De la adhesión inevitable a la neutralidad e imparcialidad políticas

AutorLuis Fernando Crespo Montes
Páginas329-347

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La neutralidad política de los funcionarios es una cuestión teóricamente compleja como lo es cualquiera que se refiera a ámbitos públicos fronterizos, y el Gobierno y la Administración son instituciones diferentes pero colindantes. Por lo que no tiene nada de extraño que determinadas zonas de la Administración muy próximas al Gobierno se tiñan insensiblemente de una inevitable racionalidad política y que esto influya en el funcionamiento institucional de la Función Pública profesional. Máxime en épocas de una concepción personalista y totalitaria del Estado, como sucedió en nuestro país desde 1939 a 1975, basada en el sorprendente principio de unidad de poder y coordinación de funciones.

Por otra parte, la cuestión está llena de matices; por ejemplo, a los funcionarios, sobre todo los que pertenecen a los niveles superiores de la organización administrativa tan próximos a los ámbitos de decisión política, ¿se les ha de exigir una relativa fidelidad política además de lealtad institucional?

La situación en nuestro país ha planteado ciertos problemas añadidos, ya que hemos pasado de un régimen totalitario de partido único a un régimen democrático pluripartidista. En el primero se exigía formalmente una cierta identificación o adhesión con lo que se consideraban «ideales que dieron vida a la Cruzada», aunque no se supiera bien en qué consistían, al margen de la retórica oficial. Y en el régimen de libertades instaurado a partir de 1978, había que conciliar el respeto y lealtad al Gobierno democrático con otros valores y principios que también habían obtenido reconocimiento constitucional.

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Todo esto con otra peculiaridad, que durante las primeras décadas del siglo XX la Función Pública estatal había adquirido un razonable grado de profesionalización gracias, primero, a la estabilidad en el empleo, y después, al ingreso en la Administración mediante unas pruebas de selección que garantizaban un nivel adecuado de conocimientos en los futuros funcionarios.

Estas dos circunstancias, junto con la de autogestión de los principales cuerpos superiores, fueron determinantes para una de las grandes paradojas del régimen franquista: que a partir del final de la década de los sesenta pudieran ingresar en la Administración del Estado funcionarios de ideologías de izquierdas, algunos incluso con militancia en partidos o sindicatos ilegales y clandestinos, que nada tenían que ver con el Movimiento Nacional.

Con lo que se produjo un curioso fenómeno en relación con la formación de la nueva clase política de la democracia. Tanto entre los reformistas del régimen anterior transformados en demócratas conversos, como entre los políticos que habían forzado la recuperación de los derechos fundamentales y las libertades públicas en un régimen de distinción y separación de poderes, se encontraba un importante núcleo de funcionarios. Ello, a su vez, será un handicap para establecer nuevos deslindes entre Política y Administración, sobre todo para establecer reglas de conducta para los funcionarios que saltan de un campo a otro, según les convenga o no tengan más remedio.

a) La afiliación al partido único y la adhesión al Movimiento Nacional

Dos meses antes de que terminara la contienda militar el Jefe del Estado nacional promulga en febrero de 1939 una Ley de responsabilidades políticas, que sometió a una profunda y extensa depuración a todos los que se encontraban «en los territorios recién liberados o en los que se fueran liberando». La finalidad de esta depuración era, ni más ni menos, que la de investigar y aclarar la conducta seguida por todos los que se encontraban en ciudades dominadas por el Ejército republicano, en relación con el Movimiento Nacional. Y con las sanciones que se podían imponer (restrictivas de la actividad, limitativas de la libertad de residencia y económicas) no sólo se trataba de imponer un castigo a quienes habían militado o colaborado con el otro bando o, simplemente, se habían mostrado tibios ante el alzamiento militar de julio del 36; también se pretendía que tuvieran un efecto purificador y rehabilitador. En el caso de los empleados públicos, donde se fue especialmente riguroso en la aplicación de una Ley ya de por sí rigurosa, las sanciones más frecuentes fueron las de inhabilitación absoluta, que prácticamente suponía la separación definitiva del servicio.

Con ello se produjeron numerosas vacantes en la Administración -el número resulta difícil de precisar aunque se hayan hecho algunos intentos en sectores concretos, como el del Magisterio Nacional-, que se fueron cubriendo a través de las llamadas oposiciones patrióticas, de las que, como ha dicho Alejandro Nieto,

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puede suponerse cuál sería el nivel técnico de los candidatos que en lugar de competencia profesional o de formación científica, sólo podían ofrecer experiencia bélica

. Es conocida la anécdota del opositor que en el momento de compare-cer ante el Tribunal, por supuesto con el uniforme militar, se libera del peso de la pistola colocándola encima de la mesa.

