Política familiar e intervención familiar: una aproximación

AutorFernando Fantova Azcoaga
CargoLicenciado en Psicología, doctor en Sociología, consultor
Páginas121 - 134

Política familiar e intervención familiar: una aproximación

FERNANDO FANTOVA AZCOAGA *

INTRODUCCIÓN

La contribución que en este artículo deseamos hacer a la reflexión acerca de la política familiar y la intervención familiar se sitúa en el ámbito de los conceptos. Nos motiva la percepción de que al abordar la cuestión se producen, frecuentemente, distorsiones debidas a malentendidos o insuficiencias en relación con algunos de los principales términos de referencia necesarios. Pretendemos, por ello, plantear una aproximación a los fenómenos familiares, las políticas familiares y las intervenciones familiares con la intención de, en la medida de nuestras posibilidades, ampliar o iluminar el repertorio de herramientas conceptuales que cabe utilizar en el referido debate.

Quien pretende hacer esta aportación lo hace desde una experiencia profesional que se ha desarrollado tanto en el ámbito de la intervención familiar y el movimiento asociativo de familias (en concreto de familias con personas con discapacidad) como en labores de consultoría e investigación relacionadas con la política pública y la política social (con dedicación especial a los servicios sociales). Seguramente, también, como no podría ser de otra manera, desde unas determinadas coordenadas, emociones, experiencias e inquietudes familiares.

Intentaremos responder a preguntas como las siguientes: ¿En qué medida y en qué sentido es o puede ser la familia objeto o sujeto de políticas e intervenciones? ¿Cuál es el estatuto institucional de la familia como agente o instancia social? ¿En qué medida y sentido es medio y en qué medida y sentido es fin? ¿Qué queremos decir, en este contexto, cuando hablamos de familia, de política o de inter- vención? ¿Qué es constitutivo o definitorio y qué es accesorio o transitorio? ¿Todo aquello a lo que se llama política familiar lo es? ¿Todo lo que es política familiar es denominado como tal? ¿Cuáles son las relaciones entre la política familiar y la intervención familiar?

Tratamos, no tanto de promover unas u otras posiciones en los debates ideológicos, políticos, científicos o técnicos (pasados, presentes o futuros) acerca de la familia, la política familiar o la intervención familiar, como de ofrecer a las personas interesadas una presentación articulada, reflexiva y crítica de algunas materias primas que puedan contribuir a perfilar, profundizar, precisar o enriquecer dichos debates. Reto no pequeño si recordamos aquella frase de Albert Camus según la cual nombrar mal las cosas es agravar la desgracia del mundo.

Para terminar esta introducción hemos de decir que, asumiendo como primer texto referencial «La política familiar en España» (Iglesias de Ussel y Meil, 2001), podríamos decir que hacemos pie para impulsarnos en el punto en el que, casi en sus últimas páginas, los autores nos invitan a una activa recepción del enfoque relacional de Pierpaolo Donati acerca de la familia y la política familiar. Como se verá, en él nos apoyaremos frecuentemente a lo largo del artículo, en la medida en la que nos parece especialmente útil para la tarea que nos hemos propuesto.

FAMILIA

Comencemos, entonces, por el propio concepto de familia, por ese objeto o sujeto del que vamos a estar hablando en estas páginas. No nos detendremos en consideraciones compartidas como las que hacen referencia a la importancia de la familia en la vida de las personas, al carácter político, económico o culturalmente condicionado de los fenómenos familiares o a las importantes transformaciones del hecho familiar a las que estamos asistiendo (Castells, 1997: 159-160, 182, 248- 254). En torno a estas cuestiones cabe decir que la mayoría de quienes estudian la transformación o incluso de la crisis de la familia (Barbagelata y Rodríguez, 1995: 58) coincidirían en suscribir al respecto aquella frase de Mark Twain: las noticias sobre mi muerte son un tanto exageradas.

Ahora bien, precisamente las transformaciones y la pervivencia de la familia suponen una invitación a volver a mirar al fenómeno para diferenciar en él lo que es nuclear y característico de lo que es coyuntural o accidental. Dicho de otra manera, nos obligan a diferenciar la familia de unos u otros modelos de familia y nos empujan a profundizar en la compresión de eso que es lo fundamental o definitorio. En alguna ocasión (Fantova, 2000) hemos propuesto el siguiente abanico de funciones para la familia:

  1. Función económica: proveer de recursos.

  2. Cuidado físico: proveer de seguridad, descanso, recuperación.

  3. Afectividad: proveer de cariño, amor, estima.

  4. Educación: proveer de oportunidades de aprendizaje, socialización, autodefinición.

  5. Orientación: proveer de referencias.

Somos conscientes, sin embargo, de las limitaciones de una comprensión de la familia, por decirlo así, como estructura o como institución que cumple unas determinadas funciones, y nos parece sugerente, también, ver la familia como proceso (hacer familia), como serie y recurrencia de acciones y relaciones que no sólo se explica por sus relaciones con el entorno (por sus funciones en un sistema más amplio) sino que ha de ser comprenderla también en su vida propia, en su dinámica específica.

