Ordenación del territorio supramunicipal y urbanismo municipal: una distinción imposible a la vista de las actuaciones de interés regional

AutorÁngel Menéndez Rexach
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Administrativo. Universidad Autónoma de Madrid
Páginas367-382

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"Por último fue consultado el catedrático de la Universidad de Barcelona Manuel Ballbé y su intervención puede decirse que fue decisiva. Identificado inmediatamente con el anteproyecto no se conformó con informarlo, sino que puso gran empeño en perfeccionarlo" (Pedro Bidagor Lasarte, "Circunstancias históricas en la gestación de la Ley sobre Régimen del Suelo y Ordenación Urbana de 12 de mayo de 1956". En: Ciudad y Territorio, Estudios Territoriales, n.º 107-108, 1996, monográfico sobre "Siglo y medio de urbanismo en España", p. 98).

I La concepción amplia del urbanismo en la ley del suelo de 1956

La Ley de Bases del Régimen Local de 1945 dispuso la formación en todos los municipios de un plan completo de urbanización, que debía ir acompañado de "los proyectos de instalación de servicios obligatorios que, como mínimo, se señalan a cada municipio por esta Ley" (base 16). Sin embargo, por la misma época se había previsto la elaboración de planes provinciales y comisiones con el mismo ámbito (denominadas Comisiones Superiores de Ordenación Urbana)1. La Ley de 1956 reflejó una concepción amplia del urbanismo, no

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limitada a la escala municipal. Partiendo de la premisa, bastante utópica, de que "la acción urbanística ha de preceder al fenómeno demográfico, y, en vez de ser su consecuencia debe encauzarlo hacia lugares adecuados, limitar el crecimiento de las grandes ciudades y, vitalizar, en cambio, los núcleos de equilibrado desarrollo", propuso abandonar "el marco localista", adoptando "una perspectiva de mayor alcance que permita ordenar urbanísticamente, bajo la dirección de órganos específicos, el territorio de provincias, comarcas y municipios" (Preámbulo, I, penúltimo párrafo). Reflejo de esa concepción fue la previsión de planes "territoriales" (nacionales, provinciales, comarcales y municipales) y "especiales" (para la protección del paisaje, las vías de comunicación, la conservación del medio rural, el saneamiento de poblaciones y otras finalidades análogas [art. 6 y ss.]). Los fines del plan nacional eran muy semejantes a los que posteriormente se atribuirán a la ordenación del territorio: configurar las grandes directrices de la organización urbanística del territorio español, en función de las conveniencias de la ordenación social y económica, para el mayor bienestar de la población (art. 7). Por su parte, los planes provinciales tenían, entre otras, la función de coordinar su contenido con "los Planes generales de la capital y de las poblaciones que tengan relevantes problemas de este orden" (art. 8.d). El dato de que bajo la vigencia de esta Ley solo funcionara (relativamente) el planeamiento municipal, seguramente ha hecho olvidar la concepción amplia del urbanismo que la inspiraba, comprensiva de lo que algunos años después se identificaría como ordenación del territorio2.

La reforma de 1975 marca la transición hacia la distinción entre ambas funciones públicas con una fórmula de síntesis: la ordenación urbanística del territorio. Se mantuvo el Plan Nacional, con la misma función que en la Ley de 1956, pero con otra formulación: establecer "las grandes directrices de ordenación del territorio, en coordinación con la planificación económica y social, encaminada al mayor bienestar de la población" (art. 7 del Texto Refundido de 1976). La gran novedad fue la introducción de los Planes Directores Territoriales de Coordinación (PDTC), con una finalidad análoga a la del Plan Nacional ("llenar el vacío existente" para la conexión del planeamiento físico con el socioeconómico, según explicaba el Preámbulo de la Ley de Reforma). Contendrán "las directrices para la ordenación del territorio, el marco físico en que han de desarrollarse las previsiones del Plan y el modelo territorial en que han de coordinarse los Planes y Normas a que afecte" (art. 8.1)3. El Reglamento de Planeamiento aclararía que estos planes podrán tener un ámbito supraprovincial, provincial o comarcal (art. 9). Aquí puede identificarse una de las raíces normativas de la concepción de la ordenación del territorio como una planificación de ámbito supramunicipal, mientras que el urbanismo stricto sensu se instrumentaría

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mediante la planificación de ámbito municipal. No obstante, la distinción no era nítida porque los planes generales municipales se configuraban como "instrumentos de ordenación integral del territorio" y podían abarcar "uno o varios términos municipales completos" (art. 10.1). Lo que sí estaba claro era la subordinación del planeamiento municipal a los PDTC (art. 10.2).

