Queremos tanto a Massimo.

AutorAntonio Baylos Grau
CargoCatedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social. UCLM.
Páginas109-124

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En aquel entonces era difícil saberlo. La memoria juega malas pasadas. Es difícil recordar los hechos o la secuencia, quedan sólo sensaciones, imágenes y palabras que se suceden de forma intermitente, agrupados en torno a temas, lugares o anécdotas. Como si después de la noticia de su asesinato -la terrible llamada en la mañana del 20 de mayo de 1999 de Anna Rita Tinti a mi casa- la impresión hubiera fundido el orden histórico de nuestros encuentros y los hubiera amalgamado en un bloque compacto de afecto, sentimientos e ideas. Por eso más allá de la melancolía por el amigo perdido, enseguida comprendimos que no añorábamos sólo su hones-tidad y lucidez como intelectual, ni su compromiso con la izquierda y el progreso. Entonces era difícil saberlo, pero Massimo D’Antona, con su presencia deslumbrante y ubicua en cada uno de nosotros había permitido comprender y hacer comprender mejor que el trabajo integra decisivamente la ciudadanía democrática y que su preservación y fortalecimiento desarrollaba en calidad y en incisividad la potencia reformista de un Estado democrático. Es decir, daba sentido a lo que constituye nuestro oficio de juristas -juristas del trabajo- y construía un enlace decisivo entre nuestra profesionalidad, la subjetividad colectiva de los trabajadores y las políticas del derecho democráticas y emancipatorias. En un mundo entonces desorientado en el que la posición del Derecho del Trabajo estaba siendo sometida a una relocalización subalterna a las tendencias de la economía del mercado y de su adhesivo

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fundamentalismo liberal, el proceso teórico que era capaz de impulsar Massimo devolvía a todos nosotros a una dimensión mucho más interesante y creativa. Queríamos tanto a Massimo porque nuestro desánimo no le alcanzaba, pero también porque nos desvelaba que merecía la pena estudiar, discutir y comprometerse; que nuestra profesión merecía apasionarse e interrogarse sobre la realidad y cómo transformarla. De manera tranquila, amablemente, nos devolvía la imagen de una forma activa de relacionarse con el derecho y la política a la búsqueda de un mundo mejor, más humano y solidario.

Tengo la imagen de Massimo asociada a Nápoles. Al menos en sus comienzos. Allí le encontré en el congreso organizado por Gaetano Vardaro a finales de marzo de 1988 sobre la huelga y servicios públicos en Europa, y allí organizó él el segundo de los seminarios italo-españoles que habíamos comenzado un año antes en la Universidad Complutense de Madrid y que era conocido en nuestra jerga como el grupo "emilia-romaña", dado que los dirigentes del mismo eran, por lado italiano, Umberto Romagnoli, y María Emilia Casas por el lado español. El ofrecimiento de Nápoles como sede anfitriona bajo la atenta custodia de Mario Rusciano, permitió que un numeroso grupo de iuslaboralistas españoles nos desplazáramos hacia allá. El grupo tenía excelentes y cualificados protagonistas, desde Miguel Rodríguez Piñero y sus colegas sevillanos Manuel Ramón Alarcón, Jesús Cruz y Antonio Ojeda, hasta los entonces jóvenes profesores de la UCM Escudero, Aparicio, López y yo mismo, dirigidos por la no menos joven María Emilia Casas, nuestros colegas de la UAM García Perrote y Tudela, y el grupo de Zaragoza de Juan Rivero y Juan García Blasco. Nuestra estancia fue muy productiva. No sólo porque, como el propio Massimo habría de escribir en el libro que recoge las intervenciones en el semi-nario2, el debate sobre la flexibilidad era un terreno de encuentro extremadamente apropiado para la comparación entre países que presentaban un apreciable grado de afinidad en su tradición jurídica y en su cultura social, sino porque llegamos a establecer una relación de intensa camaradería y amistad entre los dos grupos de investigadores, mucho más allá de lo que tradicionalmente puede esperarse de los cordiales vínculos que se establecen entre personas que se frecuentan con gusto. Hubo tiempo para todo, y en esa hospitalidad intensa e inolvidable que saben brindar los colegas napolitanos, recuerdo especialmente una subida al Vesuvio tras una opípara comida a sus pies, en casa del hermano de Lello de Luca, y una inolvidable velada nocturna en la Riviera di Chiaia, en casa de Mario, seguida de un largo recorrido a pie por la ciudad.