Proponemos, quizá, aplicar al estudio de la familia las palabras de Sztompka cuando, hablando del análisis de la realidad social, señala que «hay dos rasgos intelectuales que parecen estar cobrando preponderancia: (1) el énfasis en las cualidades dinámicas y permeables de la realidad social, esto es, concebir la sociedad en movimiento (imagen procesal) y (2) evitar ocuparse de la sociedad (grupo, organización) como un objeto, esto es, desreificar la realidad social (imagen del campo) (…). Se trata de la tendencia de la ciencia moderna a ocuparse de sucesos en lugar de hacerlo de cosas, de procesos en lugar de estados, como componentes últimos de la realidad» (Sztompka, 1995: 31).

Se trata, por tanto de intentar combinar la mirada que ve procesos y la mirada que ve estructuras, la mirada que ve funciones en un entorno y la mirada que ve dinámica interna. Y es que si atendemos a Maturana y Varela cuando hablan de los sistemas sociales como sistemas autopoiéticos o autorreferenciales, vemos que están hablando de «un tipo de fenómeno donde la posibilidad de distinguir un algo de un todo (…) depende de la integridad de los procesos que lo hacen posible (…). La característica más peculiar de un sistema autopoiético es que se levanta por sus propios límites, constituyéndose como distinto del medio circundante por medio de su propia dinámica, de tal manera que ambas cosas son inseparables (…). El ser y el hacer de una unidad autopoiética son inseparables, y esto constituye su modo específico de organización» (Maturana y Varela, 1996: 38-41).

Ahora bien, no basta admitir esta propuesta de mirar a la familia como sistema social o como proceso en estructuración sino que hemos de preguntarnos por la especificidad de la familia y su diferencia frente a otros sistemas sociales. Así lo señala Donati cuando afirma que «el modo más adecuado de observar la familia es aquél que adopta un punto de vista que admite observar la matriz social generativa de la familia en cuanto fenómeno específico, distinto de cualquier otro tipo de relación social» (Donati, 1999b: 89). Se trata, dirá, de buscar «la comprensión menos reduccionista posible del modo de ser de una relación social que está hecha de referencias simbólicas y de ligámenes estructurales que dan vida a un fenómeno emergente que tiene propiedades distintas» (Donati, 1999b: 93).

Efectivamente, desde la perspectiva que Donati denomina relacional se entiende la familia como un hecho emergente que se distingue de todas las otras relaciones sociales, fundamentalmente por constituir un modo específico de vivir la diferencia de género y los intercambios entre generaciones. Cada familia sería un sistema que nace, se desarrolla, se diferencia, se transforma y, eventualmente, desaparece según una lógica que le es propia y que es diferente de la lógica de cualquier otro tipo de sistema social. Usando la terminología parsonsiana se diría que la familia cuenta con un medio simbólico generalizado de intercambio diferente de los de otros sistemas sociales. Y ese medio de intercambio, según la perspectiva relacional tiene que ver con formas propias y específicas de amor y donación ciertamente diferentes de otras formas de amor y donación y, por supuesto, de otros medios generalizados de intercambio en curso en otros tipos de sistema como pueda ser el dinero en el mercado, por poner un solo ejemplo.

En palabras de Donati, «se resuelva como se resuelva la cuestión terminológica, al final se ve que es difícil huir de una comprensión de la familia como intercambio simbólico entre los sexos y las generaciones que debe hallar un encuentro entre el reconocimiento público y la voluntad privada, entre las dimensiones de institución social (políticamente relevante) y la de grupo social (como relación intersubjetiva de mundo vital)» (Donati, 1999b: 106). Dirá también este autor que hemos de «concebir la familia contemporánea como un sistema altamente complejo, diferenciado y de confines variables, en el que se realiza aquella experiencia vital específica que es fundamental para la estructuración del individuo humano como persona, esto es, como individuo-en-relación (ser relacional), en sus determinaciones de género y de pertenencia generacional» (Donati, 1999b: XII).

