El Estatuto de Funcionarios como marco mítico de referencia para la función pública

AutorLuis Fernando Crespo Montes
Páginas295-329

Page 295

Durante muchos años el Estatuto de Funcionarios ha sido considerado como un texto mítico en el que debían encontrarse las soluciones -normativas, por supuesto- para casi todos los problemas que podían suceder en el interior de nuestra Función Pública.

Cualquier cambio o transformación que planeara sobre la Administración exigía, antes o después, la promulgación del correspondiente Estatuto de Funcionarios. Esto sucedió cuando se emprendió el proceso tecnocrático de reforma administrativa, también durante la transición política, y de una manera más apremiante después de la formación del primer Gobierno socialista.

Pero esta necesidad se ha ido atenuando y diluyendo poco a poco con el transcurso del tiempo, de tal manera que al inicio del siglo XXI, y después de más de veintitrés años de aprobada la Constitución que preveía unas bases del régimen estatutario de los funcionarios públicos, éstas continúan sin llegar. O mejor dicho, no llegan en cuanto Estatuto de Funcionarios (ahora, según la denominación oficial, también se llamaría Básico) en su sentido mítico; es decir, como texto único en el que aparece recogido todo el régimen jurídico aplicable a los servidores del Estado. Porque lo que sí existen son bases dispersas en tres leyes que regulan aspectos parciales del mismo.

Por lo tanto, parece que el Estatuto de Funcionarios ha dejado de ser una aspiración-mito para el sector. Las pocas voces que hoy día lo reclaman lo hacen con escaso convencimiento e interés, o (y esto puede resultar patético) sólo con el que se deriva de su propia justificación o supervivencia administrativa. Dejando a salvo el de los propios sindicatos que pretenden completar el blindaje normativo de los efectos jurídicos de la participación en la determinación de las condiciones de empleo, mediante una discutible aplicación automática de los resultados de la negociación colectiva, impecable para el sector privado pero no tan fácilmente trasladable a las Administraciones Públicas.

Page 296

Es muy esclarecedor que en el último Debate sobre el estado de la Nación de finales de junio de 2001, no haya prosperado ninguna propuesta de resolución en este sentido, a pesar de haberse hecho algún tímido y rutinario intento.

a) La reforma de los años sesenta

Si bien para López Rodó y su equipo de tecnócratas, pertenecientes la mayo-ría de ellos a los cuerpos superiores de más prestigio que entonces existían en la Administración civil, sacar adelante las Leyes de Régimen Jurídico de la Administración del Estado (julio de 1957) y la de Procedimiento Administrativo (julio de 1958), fue un cómodo paseo, no sucedió lo mismo con la tercera, con la que tenía que sentar unas bases sólidas para una profunda reforma del régimen general de personal y, por ende, de la Función Pública estatal.

Ni que decir tiene que el elogiable Estatuto de Maura de 1918 era completamente inadecuado para una situación política, social y económica que nada tenía que ver con la de España a principios de siglo. Por lo que era urgente su sustitución por otro más adecuado a la realidad de aquellos años.

La necesidad de preparar una Función Pública profesional, altamente cualificada, homologable a la del resto de países europeos, sometida a un régimen común en cuanto a sus aspectos esenciales (selección; carrera; retribuciones; incompatibilidades...), no era cuestión que pudiera alcanzarse con los anticuados medios normativos que ofrecía el Estatuto de 1918.

Por eso, desde el primer momento figuró en la agenda legislativa de López Rodó la necesidad de preparar un nuevo Estatuto de Funcionarios, si bien este propósito se fue posponiendo por diversas razones.

El régimen político estaba en aquel momento intentando salir de una importante crisis institucional interna, además de sacar adelante un ambicioso plan de reordenación de la economía del país. Con estas coordenadas no parecía muy oportuno agitar las aparentemente calmadas aguas de la Función Pública, con una norma que necesariamente tendría que suponer una profunda reforma, y que, además, habría de alterar radicalmente su estructura y organización, y por lo tanto la relación de fuerzas intercorporativas existentes en la mayoría de los Minis-terios.

El Ministro Subsecretario de la Presidencia, el almirante Carrero Blanco, conocía por su origen castrense lo complicadas que resultan las reformas de personal y con el cuidado que han de acometerse, si no se quieren introducir factores de desasosiego y tensión que incidan peligrosamente en el funcionamiento de la organización.