Para la Ley del Suelo de 1975-76 todos los planes, de cualquier ámbito, tenían por objeto la ordenación "urbanística" del territorio, manteniendo, por tanto, la concepción amplia del urbanismo que había inspirado a la Ley de 1956. Como en la práctica solo se aprobaron planes (y normas subsidiarias) municipales, estos instrumentos quedaron como los típicos de la ordenación urbanística. Habrá que esperar al período postconstitucional para que aparezcan unos planes de ordenación del territorio con sustantividad propia, diferenciados de los urbanísticos.

II La difícil distinción entre ordenación del territorio y urbanismo

La Constitución menciona la "ordenación del territorio" y el "urbanismo" como materias susceptibles de ser asumidas en plenitud por las comunidades autónomas (art. 148.1.3.ª). Así lo hicieron en virtud de sus respectivos estatutos. Algunas comunidades las han regulado conjuntamente, mientras que otras han dictado leyes de ordenación del territorio y leyes urbanísticas separadas4. En general, la legislación autonómica parte del concepto amplio de ordenación del territorio apoyado en la definición de la Carta Europea de 1983 y, en consecuencia, se propone como objetivos: a) la mejora de la calidad de vida; b) la gestión responsable de los recursos naturales y protección del medio ambiente; c) la utilización racional y equilibrada del territorio. Junto a esos objetivos, las leyes autonómicas regulan la tramitación y el contenido de unos instrumentos que, con diversas denominaciones (planes, programas, directrices) deben servir como marco de referencia para las diferentes políticas públicas con incidencia territorial.

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Por otra parte, el reconocimiento constitucional de la autonomía municipal y provincial (arts. 137 y 140) garantiza a las esferas territoriales respectivas un ámbito propio de actuación e implica la imposición de unos límites (por otro lado, de no fácil definición) al legislador5. En síntesis, según la jurisprudencia constitucional, la garantía de la autonomía local no implica la reserva de un contenido competencial predeterminado en favor de las corporaciones locales, sino el derecho de estas corporaciones a intervenir de modo efectivo y no meramente simbólico en la esfera de los intereses que les afectan. Ahora bien, el grado de intervención y la modalidad de la misma depende del legislador ordinario, por lo que no hay una sola opción sino varias constitucionalmente admisibles, siempre dentro del respeto a las bases del régimen local fijadas por el legislador estatal.

Partiendo de la premisa de que la autonomía local no tiene un contenido predeterminado, se ha impuesto la concepción del urbanismo como una materia atribuida primariamente a los municipios, en cuanto perteneciente a la esfera de los intereses que representan estas corporaciones. Sin embargo, llama la atención que la jurisprudencia constitucional solo reconozca como integrantes del núcleo de dicha autonomía las facultades de aprobación inicial y provisional del planeamiento municipal. Las de aprobación definitiva no forman parte de ese núcleo ni en relación con el planeamiento general ni con el de desarrollo (lo que no impide que les sean atribuidas). Asimismo, el Tribunal Constitucional (TC) admite la técnica del informe vinculante (en rigor, una decisión compartida) para condicionar la aprobación del planeamiento cuando corresponde a los municipios.

La diferencia de perspectiva (municipal o supramunicipal) inspiró la distinción jurisprudencial entre obras de ordenación del territorio y obras puramente "urbanísticas", con la importante consecuencia de que solo estas últimas quedaban sometidas al control municipal a través de la licencia. Desde mediados de los años 80, el Tribunal Supremo (TS) consideró que esa distinción era un "planteamiento implícito" de la Ley del Suelo de 1976, lo que era mucho suponer, con independencia de que la conclusión fuera correcta. La aplicación de esta doctrina, que fue acogida en la legislación sectorial desde la Ley de Carreteras de 1988, determinó la exclusión del control municipal de grandes obras públicas que cumplían una función de ordenación del territorio, por su incidencia claramente supramunicipal, como las autopistas o los trazados ferroviarios. Bajo el concepto de obras de ordenación del territorio, el TS entiende "aquellas grandes obras o construcciones de marcado interés público que, siendo de la competencia estatal -artículo 149.1.24 de la Constitución- por su gran trascendencia para la sociedad, no pueden quedar frustradas por la voluntad municipal".

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El TC abordó por primera vez el significado de la ordenación del territorio en la sentencia 149/1991, que resolvió los recursos de inconstitucionalidad interpuestos contra la Ley de Costas de 1988. Según esta sentencia, la ordenación del territorio es "más una política que una concreta técnica y una política, además, de enorme amplitud", como pone de relieve la definición contenida en la Carta Europea de Ordenación del Territorio, que la sentencia cita: "expresión espacial de la política económica, social, cultural y ecológica de toda...

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