Proponemos, por tanto, reparar en la especificidad de la lógica interna de la familia y simultáneamente, en la especificidad de los bienes que la familia proporciona. Como señala Herrera, «para la óptica relacional, el tipo y grado de relacionalidad definen una categoría de bienes sociales, llamados relacionales, cuya característica es la de no ser estrictamente públicos, ni estrictamente privados, de no ser competitivos según juegos de suma cero y de poder ser producidos y disfrutados por el conjunto de sus participantes en las redes informales (bienes relacionales prima-rios) y en las redes asociativas (bienes relacionales secundarios)» (Herrera, 1998: 263-264).

Si se reconoce esta originalidad y especificidad de las relaciones familiares, pueden cuestionarse tanto las dinámicas que propenden a una sustitución de esas relaciones por relaciones de otra índole como los intentos de colonización de la vida familiar por parte de lógicas de relación diferentes a la familiar o las pretensiones de instrumentalización de las familias para objetivos espurios. Los bienes que proporcionan las relaciones familiares, por su carácter relacional específico, no pueden ser sustituidos, sin más, por bienes proporcionados por sistemas no familiares ni pueden sustituir, sin más, a bienes proporcionados por otros sistemas.

Lógicamente, desde esta perspectiva, de igual modo que se puede poner en evidencia la erosión que otros sistemas sociales pueden operar en los sistemas familiares también pueden identificarse situaciones en las que las relaciones familiares producen distorsiones en otros ámbitos de relación social. Así ocurre, por ejemplo, en la medida en que las relaciones familiares operan en contra de la igualdad entre las personas (bien por dinámicas intrafamiliares de discriminación de las mujeres, bien por prácticas de nepotismo en entornos laborales, por poner dos ejemplos). De hecho, se ha recordado que ya Platón en el siglo IV antes de Cristo teorizaba la necesidad de eliminar la familia para hacer la sociedad más igualitaria (Commaille y Martín, 1998: 66-87).

En todo caso, utilizando palabras de Donati diríamos que, al menos hoy y aquí, «si bien en ciertos aspectos y en ciertos ámbitos las mediaciones familiares disminuyen e incluso se pierden, en otros aspectos y ámbitos las mediaciones aumentan o surgen algunas nuevas. En la complejidad, la relevancia de la familia en las varias esferas no-familiares (por decirlo así, en varios sentidos públicas) no sólo continúa existiendo sino que se incrementa sea en los comportamientos de facto, sea en las exigencias de legitimación cultural e incluso política. Ciertamente no disminuye. No se debe considerar, con esto, que la familia retorna al pasado. Al contrario, emergen líneas de creciente diferenciación entre las dimensiones para las que la familia es más relevante y aquellas para las que viene a ser menos relevante y debe, por tanto, salir de escena. La sociedad de los individuos no elimina efectivamente la sociedad de las familias, sino que le da una nueva configuración. Ciertamente desaparece la sociedad de las familias en la que era la familia la que definía el estatus social del individuo (…). Pero no por esto deja de contar la familia como mediación social. Al contrario, la familia viene a ser sujeto de nuevas mediaciones o, si se prefiere, se convierte en un sujeto de nuevas relaciones que median de manera imprevista las pertenencias, elegidas u obligadas, de los individuos en varias esferas sociales» (Donati, 1999b: 367).

Sea como fuere, la mirada relacional subraya el estatuto de la familia como tal en el escenario de la vida social, de la acción social y de la política social. No el de un deter- minado modelo de familia pero sí el de la familia en la configuración que adopte en cada momento y circunstancia social, el de unas familias que, desde esa dinámica específica de la que hemos hablado, interactúan de una manera siempre nueva en el escenario social. A esas nuevas realidades y retos habrá de dar respuesta, en cada momento, la política familiar y la intervención familiar.

POLÍTICAS PÚBLICAS

Cuando hablamos de políticas públicas (Giner y otros, 1998: 585) nos referimos a orientaciones de la actuación pública, y, en nuestro contexto, emanadas de las administraciones públicas. Ello no quiere decir que las administraciones públicas sean las únicas protagonistas en la formación y el desarrollo de las políticas públicas. Así, Montoro, refiriéndose a la política social en general, dice que «por los contenidos de la política social están interesadas las agencias público-esta- tales de manera fundamental, casi por definición, pero también, y cada vez más, las agencias privadas con o sin fines de lucro, en esa mezcla que Habermas definió como la nueva esfera pública» (Montoro, 1998: 34).

La (co)producción de las políticas públicas, por tanto, no se realiza en el interior de las administraciones públicas convirtiéndose el resto de agentes o instancias en destinatarias, ejecutoras o espectadoras de las mismas. En materia de políticas públicas podemos encontrarnos con procesos de producción más o menos participativos y con políticas más o menos explícitas pero no es casual que la cuestión se plantee cada vez más en términos de gobernanza (Mayntz, 2001) aludiendo a la necesidad de reconceptualizar la gestión pública y la planificación social en situaciones de creciente complejidad, interconexión y multipolaridad.

