La norma como directivo de conducta
Autor | Fernando Molina Fernández |
Cargo del Autor | Profesor de Derecho Penal. Universidad Autónoma de Madrid |
Aunque son muchas las cuestiones debatidas acerca de la norma, si hay alguna que presenta un alto grado de consenso es la de que las expresiones normativas son una modalidad del uso directivo (prescriptivo) del lenguaje[1]. Este acuerdo no traduce en realidad más que la idea común de que las normas jurídicas representan, y además de modo especialmente claro, no una descripción de un estado de cosas tal como son, sino una prescripción de cómo deberían ser.
Ciertamente, frente a la intuitiva sencillez de captar qué se quiere decir cuando se afirma en el lenguaje indicativo que algo es, la determinación de qué haya querido decir alguien cuando afirma prescriptivamente que algo debe ser es mucho más problemática[2], y es posible que sin un examen pormenorizado de los diferentes contextos en los que se usan expresiones deónticas, la investigación no pudiera avanzar mucho, máxime cuando el más somero examen del lenguaje ordinario muestra la gran diversidad de estas situaciones.
Una primera distinción que pudiera resultar fructífera es la que permite diferenciar las expresiones de deber realizadas en contextos directivos de las que operan en otros contextos. Las primeras se caracterizan porque el hablante se dirige, directa o indirectamente, a la persona a quien quiere obligar, con la intención de que su propia expresión tenga efectos en la actuación de su interlocutor, mientras que en las segundas el oyente es un tercero o el propio obligado pero no se emiten con la finalidad directa de actuar como guías para la acción.
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Si empezamos por estas últimas -expresiones de deber en contextos no directivos-, y para intentar valernos de la capacidad de seleccionar afinidades entre conceptos aparentemente dispares que caracteriza al lenguaje ordinario, convendría comenzar por distinguir entre afirmaciones de deber propias e impropias. La diferencia entre ellas sería que las primeras presuponen la presencia de un obligado -el que debe- (y en este sentido todas las expresiones deónticas en contextos directivos son también propias), mientras que en las segundas falta tal elemento.
Serían expresiones impropias de deber aquéllas en las que no se puede encontrar vinculación alguna, ni directa ni indirecta, con un obligado. Si alguien pregunta a un astrónomo a qué hora saldrá el sol al día siguiente, éste podrá afirmar categóricamente 'a las 7', si ese es el resultado que arrojan sus cálculos, pero no es extraño que, prudencialmente, se limite a decir que 'debería salir a las 7'. ¿Cuál es el contexto en que se usan en el lenguaje ordinario este tipo de expresiones de 'deber'? Evidentemente no se utilizan para expresar obligaciones por parte de la naturaleza -en este caso del sol-, sino únicamente para predecir acontecimientos inciertos cuando conocemos o creemos conocer las leyes causales que los condicionan. Estas expresiones encubren un pronóstico sobre la producción de un acontecimiento que se supone cierto, pero del que sólo hay evidencias parciales. Cuanto más inseguro es nuestro conocimiento, más frecuente será recurrir a dicha expresión. Indudablemente en este caso nos encontramos ante un 'debe' que guarda poca relación con los que aparecen en las expresiones de deber en sentido propio. En realidad no es más que un circunloquio para denotar un conocimiento inductivo y por ello sólo probable. De hecho si el sol, por lo que fuere, no saliera a las 7 sino a las 7'05 nadie en su sano juicio diría que no se ha comportado 'como era debido', sino que más bien habrá razones para dudar de la competencia del astrónomo o de la fiabilidad de las leyes que maneja[3].
Las expresiones de deber en sentido propio, tanto si son directivas como si no, aluden siempre al deber de un obligado. Es cierto que en el lenguaje usual, e incluso en el técnico, y al margen de los enunciados impropios antes aludidos, se emplea la expresión 'deber' para referirse a acontecimientos o estados de cosas en los que aparentemente no hay un obligado, pero estas expresiones de deber no son más que un fragmento del presupuesto de las expresiones genuinamente deónticas, por lo que podríamos calificarlas de expresiones 'incompletas'. Por ejemplo, es una forma común de hablar la que afirma que los cinturones de seguridad de un vehículo 'deben' resistir determinada tracción, o que los materiales de una construcción 'deben' reunir determinadas características físicas, pero tal uso lingüístico sólo tiene sentido si forma parte de una expresión más amplia en la que el dato fáctico de que un cinturón o un material cumpla o no el nivel previsto es un presupuesto de la conducta debida -en sentido estricto- de un obligado que, por ejemplo, deba fabricar coches o construir edificios de una determinada manera.
