La sociología y el tiempo de trabajo

AutorImanol Zubero
CargoUniversidad del País Vasco
Páginas02

PALABRAS CLAVE:

Tiempo de trabajo

Pero en ese nuevo tipo de conflictos no se trataba ya de tiempos locales, la historia de las batallas descubría la deslocalización como precipitación hacia un último récord metafísico, olvido final de la materia y de nuestra presencia en el mundo, más allá de la barrera del sonido, y más allá de la barrera de la luz. (Virilio, 1998: 128)

Cada sociedad, cada cultura, tiene su propio tiempo. En cada sociedad, en cada cultura, un tiempo local -una vivencia socialmente construida del tiempo- estructura el espacio. "Todas las culturas -escribe A. Giddens- han poseído de una u otra forma modos de calcular el tiempo así como formas de situarse en el espacio. No existe sociedad cuyos individuos no tengan un sentido del futuro, el presente y el pasado. Toda cultura posee algún tipo de marcadores espaciales normalizados que indican una particular conciencia de la localización". En condiciones de premodernidad el tiempo y el espacio se vinculaban "mediante la situación en un lugar" (Giddens, 1995: 28). En efecto, la realidad de la vida cotidiana se organiza alrededor del "aquí" de mi cuerpo y el "ahora" de mi presente. Sólo el tiempo y el espacio, un tiempo y un espacio siempre particulares, nos permiten estar localizados. "Somos tiempo encarnado", afirma M. Castells (1997: 463). Es cierto; si algo somos las personas es tiempo: tiempo pasado (memoria) y tiempo futuro (porvenir). Dejamos de ser cuando nuestro tiempo se cumple, cuando se nos acaba el tiempo. Por eso, pensar el tiempo social es tanto como pensar la sociedad.

Si las personas somos fundamentalmente tiempo y espacio, y si tanto el espacio como el tiempo son construcciones sociales (como señalaron pioneramente los sociólogos del Année sociologique con Durkheim a la cabeza, ni el espacio ni el tiempo homogéneos son datos naturales del espíritu humano), destaca inmediatamente la relevancia que el control de la capacidad de definir las coordenadas espacio-temporales tiene en cada sociedad. Dice el Eclesiastés que "todo tiene su momento y cada cosa su tiempo bajo el cielo", pero: ¿quién discierne los tiempos? ¿quién indica el momento oportuno para cada cosa? ¿cómo se realiza tal discernimiento? Marcar los tiempos ha sido siempre una tarea fundamental. Desde esta perspectiva cobra todo su sentido la conocida afirmación de L. Mumford en el sentido de que "el reloj, no la máquina de vapor, es la máquina-clave de la moderna edad industrial" (1982: 31).

PERDER O GANAR EL TIEMPO

Según recuerda A.W. Crosby (1998), el tiempo industrial aparece en la primera mitad del siglo XIV. Con el fin de fundamentar su afirmación, el autor relata cómo el 24 de abril de 1355 el monarca Felipe VI concedió a la alcaldía de Amiens la facultad de señalar por medio del tañido de una campana la hora en que los trabajadores de esa ciudad debían acudir al trabajo por la mañana, la hora del descanso para comer, la hora de volver al trabajo y la hora de finalizarlo. El tiempo de la Naturaleza (los ciclos lunares, los cambios estacionales, los ritmos de las cosechas), que había sido fundamentalmente respetado por el tiempo de la Iglesia, se ve minado a partir del siglo XIV por la irrupción de un tiempo nuevo, voraz, mecánico: el tiempo del Mercado y de la Industria, ligado al puritanismo burgués. Pero no será hasta el siglo XVIII cuando esta nueva percepción del tiempo se imponga. Y utilizamos el verbo "imponer" en su sentido más coercitivo. Y es que "no se pasa fácilmente de un tiempo marcado por un ritmo natural (día/noche, horas, estaciones...) o religioso (fiestas y devociones) como el existente durante largo tiempo en el campo, al tiempo del fichaje" (Gaudemar, 1981: 188).

Como señala Max Weber, el primer y principal obstáculo al que hubieron de enfrentarse los empresarios fue la concepción tradicional de la existencia de aquellos primeros trabajadores provenientes del campo o de pequeños talleres artesanales y su rechazo a cubrir día tras día una jornada de trabajo completa. El recurso al trabajo a destajo, con su corolario de aumento de salario a cambio de aumento de la intensidad del trabajo, fue la zanahoria con la que el empresario pretendía cautivar a sus trabajadores. En un hermoso texto (merece la pena citarlo completo) Weber analiza el fracaso de esta estrategia capitalista entre los primeros empresarios agrícolas, que se rompe al chocar con una gestión del tiempo vital pre-capitalista:

Como el empresario busca obtener el maximum de producto aumentando la intensidad del trabajo, trata de hacer coincidir al trabajador en su interés por acelerar la recolección alzando los destajos, ofreciéndole así el medio de obtener en poco tiempo una ganancia extraordinaria para él. Pero aquí surgen ciertas dificultades que son características de la mentalidad tradicionalista en el obrero: el alza de los salarios no aumentó en los trabajadores la intensidad de su rendimiento, sino que más bien hubo de disminuirla. Un obrero, por ejemplo, gana un marco diario por cada cahíz de grano segado, y para ganar al día dos marcos y medio ha de segar dos cahíces y medio; si el precio del destajo se aumenta en veinticinco céntimos diarios, el mismo hombre no tratará de segar, como podía esperarse, tres cahíces, por ejemplo, para ganar al día tres marcos con setenta y cinco céntimos, sino que sólo seguirá segando los mismos cahíces de antes, para seguir ganando los mismos dos marcos y medio, con los que, según la frase bíblica, "tiene bastante". Prefirió trabajar menos a cambio de ganar menos también; no se preguntó cuánto podría ganar al día rindiendo el máximum posible de trabajo, sino cuánto tendría que trabajar para seguir ganando los dos marcos y medio que ha venido ganando hasta ahora y que le bastan para cubrir sus necesidades tradicionales. Esta conducta es un ejemplo de lo que he llamado "tradicionalismo": lo que el hombre quiere "por naturaleza" no es ganar más y más dinero, sino vivir pura y simplemente, como siempre ha vivido, y ganar lo necesario para seguir viviendo (Weber, 1979: 58-59).

En su conocido trabajo titulado Time, Work-Discipline and Industrial Capitalism, E. P. Thompson se refiere a uno de los primeros códigos dirigidos a regular y gobernar a una mano de obra que, en nombre tradiciones como la del San Lunes, se mostraba absolutamente refractaria a las exigencias temporales de la recién nacida industria fabril: "Con el fin de que la pereza y la villanía sean detectados y los justos y diligentes premiados, he creído prudente crear un control del tiempo por un Monitor, y ordeno y por esta declaro que de 5 (de la mañana) a 8 (de la tarde) y de 7 (de la mañana) a 10 (de la noche) son 15 horas, de las cuales se toma 1 y media para el desayuno, almuerzo, etc. Habrá por tanto trece horas y media de servicio neto..." (Thompson, 1984: 273). El tiempo industrial aparece asociado a la productividad y, por lo mismo, identificado con la disciplina. Más aún: en la industria capitalista el tiempo es la disciplina. Muy pronto, ya desde los primeros compases del capitalismo industrial, los empresarios van a constatar que disciplinar el tiempo de trabajo es la mejor manera de disciplinar al trabajador.

En su origen, el control del tiempo va a ser no tanto una nueva técnica del uso del cuerpo en el trabajo cuanto una técnica de vigilancia. Para ejercer esta vigilancia se recurrirá en un principio a medios tan rudimentarios como la prolongación de la jornada de trabajo: la jornada es larga, sostiene J-P. de Gaudemar, "porque los obreros son refractarios al trabajo fabril y así lo muestran claramente"; y concluye: "La duración de la estancia cotidiana del obrero en la fábrica puede en efecto analizarse desde la óptica de un control generalizado sobre su vida; cuanto más larga sea esa estancia, más cortos serán sus ratos de permanencia en los lugares en los que el control patronal no puede ejercerse: por ejemplo, el cabaret" (Gaudemar, 1991: 54). El ideal de la fábrica capitalista es el de la institución total. El aprendizaje del nuevo empleo del tiempo es el principal objetivo de la disciplina en la fábrica.

A este respecto, no podemos dejar de referirnos al ya clásico artículo de S. Marglin What Do Bosses Do? The Origins and Functions of Hierarchy in Capitalist Production (original de 1974), en el cual critica los análisis convencionales sobre los orígenes de la división del trabajo y el sistema fabril, afirmando por el contrario que ambos se introdujeron no por razones de eficacia, sino porque ofrecieron al capitalismo los medios para ejercer un mayor control sobre su fuerza de trabajo y una oportunidad para hacerse con una mayor proporción del excedente. Frente a la idea establecida de que el auge de la fábrica se debió a la introducción de la maquinaria basada en la energía no animal, Marglin desmintió la llamada "superioridad tecnológica" de la fábrica y con ello sus orígenes exclusivamente tecnológicos. Las fábricas existían mucho antes que la maquinaria basada en la energía no animal, y lo que estaba en juego en la Revolución industrial no era la eficacia, sino el poder social, la jerarquización y la disciplina de la mano de obra. Marglin va a mostrar, de esta forma, algo tan evidente como olvidado: que el sistema capitalista de producción es fruto de un largo proceso histórico, que no es "natural", sino que va gestándose a través de una feroz lucha con otros sistemas de producción existentes en las diversas etapas y lugares; y que en esa lucha un elemento fundamental va a ser la alienación del trabajador, su control por el capitalista, para lo cual su concentración en la fábrica va a ser un paso imprescindible.

También se recurrirá al pago de unos...

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