Estaríamos hablando de una gestión (incluida planificación y evaluación) en proceso y en red y es que la de la red parece ser la metáfora de la que más nos estamos valiendo en este momento para referirnos a los fenómenos sociales y humanos (García Roca, 2002). Y, cuando hablamos de red, estamos hablando de nuevas tecnologías de la información y la comunicación y también de nuevas realidades sociales ante las que el gobierno y la gestión pública se propone como necesariamente participativa en un contexto que hace entrar en crisis muchos de los límites y jerarquías establecidas en las organizaciones y sistemas. Estamos hablando de una diná- mica en la que el acceso a y por esas nuevas tecnologías y la participación de todas las personas se potencian mutuamente para construir redes cada vez más capaces de proponer, reflexionar, aprender y actuar.

Afirmar, en todo caso, la posibilidad y la necesidad de la participación y la legitimación no supone, al menos necesariamente, poner en cuestión la legitimidad de los poderes públicos para la emisión y desarrollo de las políticas públicas ni desconocer su responsabilidad en la consecución, asignación y gestión de los recursos que posibiliten, en menor o mayor medida, la obtención de los resultados deseados. Por otra parte, hay que entender que cuando los poderes públicos formulan, implantan y evalúan políticas públicas lo hacen, lógicamente, en el ámbito de su competencia y respetando la autonomía de los diversos agentes o instancias. Además no hay que olvidar que las parcelas a las que se refieren las diversas políticas públicas tienen muchas intersecciones y se atraviesan recíprocamente. Por todo ello se revela como especialmente necesario atender al procesodialógico de formación de las políticas como garantía de la mejor adecuación de las diver- sas políticas y de las sinergias que puedan darse entre ellas.

POLÍTICA FAMILIAR

Según recoge Iglesias de Ussel, «la definición clásica de política familiar ha sido formulada por Zimmerman como aquella que ‘incorpora el bienestar familiar como un criterio, es decir, que introduce consideraciones familiares y una perspectiva familiar en la arena política, tanto en el establecimiento de objetivos políticos como en la medición de resultados’ (…). Más brevemente, Dumon califica como política familiar ‘toda medida adoptada por el Gobierno para mantener, sostener o cambiar la estructura y la vida familiar’ (…). Una definición semejante fue la acuñada por Kamerman y Kahn, para quienes política familiar es ‘lo que el Estado hace o deja de hacer en favor de las personas en calidad de incumbentes de roles familiares o para influir en el futuro de la familia como institución» (Iglesias de Ussel, 1998: 267). Flaquer, por citar otro ejemplo, incluye en la política familiar el «conjunto de medidas públicas destinadas a aportar recursos a las personas con responsabilidades familiares para que puedan desempeñar en las mejores condiciones posibles las tareas y actividades derivadas de ellas» (Flaquer, 2000b: 14).

Asumiendo en términos generales estas definiciones y basándonos en el concepto que dábamos de política pública, diríamos que, en primera instancia, estamos identificando la política familiar como aquella política pública que tiene como objeto la familia como tal. La política familiar regularía la influencia que legítimamente los poderes públicos pueden tener en las familias. Partiendo de la base, en todo caso, de que no es posible ni planteable la no influencia, se trataría de establecer los términos de esa influencia, de articular los efectos que los poderes públicos pueden desencadenar en las familias y los medios para hacerlo.

Si aceptamos este enfoque nos parece evidente que no podemos incluir, sin más, todo lo que afecta a las familias como contenido u objeto directo de la política familiar, pues esa opción nos llevaría a la conclusión de que toda la política pública es política familiar. Harding, recogiendo también aportaciones, por ejemplo, de Kahn y Kamerman o de Zimmerman, se refiere a la distinción entre la política familiar como campo y la política familiar como perspectiva (o enfoque, en la terminología de Iglesias de Ussel), entendiendo que una cosa es el campo de la política familiar entendida como aquella política que tiene por objeto a la familia como tal y otra cosa es la introducción de la perspectiva familiar en toda la política (Harding, 1996: 206-209). Otros autores hablan en un sentido similar de políticas directas e indirectas (Donati, 1999c: 39)

Desde nuestro punto de vista, podemos hablar, en principio, de política familiar «cuando la familia es claramente el objeto de la política» (Harding, 1996: 208). Ello no es óbice para que la política familiar, como tal, incluya disposiciones u orientaciones que hayan de ser tomadas en cuenta por parte de otras políticas o que pretendan influir en ellas, pero sin confundir la política familiar con esas otras políticas. Veamos algunos ejemplos que ayuden a aclarar lo que queremos decir.