Felizmente para mí, Massimo tenía su puesto de trabajo en Nápoles, lo que me hizo volver muchas veces allí y encontrarle, casi siempre junto a Lello, en tantos bellísimos lugares en donde admirar la ciudad, su historia, el paisaje. Siempre hablando, discutiendo, y no sólo de nuestro oficio. Desde octubre de 1988 hasta abril de 1989 hice una larga estancia en Bolonia. Los amigos napolitanos me invitaron varias veces. Para alguien que como yo estaba fuera de su lugar, solo durante

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un largo tiempo, su amistad me era especialmente preciosa. Logró que nunca me sintiera ajeno en los ambientes que frecuentaba, y sabía crear una atmósfera cálida que te atrapaba inmediatamente. No sé cómo se creó entre nosotros un vínculo de complicidad sobre los gustos literarios, la música o el cine. Entre esos destellos del recuerdo, en el seminario de Nápoles sobre la flexibilidad nos dio tiempo para hablar sobre Cielo sobre Berlín, de Wim Wenders, que yo acababa de ver en Madrid. La mirada del ángel incapaz de percibir los colores de la realidad, y su impotencia ante la misma, la renuncia a la transformación de las cosas, explicaba el salto a la condición humana que daba Damiel/Bruno Ganz. No era tanto el amor por la inquietante trapecista Marion/Solveig Dommartin cuanto la capacidad de intervenir en la vida lo que le urgía a perder su condición de ángel. Había así un relato de la necesidad del compromiso que yo creía muy aplicable al jurista ensimismado en su neutralidad angélica. Massimo se divertía con esas reflexiones y me parecía que compartíamos valores culturales comunes, formas de ver convergentes.

Estoy seguro que Massimo generó un círculo de simpatía y amistad entre todos los integrantes del grupo español. Por eso el plural es oportuno cuando se habla de él. Es posible conjeturar que le interesó la evolución científico-cultural de un colectivo de profesores universitarios que tenían en el Derecho del Trabajo italiano un punto de referencia decisiva, puesto que la elaboración teórica de los juristas del trabajo en los años setenta había sido determinante en la emersión del nuevo Derecho del Trabajo democrático en España. La presencia de Miguel Rodríguez-Piñero, uno de los significados renovadores del espacio académico y científico de esta rama del derecho en España con una importante inserción en la naciente comunidad de iuslaboralistas europeos, y que además era ya magistrado del Tribunal Constitucional, avalaba de alguna manera el interés por el conjunto. Y de entre él, el grupo de Complutense, liderado por María Emilia Casas, le atrajo especialmente.

Había mas cosas, claro está. Su simpatía evidente por la trayectoria política anti-franquista de la mayoría de este colectivo, y por una cierta irreverencia en ocasiones no bien medida pero defendida con pasión y cierto sarcasmo, frente a muchos hechos que se definían todavía como dogmas inamovibles. Apreciaba también la constitución de lazos permanentes entre nuestra experiencia teórica y la estrategia sindical. Sin duda le impresionó muy favorablemente la convocatoria de la huelga general contra el gobierno González en diciembre de 1988 y su concepto de la flexibilización como fórmula de desregulación de las relaciones de trabajo y de liquidación de las garantías que el sistema jurídico laboral prevenía, justificadas sobre la base de la adaptación de la norma a las exigencias de la economía. Le impresionó y le suscitó curiosidad por saber qué estaba sucediendo en ese lugar donde había concitado nuevas amistades.

Por eso cuando preparó su viaje a Madrid por dos meses, en el comienzo del vera-no -junio y julio de 1989- no nos extrañó demasiado. Y eso pese a que resultaba increíble que un alto exponente doctrinal italiano, del que habíamos leído tantas cosas -y tan buenas, como su relativamente conocido ensayo sobre la reintegración

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en el puesto de trabajo3- viniera a hacer una estancia de estudios en nuestro país. El camino de los investigadores españoles era el inverso, y no nos representábamos a un estudioso italiano sino en Francia, Alemania o Inglaterra, difícilmente en el árido espacio político y académico de España.

Massimo llegó a Madrid con Olga y Valentina un sábado, el 3 de junio de 19894. Se iba a alojar provisionalmente hasta encontrar un apartamento razonable en casa de Charo Gallardo, un ático en el barrio de Chamberí en el que vivía sola y tenía suficiente sitio. En aquellos tiempos la idea de un ordenador portátil resultaba un objeto de ciencia ficción y Massimo viajaba con el equipo informático habitual: gran pantalla, pesado disco duro, teclado e impresora. Además traían una buena provisión de maletas dado el tiempo largo de la estancia. Fuimos a buscarlos al aeropuerto con Joaquín Aparicio, y llevamos a la familia D’Antona a su primer domicilio madrileño. Nadie le había dicho que Charo vivía en un ático, quinto piso, sin ascensor. Así que subir la impedimenta era lo más parecido al ascenso al Himalaya, sherpas incluidos. Por mi complexión robusta, me fue encomendada la pantalla y el teclado, y comprobé no solo el peso de estos elementos, sino la dificultad de mantenerlos en vilo en medio de una escalera estrecha sin posibilidad de apoyarlos en algún lugar y con el peligro evidente de dejarlos caer al vacío, arruinando estancia y quien sabe cuanto trabajo acumulado. Llegamos arriba en condiciones físicas deplorables, satisfechos no obstante de haber logrado culminar tan tremendo esfuerzo. Olga y Valentina -un homenaje a Guido Crepax- se reían al ver nuestro aspecto. Cuando un poco más adelante nuestros amigos alquilaron a la hermana de un colega economista, Santos Pastor, un apartamento en el barrio de Salamanca, en la...

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