Tanto en las expresiones de deber indirectas como en las impropias, supondría un claro abuso del lenguaje sustituir el término sencillo 'deben' por 'tiene el deber de'[4]. Piénsese si no en los ejemplos citados de los cinturones de seguridad o del sol. Sin embargo, esta sencilla sustitución parece una mera tautología en el caso de las genuinas afirmaciones de deber. Entre 'Juan que ha recibido del vendedor la cosa 'debe' entregar el precio' y 'Juan que ha recibido del vendedor la cosa 'tiene el deber de' entregar el precio' no hay diferencia de sentido alguna, cosa que no ocurre entre 'el cinturón de seguridad 'debe' ser capaz de resistir determinados esfuerzos de tracción' y 'el cinturón de seguridad 'tiene el deber de' ser capaz de resistir determinados esfuerzos de tracción'. Sólo la primera de estas dos últimas expresiones se consideraría aceptable.
La diferencia a primera vista parece sencilla: en el primer caso el 'debe' se aplica a un sujeto y en el segundo a un objeto. Pero resta por examinar si para sustituir 'debe' por 'tiene el deber de' es suficiente con la mera presencia de un sujeto -opinión que se ha mantenido en ocasiones en relación con el deber impuesto en una norma jurídica- o si es preciso que éste reúna determinadas características que justificarían el uso propio de enunciados deónticos. En general suele admitirse -al menos teóricamente- que son necesarios ciertos requisitos elementales de capacidad en el obligado para poder hablar de obligación -lo que tradicionalmente se discute bajo la expresión kantiana 'debe implica puede'-, pero, como veremos, ni hay acuerdo sobre cuáles, ni siquiera sobre si verdaderamente tal exigencia es necesaria.
Las expresiones de deber propias realizadas en un contexto no directivo (por ejemplo, A le dice a B que alguien -el propio B, C o incluso A- tiene el deber de realizar X) no son más que manifestaciones del uso descriptivo del lenguaje por las que el hablante, o bien informa a su oyente (sea éste el obligado o un tercero), que él suscribe que hay ciertas razones -morales, sociales, jurídicas- para que el obligado realice X -en cuyo caso expresaría un juicio de deber-, o bien simplemente se limita a hablar acerca de la existencia de normas[5]. Lo que importa destacar es que en este caso la expresión de deber no se utiliza con ninguna finalidad de influir en el comportamiento del obligado, ni directa ni indirectamente.
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Distinto es el caso de las expresiones de deber utilizadas en contextos directivos, que son las que verdaderamente nos interesan por ser las propias de las normas jurídicas. Las normas se formulan mediante expresiones deónticas en las que se indica qué deben hacer o no hacer sus destinatarios en determinadas circunstancias. El aspecto más relevante de las expresiones directivas, que comparten por tanto las normas, y que puede servir para ir centrando el objeto de investigación es su carácter instrumental. Son expresiones que pretenden influir en el comportamiento ajeno, guiándolo. Tanto los consejos, como las peticiones, ruegos o mandatos, por seleccionar algunos ejemplos clásicos de utilización directiva del lenguaje, se emiten con una finalidad distinta a la de la mera transmisión de información acerca de una realidad[6]: con ellas más bien se pretende conformar dicha realidad.
Ahora bien, excluida cualquier explicación mágica acerca del posible efecto de emitir determinadas expresiones[7], es evidente que la idoneidad instrumental de una prescripción para guiar el comportamiento está supeditada a la presencia de algunos requisitos. La mera emisión por alguien de signos lingüísticos dirigidos a otro a los que acompaña una cierta intención por parte del hablante es incapaz de modificar la realidad si no va acompañada de otros requisitos adicionales que pertenecen a la propia esencia del discurso directivo y que están relacionados con las circunstancias, capacidades y motivaciones del receptor.
Hay una cierta tendencia a circunscribir el análisis de los elementos del discurso directivo, sobre todo cuando éste adopta la forma imperativa de órdenes o mandatos, a los relativos al hablante, dejando en un segundo plano los que afectan al receptor del discurso, que es además la persona de la que se espera la realización de la conducta prescrita. Tal planteamiento puede tener distintas explicaciones, a las que más adelante me referiré, pero ahora sólo quiero destacar que, al menos desde una perspectiva instrumental, parece razonable no mutilar ab initio el examen de algunos de los presupuestos esenciales de los que depende la operatividad de la prescripción. Cuestión aparte será determinar más adelante si, en algunos casos, la perspectiva del hablante aisladamente considerada puede cumplir alguna función propia.
Para determinar en qué consiste lo específico del uso directivo del lenguaje puede ser útil volver brevemente sobre la distinción anterior entre expresiones de deber propias e impropias.
Del examen de las expresiones en las que se contiene el término 'deber' se extrae que son dos las condiciones mínimas que exige el lenguaje ordinario para su utilización:
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- En primer lugar en las expresiones de deber el hablante hace referencia a una determinada configuración del mundo en una...
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