En un artículo frecuentemente referenciado y titulado «La familia en España» Vicenç Navarro critica la insuficiencia de las «políticas públicas de apoyo a las familias» y se refiere a la escasez de servicios de apoyo a las familias «tales como escuelas públicas de infancia para niños de 0 a 3 años y servicios domiciliarios de atención a los ancianos y personas con discapacidades» (Navarro, 2002: 14). Aquí encontramos, a nuestro juicio, un ejemplo de esa confusión de la que hablábamos. Desde nuestro punto de vista, una cosa es que la política y los servicios de atención a las niñas y niños menores de tres años, a las personas mayores o a las personas con discapacidad sean políticas y servicios con un fuerte impacto en la vida de las familias y otra cosa es que podamos considerarlos, en prime- ra instancia, como políticas y servicios de apoyo a las familias.

Pongamos otro ejemplo que quizá nos ayude más a ilustrar lo que queremos decir. Existen unos servicios que proporcionan la posibilidad de estancias más o menos breves en entornos residenciales que suelen recibir el nombre de servicios de respiro. Nos encontramos, entonces, con que se presta un servicio a una persona pero se denomina el servicio en función del pretendido efecto que se desencadena en la familia. Si lo miramos bien, se trata de una denominación que desvaloriza e incluso deshumaniza a la persona que, efectivamente, recibe el servicio (denominada frecuentemente como carga (sic) familiar). Si se nos permite la comparación, no cabe duda de que muchas mañanas las madres y padres respiramos cuando dejamos a nuestras criaturas en la escuela. Sin embargo a nadie se le ocurrió una conceptualización y denominación de los servicios educativos en función del efecto en las familias antes que en función del efecto en sus principales destinatarias y destinatarios.

Si admitimos las distinciones que estamos proponiendo, podríamos decir que en la literatura sobre política familiar se tiende a incluir:

• La que aquí estamos denominando política familiar (en sentido estricto, directa o como campo) (así, por ejemplo la regulación jurídica de las relaciones familiares, la fiscalidad aplicable a las familias, prestaciones económicas o servicios para las familias, tales como información, orientación, mediación, formación o terapia), y

• Un anillo más o menos amplio de las que aquí estaríamos denominando políticas de alto impacto familiar (por ejemplo, regulaciones laborales, política de vivienda, servicios sociales o prestaciones económicas a personas, regulación de horarios comerciales u organización de la atención sanitaria).

En nuestra opinión es necesario debatir y perfilar los conceptos para contribuir a la más correcta comprensión y articulación de la política familiar y de todo el amplio abanico de políticas que tienen impacto en las familias o en las que la política familiar puede tener, a su vez, impacto. Es indudable que la política familiar (o su ausencia) tiene efectos en otras políticas y, a su vez, recibe influencia de ellas. Es bien cierto que puede haber sinergias o, por el contrario, se pueden dar efectos no deseados. Sin embargo, diferenciar y articular adecuadamente las diferentes políticas es, a nuestro juicio, una de las condiciones de posibilidad para potenciar esas deseadas sinergias y para evitar esos indeseados efectos colaterales.

En este marco cobran sentido conceptos como los de perspectiva familiar e impacto familiar. Así, dirá Harding que «el interés del concepto de perspectiva se traduce en su operacionalización en mecanismos estructurados en el gobierno que monitorizarían el impacto familiar de las políticas y contribuirían a un desarrollo de políticas con los intereses de la familia en mente» (Harding, 1996: 207) y de este modo tendríamos, por decirlo así, una política familiar que tendría una doble dimensión o sentido: el de incorporar medidas y actuaciones que tuvieran como destinatarias directas las familias como tales y el de contribuir a la incorporación de la perspectiva familiar y medir el impacto familiar en todo el resto de políticas públicas, que serían consideradas, desde este punto de vista, más o manos amigables para la familia (family-friendly) (Flaquer, 2000b: 11). Iglesias de Ussel aporta el matiz de que cuando hablamos de enfoque o análisis familiar de las políticas se supone que hay una política familiar deliberada mientras que los planteamientos que hablan del estudio del impacto familiar analizan los efectos de políticas que pueden carecer de objetivos familiares explícitos (Iglesias de Ussel, 1998: 268).

Estas distinciones, a nuestro juicio, resultan preventivas de un uso abusivo del concepto de política familiar para incluir cosas que, por otra parte, se vuelven a incluir también, tal cual, en otras políticas y, por otra parte, posiblemente, de una desaparición o difuminación de las políticas y actuaciones que tendrían como objeto a la familia como tal. De hecho, como venimos sugiriendo, esta reivindicación del espacio propio de la política familiar no supone (más bien lo contrario) desconocer las relevantes interacciones que tiene la política familiar con las otras políticas. Las interfaces, transversalidades, interpenetraciones e interrelaciones son muchas y complejas.

Así, frecuentemente se apunta que con las políticas de apoyo a la familia se corre el riesgo de reforzar dinámicas familiares realmente existentes en las que se observan, por ejemplo, relaciones de desigualdad entre hombres y mujeres. Por citar otra influencia en sentido inverso, es frecuente el señalamiento de que determinadas políticas de servicios sociales (o, eventualmente, su insuficiencia) no están respondiendo a determinados retos y están dejando un excesivo número de responsabilidades en manos de las familias (Durán, 2003: 361). Como tercer ejemplo, señalaremos que no todas las políticas de atención y protección a la infancia son compatibles con todas las políticas de conciliación de la vida familiar y laboral. Así, en este momento en España se escucha mucho más la idea de escuelas infantiles de cero a tres años que algo así como «potenciar la permanencia en casa de los niños de menos de un año y favorecer las formas de atención a la infancia de uno a cinco años alternativas a la institucionalización» (Donati, 1999c: 47). Siguiendo por este mismo hilo argumental se ha alertado también sobre el reduccionismo o la confusión que se da frecuentemente entre política familiar y política de fomento o control de la natalidad (Iglesias de Ussel y Meil, 2001: X). De hecho, el propio apoyo a las familias numerosas puede hacerse más bien desde una óptica de fomento de la natalidad o más bien desde una óptica de política familiar. De nuevo nos encontramos con interpenetraciones y, deseablemente, con sinergias, pero también con la necesidad de diferenciar.

En todo caso, se abre, posiblemente, una perspectiva diferente a algunas aproximaciones frecuentes en relación con la política familiar. Desde el enfoque que estamos proponiendo, la política familiar será aquella política que contribuya a fortalecer a la familia entendida como esas relaciones familiares de las que hablábamos y como proveedora de esos bienes relacionales específicos a los que nos hemos referido. Y si aceptamos que lo que proporcionan las familias no es, en principio, fácil y directamente sustituible por otros agentes o instancias, reconoceremos el papel de las políticas públicas no para llevar a cabo una sustitución, instrumentalización o desnaturalización de las relaciones familiares sino para contribuir a que ese hacer familia del que hablábamos emerja, se exprese, se desarrolle y se sostenga.

Ciertamente, una vez admitida la existencia de una política familiar que tiene como objeto directo las relaciones familiares como tales y que, por otro lado, puede aspirar a la introducción de la perspectiva familiar en otras políticas (con reconocimiento tanto de la autonomía de cada una de las políticas como de las interfaces entre unas y otras), ha de admitirse que habrá diferentes propuestas en materia de política familiar, como no podía ser de otra manera. Esas diferentes propuestas estarán relacionadas con el papel que, en función de cada una de las perspectivas políticamente legítimas, se considera que habrán de tener las redes familiares y comunitarias, el estado, el mercado y el tercer sector en la respuesta a las necesidades sociales, así como con la forma de comprender las relaciones entre esos diversos agentes o instancias sociales.

Efectivamente, como señalan Subirats y Goma, «las políticas sociales pueden desmercantilizar ciertos procesos, como pueden también desplazar al ámbito del Estado actividades previamente realizadas por las familias o el tejido asociativo. O, en sentido inverso, el Estado de bienestar puede operar como factor de remercantilización, pero también de privatización familiarista o comunitaria de funciones anteriormente absorbidas por la esfera pública (…) El tipo de impacto de las políticas sociales no puede darse por establecido. Los Estados de bienestar, por medio de su oferta de regulaciones y programas, operan como potentes factores de estructuración social: articulan y desarticulan, alteran, intensifican, erosionan, construyen o erradican fracturas y escisiones económicas, generacionales, étnicas o de género» (Subirats y Goma, 2000: 34). En una interesante reflexión estos autores ponen de manifiesto en qué medida las diversas políticas públicas se han basado y se basan, implícita o explícitamente en determinados modelos de familia y en qué medida favorecen o dificultan, por ejemplo, modelos como el del varón sustentador (Flaquer, 2000b: 157), el de la doble asalarización, el de la asalarización parcial compartida, el esquema familiar de salario y medio, la familia monoparental y así sucesivamente.

En la propuesta de Donati, por ejemplo, «las políticas (…) tienen como cometido el de hacer virtuosa y no perversa la relación familia-instituciones como tal. Esto significa al menos tres cosas.

• Se deben observar los intercambios y los efectos recíprocos de tales intercambios

(…). Cuando decimos que las instituciones de bienestar deben tener dimensión familiar decimos precisamente que no que deben tener en el punto de mira un modelo predeterminado de familia, sino que deben sostener acciones y efectos tales que produzcan más funcionalidad, más justicia entre las personas, más solidaridad interna y externa en el núcleo familiar, entre los sexos y entre las generaciones, entre los fuertes y débiles, entre sanos y enfermos (…).

• Un segundo tema es el de los derechos

de la familia como tal (…). No se puede hablar de una nueva relación sinérgica entre las instituciones de bienestar si no se orienta a comprender, tutelar y pro- mover, no sólo los derechos individuales, sino también los derechos de la familia como sujeto social (…).

• Desde este punto de vista se debe producir una nueva ciudadanía de la fami lia (…) en el sentido de reconocer que la familia es un bien común, relacional, que implica derechos-deberes añadidos y diversos respecto de los individuales (Donati, 1999c: 30-33).

Una propuesta como la de Donati podría ser calificada, posiblemente, como familista (Gil Calvo, 2002), en la medida en que se entienda que su afirmación de los derechos de la familia o del estatuto de la familia como tal en el marco de las políticas públicas va en detrimento de los derechos o del estatuto de las personas tomadas individualmente. Del mismo modo la posición de Gil Calvo, según la cual «los derechos sociales pertenecen a los ciudadanos, no a sus familias» (Gil Calvo, 2002) (y por lo tanto no se trata de proteger a las familias sino el derecho de las personas a formar una familia) podría criticarse por desconocer, de facto, la importancia de las relaciones familiares. Sea como fuere y con independencia de la atribución a la familia de derechos o, simplemente, de un estatuto como agente o instancia relevante, ese es, posiblemente, el debate legítimo de la política pública, de la política social y de la política familiar.

Y es que como afirma Flaquer, «no hay ningún tipo de intervención que sea neutro. Tanto las intervenciones como su ausencia tienen efecto sobre la familia. Situados en el campo familiar como área de intervención pública, debemos aceptar que toda política familiar incide sobre las formas de vida y los comportamientos familiares e individuales y vehicula inevitablemente, explícita o implícitamente, preferencias normativas con respecto a tal o cual modelo de familia» (Flaquer, 2000b: 26). Las ciencias sociales pueden proporcionar, sin embargo, un marco básico de comprensión de la entidad y de la densidad de las relaciones familiares (y de otros tipos de relaciones) que contribuya a un reconocimiento compartido de la familia en calidad de agente o instancia social (junto a otros agentes o instancias sociales) a partir del cual puedan, efectivamente, diferenciarse esas distintas orientaciones ideológicas sin que ninguna de ellas incurra en un desconocimiento del estatuto social de la familia o de cualquiera de los otros agentes o instancias necesarias para el desarrollo humano.

INTERVENCIÓN FAMILIAR

En esta parte final del artículo vamos a intentar ensamblar el concepto de política familiar con el de intervención familiar, de modo que pudiera comprenderse que la segunda es, por decirlo así, el instrumento de la primera. La operación no es sencilla por cuanto en la misma medida en que, desde nuestro punto de vista y según hemos intentado explicar, se tiende a un uso generoso y desbordante de la expresión política familiar, podríamos decir que tiende a ocurrir lo contrario con intervención familiar, desde el momento en que basta una rápida búsqueda del término a través de Internet para constatar que suele vincularse preferentemente a una pequeña parcela entre las actuaciones que se derivarían de la política familiar.

Creemos, sin embargo que puede ser razonable e interesante propugnar un uso más extensivo o abarcador de la expresión inter- vención familiar de suerte que vayamos aplicándolo no sólo a las intervenciones de respuesta a situaciones familiares que podríamos denominar problemáticas, sino, más bien, a todo el abanico de actuaciones que, en el marco de la política familiar, pueden tener como destinatarias a las familias como tales.

En la medida en la que superemos un modelo de protección familiar, «de orientación defensiva y de corto alcance» (Iglesias de Ussel, 1998: 269), y vayamos a un modelo de política familiar, proactivo y dinámico, pare- ce encajar la idea de una intervención familiar que habrá de instrumentar en forma de actuaciones el amplio abanico de objetivos y estrategias de la política familiar y no tan sólo una pequeña parcela dentro de ellas (Iglesias de Ussel y Meil, 2001: 10). Una intervención familiar así entendida podría abarcar un variado conjunto de dispositivos mediante los cuales se apoyaría a las familias o se interactuaría con ellas. Incluiría, desde luego, todo lo que sabemos hacer con las familias en riesgo o con necesidades especiales, pero incorporaría también actuaciones dirigidas a todas las familias en general o, siguiendo la misma lógica antes planteada, intervenciones con diversos subsistemas o en diversos entornos pensadas para tener impacto (indirecto, si se quiere) en las familias. Se trataría de una intervención familiar que no se realiza sólo desde los servicios sociales (Casado, 2002) sino que se va desplegando y articulando en la medida en que más y más sistemas y dispositivos sociales identifican también a la familia como su destinataria o cliente. En palabras de Donati, se trataría de pasar del deficit model al empowerment model (Donati, 1999c: 52).