Así las cosas, el nuevo Estatuto de Funcionarios se fue aplazando año tras año. Lo que suponía ir perfeccionando el enfoque y contenido de las versiones preliminares con información, datos y opiniones procedentes de reuniones nacio-

Page 297

nales e internacionales, comisiones de expertos, informes preceptivos o facultativos de las instituciones emblemáticas de la época (Instituto de Estudios Políticos; Patronato del Centro de Formación y Perfeccionamiento de Alcalá de Henares; Consejo de Estado), y de los altos funcionarios de la propia Administración.

En julio de 1963 se aprueba la Ley de Bases de Funcionarios civiles de la Administración del Estado (siguiendo el mismo modelo de legislación delegada utilizado en la etapa de Maura); en febrero del año siguiente, el correspondiente texto articulado; y en mayo de 1965, la Ley de Retribuciones.

Esta segregación del régimen legal de remuneraciones de los funcionarios del texto que contenía el cuerpo normativo común y que iba a constituir su propio Estatuto, fue una condición sine qua non que puso el Ministerio de Hacienda para seguir adelante con la reforma legal de la Función Pública. Condición que desde el primer momento consideró irrenunciable y no negociable, así que la Presidencia del Gobierno no tuvo más remedio que pasar por ella. Éste fue el origen de una serie de desencuentros, tensiones y disparidades de criterios entre ambos Ministerios que, con mayor o menor intensidad, han sucedido durante muchos años. Y que han tenido que soportar con paciencia o indignación, según las circunstancias, el resto de los Departamentos.

Si se quería sacar adelante un nuevo Estatuto de Funcionarios que implicara al mismo tiempo la actualización de las retribuciones, lo que en aquel momento era fundamental, había que aceptar una división algo más que epistemológica: el régimen de remuneraciones debería figurar en una pieza legal separada por ser un asunto de la responsabilidad del Ministerio de Hacienda en solitario.

Tal vez merezca la pena abrir un breve paréntesis sobre esta cuestión, antes de seguir adelante con las principales novedades introducidas con la reforma legal de los años sesenta.

Excursus. Presidencia del Gobierno vs Ministerio de Hacienda: algo más que las retribuciones de los funcionarios

El movimiento de reforma administrativa iniciado a partir de 1957 en la Presidencia del Gobierno no hizo muy feliz a las autoridades políticas del Ministerio de Hacienda, y, en definitiva, a los cuerpos superiores de los que eran portavoces.

Efectivamente, desde el final de la guerra civil este Ministerio había asumido de hecho las competencias sobre la organización y funcionamiento de la Administración a través de dos vías eficazmente complementarias: la ejecución presupuestaria y el asesoramiento jurídico.

Así que cuando aparece la Secretaría General Técnica de la Presidencia se le atribuyen nuevas competencias en la materia, que aunque estuvieran inéditas hasta ese momento, iban a suponer un radical replanteamiento de la cuestión para el Ministerio de Hacienda a medio y largo plazo. O, lo que es lo mismo, para

Page 298

los Cuerpos de Abogados del Estado y de Intervención y Contabilidad. Por eso a sus propias redes de influencia (Asesorías Jurídicas e Intervenciones Delegadas) esparcidas por todos los Ministerios, se les encendió la luz roja que anunciaba un peligro real para su status predominante.

Pero además de este planteamiento típicamente corporativo, como era usual en aquel momento, hubo otro de carácter político de suma importancia.

En febrero de 1962 López Rodó es nombrado Comisario del Plan de Desarrollo con, de momento, sólo categoría de Subsecretario y dependiente de la Presidencia del Gobierno. Se sustrae, pues, esta competencia del Ministerio de Hacienda, lo que irritó profundamente a su Ministro, el entonces Letrado del Consejo de Estado pero también inspector del timbre, Mariano Navarro Rubio. La tensión entre ambos Departamentos alcanzó tal nivel que Navarro Rubio llegó a presentar la dimisión a Franco. Dimisión que éste pospuso hasta julio de 1965, precisamente pocos meses después de aprobarse la Ley de Retribuciones de los Funcionarios.

Ahora se comprenderá por qué hubo que ceder en el asunto de las retribuciones de los funcionarios, y consentir el blindaje legislativo de la primacía del Ministerio de Hacienda en esta materia. Lo que se hizo tanto en la Ley de Bases de Funcionarios civiles como en su texto articulado, y se remató con la propia Ley de mayo de 1965, propuesta sólo por este Ministerio. Que, por cierto, ni sometió el correspondiente anteproyecto al preceptivo informe de la Comisión Superior de Personal, ya constituida y en funcionamiento desde hacía algo más de un año. Un duro golpe para el nuevo órgano central en materia de personal, inspirador y rector de toda la política del Gobierno para la Función Pública...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR