Dos mitos: la carrera administrativa y la oferta de empleo público

AutorLuis Fernando Crespo Montes
Páginas395-422

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En este capítulo se van a tratar algunas cuestiones relacionadas con lo que hace años se denominaba gestión de personal. Y hoy, con una terminología renovada y actualizada, planificación y ordenación de los recursos humanos.

Se trata de hacer un somero repaso de un antiguo mito (el de la carrera administrativa) y de otro más reciente (la oferta de empleo público), en cuanto significativos indicadores de los esfuerzos para mejorar la Función Pública estatal.

Es cierto que durante las décadas de los sesenta y setenta la administración de personal no consistía en cosa muy diferente a la aplicación del ordenamiento ju-

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rídico que se refería a los funcionarios de carrera. Nombramientos, situaciones administrativas, forma de provisión de puestos de trabajo, incompatibilidades, reingresos al servicio activo, concursos de traslado, jubilaciones... sólo se contemplaban desde la perspectiva formal de lo que se establecía en leyes y reglamentos. Se trataba de actos o resoluciones que, en el mejor de los casos, se cotejaban con otros precedentes similares. Y poco más, a pesar de la irrupción de los llamados aspectos no jurídicos de la Administración desde finales de los cincuenta. La realidad es que gestionar el personal de un Ministerio no era mucho más que la aplicación rutinaria de normas y regulaciones. Lo que era la dirección de los cuerpos superiores, como ya se ha dicho, iba por otro camino.

Esto no quiere decir que no se hicieran esfuerzos muy meritorios por contemplar algunos aspectos generales de la Función Pública en su conjunto, desde perspectivas distintas de la estrictamente jurídica. Los trabajos de Andrés de la Oliva, Alberto Gutiérrez Reñón, Alejandro Nieto, Mariano Baena del Alcázar, Miguel Beltrán, Juan Linz, Amando de Miguel, entre otros, publicados durante aquellos años, dan testimonio de esta inquietud por contemplar el fenómeno burocrático en España desde ángulos diferentes.

En cualquier caso, y a pesar del tiempo transcurrido, tampoco ahora es fácil identificar un conjunto de trabajos relevantes que estudien la Función Pública en su totalidad desde el prisma de la llamada Ciencia de la Administración, aunque existan meritorios tratados aislados.

Eso sí, se pueden encontrar beneméritos manuales que son útiles recopilaciones, bien sistematizadas y ordenadas, del régimen jurídico del personal, incluso con convenientes referencias doctrinales y jurisprudenciales, y las cómodas concordancias normativas. Pero, se insiste, faltan -y faltarán durante mucho tiempo, porque son trabajos que poco se estimulan y menos rendimiento académico dan- estudios que abarquen la Función Pública desde un enfoque global y pluridisciplinar, capaces de ofrecer conclusiones válidas sobre su situación actual y hacia dónde se está encaminando.

La realidad es que si prescindimos de ciertas diferencias de época, régimen político, desarrollo económico, social y tecnológico, cambio de cultura administrativa... las cuestiones que siguen preocupando a la sociedad en general y a los propios funcionarios en particular, no son bien distintas de las que acaparaban su interés cuando se inició la reforma de los años sesenta. Si bien es cierto que con una terminología adaptada a esas mismas diferencias.

Eso sí, con una ventaja a favor de la situación actual: aunque sigan existiendo bastantes cauces informales para presentar reivindicaciones, la participación sindical, con todas las limitaciones que se han expuesto, ha servido, en principio, para unificar las pretensiones comunes a la mayoría de los funcionarios, integrar sus deseos y canalizar sus aspiraciones. Lo que no quita para que en muchas ocasiones los planteamientos sean, como ya se ha dicho, alicortos o respondan a clientelas sectoriales o a actitudes perfectamente diferenciadas. Desde esta perspectiva, y salvo algún foco de radicalismo sindical muy localizado, las relaciones

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laborales colectivas han servido para ordenar y racionalizar lo que en otras ocasiones eran demandas lanzadas de manera un tanto espontánea.

En cualquier caso, parece -ya se ha dicho- como si la mayoría de las demandas sindicales sólo atendieran intereses bien inmediatos, despreocupándose de otras cuestiones que inciden a medio y largo plazo en la organización de la Función Pública y, por ende, de la misma Administración.

a) La carrera administrativa de nunca acabar

El sistema de categorías escalafonarias consagrado por el Estatuto de Maura de 1918, pretendió ordenar las carreras de los funcionarios civiles dentro de sus respectivos cuerpos y escalas, de manera similar a la de los empleos o grados militares.