Efectivamente, si estamos comprendiendo la familia como un hacer familia; si estamos constatando la diversificación de las realidades familiares; si advertimos la variedad de momentos y vicisitudes en los distintos ciclos de vida de las distintas familias; si estamos intentando comprender los viejos y nuevos papeles de las familias en las cada vez más complejas redes sociales de nuestra sociedad del riesgo; si estamos buscando, desde las políticas familiares, actuaciones cada vez más amigables para con las familias, acaso sea necesario construir y reconstruir modelos cada vez más complejos y abiertos de inter- vención familiar. Modelos cada vez más comprehensivos e interdisciplinares para inter- venciones de muy diversa índole y contenido.

Nos parece, por ello, sugerente la distinción de Donati cuando señala que «las políticas sociales han de distinguir entre intervenciones sistémicas e intervenciones sociales; las primeras tienen que ver con mecanismos impersonales (como el sistema fiscal, el sistema de previsión y aseguramiento, etc.) y los segundos tiene que ver con la producción de servicios personales y solidarios en los mundos vitales y deben, por ello, orientarse a las comunidades locales, adoptando una filosofía de ‘atención comunitaria’ (community care). (Donati, 1999b: 448).

Y es que quizá el concepto de intervención familiar nos pueda ayudar a buscar nuevos horizontes e instrumentos para la política familiar que, sin desconocer la importancia de mecanismos de regulación jurídica o de transferencia económica, por ejemplo, articulen otros tipos de apoyos más flexibles, más adaptables, más relacionales, más sinérgicos. Y ahí, posiblemente encontremos nuevas maneras de articular respuestas y fortalecer redes en las que se potencien las sinergias entre los diferentes agentes constructores del bienestar social. Quizá desde muy distintos espacios y sistemas sociales se pueda pensar y hacer esa intervención familiar consciente y conocedora de los delicados mecanismos que constituyen las familias, respetuosa de sus códigos y dinámicas, pertinente y eficaz en la interacción con los sistemas familiares. Una intervención que no es más o menos familiar porque se realice o no en el domicilio, sino por su efecto en la familia como tal. Una inter- vención, en definitiva, no intervencionista (Dandurand, 2001).

No es casual que el propio Donati, en quien nos venimos apoyando para la comprensión de la familia y la articulación de la política familiar, sea también un referente inexcusable en las propuestas del modelo mixto del bienestar y en la reflexión sobre el tercer sector. Un sistema de bienestar más pluralista, más sinérgico y más complejo puede, en opinión de este autor, activar mejor las potencialidades de los diversos agentes (familias, mercado, estado y sector voluntario) y responder mejor a las necesidades y retos con los que nos encontramos. En un sistema que potencie la interactividad, la reflexividad, la participación y el empoderamiento, a nuestro juicio, tiene encaje este concepto más abarcador y dinámico de intervención familiar, a la vez que son necesarias, sin duda, muchas otras intervenciones en el mundo de las relaciones laborales, en lo que tiene que ver con la garantía de ingresos, en el acceso a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, en la educación en valores y así sucesivamente.

CONCLUSIÓN

Son diversos y numerosos los síntomas de una activación o reactivación del debate acerca de la política y la intervención familiar en nuestro país. Un debate más vivo y más útil necesita, a nuestro juicio, herramientas teóricas que ayuden a superar visiones reduccionistas y economicistas de la familia y a rescatar la entidad de la familia como sujeto social y, en palabras de Donati su «naturaleza supra-funcional y civilizatoria» (Donati, 1999b: 419). Desde ese punto de vista, es necesario, de nuevo, discutir e identificar los límites y los vínculos de la política familiar y la intervención familiar, sobre todo si queremos que las familias respondan, hoy y aquí, a los retos y oportunidades que se les presentan y sean, siempre y cada vez más, espacio y fuente de esas formas de amor y donación, de cuidado y acompañamiento, de acogida y soporte de la limitación y la vulnerabilidad, que no pueden ser ahogadas por otras dinámicas o mecanismos de relación e intercambio si queremos un mundo al que podamos seguir llamando humano.

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* Licenciado en Psicología, doctor en Sociología, consultor.

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