Ello no era sino consecuencia de la tendencia ya marcada en el Decreto de 19 de abril de 1937, llamado de unificación, expresada con toda claridad en su articulado:

Mientras se realicen los trabajos encaminados a la organización definitiva del Nuevo Estado totalitario, se irá dando realidad a los anhelos nacionales de que participen en los organismos y servicios del Estado los componentes de Fa-lange Española Tradicionalista y de las JONS para que les impriman un nuevo ritmo

.

Es decir, anhelos y ritmos aparte, ni más ni menos que la implantación del sistema de botín propio del vencedor, ahora en su acepción más bélica.

Lo que en principio encajaba mal con la declaración contenida en el preámbulo del propio Decreto de abril de 1937, cuando se refería a las organizaciones políticas que se iban a unificar, «cuyas masas se mueven a impulsos de los más puros ideales». Salvo que entre estos puros ideales estuviera, entre otros, el de la incorporación a una nómina del Estado. Pero estas contradicciones no suelen ser infrecuentes entre el deber ser y el ser en el ámbito de la Administración Pública.

Como ha dicho certeramente Alejandro Nieto:

En rigor poca fidelidad política podía exigirse dada la desnutrición ideológica de los vencedores. Lo que se pedía, cierto, era lealtad pasiva y obediencia ciega, entendida como capacidad de rebelarse. Condiciones que los funcionarios -los viejos y los nuevos- no regateaban en prestar, no sólo por la amenaza de la represión general que se estaba viviendo sino por el agradecimiento del sueldo mensual, que en aquellos días de hambre agudísima garantizaba, al menos, la supervivencia

.

Tremenda pero acertada descripción de lo que estaba sucediendo en aquellos años. El miedo, el hambre y el heroísmo o, cuando menos, cierta coherencia ideológica, son a veces difíciles de conciliar. Es triste pero es así.

El Decreto de abril de 1937 fue una manera indirecta, tosca y burda pero eficaz, de exigir la afiliación al partido único para poder prestar servicio en la Administración, aunque no impuesta de manera expresa ni con carácter general.

Eso sí, en todos los mecanismos de acceso a la Administración del Estado, lo mismo que en la Local, siempre se exigía una manifestación más formal que real de adhesión al régimen, y que podía revestir distinta forma y entidad según el nivel del cuerpo en el que se pretendía ingresar.

Por ejemplo, en el BOE de 11 de octubre de 1941 se convocaba una plaza de oficial Letrado del Consejo de Estado, en la que se decía que a la instancia solici-

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tando tomar parte en la oposición se debería adjuntar una serie de documentos (certificaciones de nacimiento y negativa del Registro Central de Penados, y de la autoridad municipal expresiva de la buena conducta; cartilla militar; título universitario; resguardo de haber abonado la cantidad de 100 pesetas en efectivo...), entre los que figuraba «una declaración jurada de adhesión al Glorioso Movimiento Nacional, visada por la Dirección General de Seguridad». Pues bien, pocos días más tarde, en el BOE del día 17 del mismo mes, aparece otra convocatoria, esta vez para cubrir tres vacantes de auxiliares cuartos en el mismo Consejo de Estado. Pero en este caso era necesario presentar «una certificación de adhesión a la Causa Nacional, expedida por una autoridad civil, militar o del Movimiento».

De todas formas, y aunque con el tiempo se fuera ritualizando la adhesión puramente formal al régimen instaurado en abril de 1939, el prebendalismo que los empleos públicos significaban en aquella época para los militantes del partido único era evidente. Encontramos un Decreto de 10 de octubre de 1941 en el que se mantiene de manera rigurosa la consecuencia inmediata e inapelable de la expulsión de las filas del partido por motivos políticos, sociales o por indisciplina: la imposibilidad «de ejercer cargos públicos de mando o confianza en la organización del Estado, provincia o municipio».

Pero lo que no tenía desperdicio era el preámbulo del citado Decreto, que resume perfectamente el pensamiento del momento sobre el significado y valor de los cargos públicos:

Falange Española Tradicionalista y de las J.O.N.S. constituye la expresión política del Estado totalitario establecido en España por el Movimiento Nacional. Quiere ello decir que la separación de la comunidad política integrada por el Partido equivale a la imposibilidad legal de actuar políticamente dentro del Movimiento

.

Se pretendía que Estado, sociedad, partido, Movimiento y...

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