El ingreso en cada cuerpo se hacía por oposición (lo que sirvió para afirmar los principios de inamovilidad y mérito) y en la última categoría del escalafón. Después, a través de turnos de antigüedad, de oposición restringida o, incluso, de designación más o menos libre, se iba ascendiendo a las categorías superiores, obviamente dentro del propio escalafón.

Pero el Estatuto de 1918 enseguida se caracterizó por su incumplimiento e inobservancia, así que pronto las categorías administrativas no fueron más que un referente económico cada vez menos importante, por cuanto que la congelación presupuestaria las fue convirtiendo en unas cantidades de dinero meramente testimoniales.

Como dijeron Gutiérrez Reñón y Labrado Fernández:

En los años 50, las categorías apenas tenían ya más valor que el de un simple complemento retributivo. Carecían prácticamente de significado para deter-minar el rango del funcionario en la organización y sus posibilidades de acceso a los puestos

.

La legislación de 1963-64 suprimió las categorías administrativas, aunque de manera implícita. Efectivamente, ni la Ley de Bases ni su posterior texto articulado contenían un precepto expreso que afectara a los escalafones de los cuerpos y escalas con sus inherentes categorías. Pero los sustituyó por unas denominadas relaciones circunstanciadas, en las que los funcionarios venían ordenados sólo por la fecha de nombramiento. Si bien hubo algunos casos en que las antiguas categorías se mantuvieron de hecho, como fue en la Carrera Diplomática, para los letrados del Consejo de Estado o en el Cuerpo Superior de Policía. En estos casos las categorías respondían directamente a la organización interna del cuerpo que obedecía a la jerarquización de funciones o a la relación entre ellas y la división del trabajo.

Se llegó a decir que los ascensos de categoría habían sido sustituidos por los trienios por tratarse de ascensos económicos, pero la realidad es que poco tenían que ver éstos con aquéllas. A partir de esta legislación de mediados de los 60 la

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posición del funcionario dentro de la organización administrativa venía determinada por una doble circunstancia: la pertenencia a un cuerpo concreto y la designación para un puesto de trabajo dentro del organigrama ministerial. En aquel momento se pretendió hacer una fusión entre cuerpo y puesto, con los resultados que se han ido exponiendo a lo largo de este trabajo. Los cuerpos que pudieron se apuntaron a la novedad del puesto, pero sin que ello implicara la pérdida de su identidad corporativa. Esto fue más ostensible con la aparición del complemento de destino por jefatura, origen del boom de las estructuras orgánicas ministeriales, en el que los puestos de mando ficticios poco tenían que ver con la realidad. En la Primera Parte ya se trató con más detenimiento este fenómeno desde la perspectiva de la organización.

Las categorías administrativas desaparecen pero no son sustituidas por algo que permita montar de nuevo una carrera profesional, pues el acceso a los puestos de trabajo se somete a otros criterios y normas: los de libre designación y los concursos de méritos. Aunque sea necesario hacer algunas precisiones.

El distinto régimen jurídico aplicable a los Cuerpos Generales y Especiales en materia de provisión de destinos hace bastante difícil, por no decir imposible, hablar con carácter general de una carrera administrativa dentro de la Administración.

Para los primeros, el principio que domina es el de la libre designación. Es cierto que en la legislación se preveía la convocatoria de concursos de méritos para los traslados bien de Ministerio, bien de localidad (no se llegaron a convocar más de dos para los tacs debido a los resultados tan erráticos que dieron); incluso con un baremo que fue aprobado por Decreto de junio de 1966. Pero la movilidad dentro de esas dos coordenadas, es decir, dentro de cada localidad y Ministerio, era de la más completa discrecionalidad del Subsecretario del Departamento, con la única y remota limitación de los requisitos que pudieran figurar en las plantillas orgánicas, si es que existían. La libre designación en su concepción más amplia fue, pues, una práctica generalizada para los funcionarios de los Cuerpos Generales, aunque también para la mayoría de los Cuerpos Especiales.

Como han recordado Gutiérrez Reñón y Labrado Fernández:

Es cierto que, en la práctica, el acceso a los puestos superiores se basaba en gran medida en la experiencia profesional anterior, y la libre remoción se ejercía raramente. Pero el sistema se percibía como frágil. Y esta sensación de fragilidad se acentuaba ante la perspectiva de la alternativa de Gobiernos de signo político distinto como consecuencia de la instauración del régimen democrático. No es extraño, por ello, que la regulación de la carrera fuese una aspiración generalizada de los funcionarios en los años...

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