando, es lo cierto, sin embargo, que la manera en que lo hicieron viene a demostrar que, en realidad, esa misma mayoría parlamentaria no estaba muy convencida de la conveniencia de permitir la revisión constitucional. Lo que, creemos, es fácilmente comprensible. Y, de cualquiera de las maneras, no habría de existir obstáculo alguno para que todos los profesionales de las Ciencias Constitucionales puedan convenir en ello. Basta, en efecto, con tomar en consideración que el procedimiento ideado por el Legislador Constituyente francés de 1791 era tan complejo desde el punto de vista procedimental, ofreciendo, además, y como señaló ya Gabriel Arnoult7, múltiples flancos a la crítica, que bien puede decirse que

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la verdadera intención de sus autores era la de impedir su puesta en funcionamiento. Y es que, habida cuenta esa ya mencionada excesiva complejidad procedimental, así como el altísimo coste político que implicaba el tratar de introducir cualquier cambio formal en el documento de gobierno, permite afirmar, aplicando, por analogía, lo afirmado, desde el primer momento y de manera reiterada, por Pedro De Vega8 en relación con el artículo 168 del actual Texto Constitucional español, pero todavía con más motivo, que “se puede decir de antemano que no funcionará jamás. Más que de un procedimiento de reforma se debería hablar de un procedimiento para evitar la reforma”9.

De esta suerte, lo que en realidad pretendía la mayoría de la Asamblea Nacional Constituyente no puede presentarse como una cuestión más diáfana. Y son, de cualquier forma, las enseñanzas efectuadas por tan ilustres cultivadores de las Ciencias del Estado y las Ciencias del Derecho del Estado, como lo son, por ejemplo, Bryce10 –en relación, y sobre ello habremos de volver posteriormente, tanto con la posible supresión del voto igual en el Senado en el marco del Derecho Constitucional estadounidense, como con la forma de gobierno monárquica en el Texto francés de 1875–, Burgess11 –quien, además de lo relativo al Senado norteamericano, se refiere a la situación de los Länder en la Constitución guillermina de 1871–, Le Fur 12 – pronunciándose en concreto sobre la posible reforma de la Cámara de los Estados respecto de la composición que le fue dada por los Founding Fathers en Filadelfia–, Marriot13, Walter Jellinek14 –en relación específica con lo que, según él, significaba el art. 78 de la Constitución alemana de 1871–, Esposito, Finer15, Biscaretti di Ruffia...

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