Educando en femenino

AutorJuan Carlos Suárez Villegas
Páginas93-110

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1. ¿moralmente distintos por naturaleza?

Carol Gilligan en su trabajo clásico In a different Voice (Gilligan, C. 1985), se muestra perpleja al comprobar que los estudios empíricos realizados por su maestro, Lawrence Kohlberg, en los que sólo había utilizado a sujetos del género masculino, le permiten trazar un esquema del desarrollo moral que aplicado a las mujeres depara un resultado muy distinto. Esta disparidad no le llevó a estimar que dicho diseño precisara ser revisado, sino más bien a concluir que las mujeres mostraban una menor capacidad en su desarrollo moral, pues no llegaban a alcanzar el tercer nivel de razonamiento desde principios más abstractos y universales desde los que resolver los posibles conflictos morales. Por el contrario, de acuerdo con la descripción de este esquema, las mujeres permanecerían de manera mayo-ritaria en el segundo nivel, caracterizado por un sistema de resolución de conflictos basado en los acuerdos y en los distintos motivos interpersonales.

El resultado de esta teoría era evidente: los hombres son moralmente superiores a las mujeres, pues alcanzarían un nivel de mayor madurez que les permitiría adoptar decisiones basadas en principios más universales y, por tanto, con mayor garantía de independencia e imparcialidad, condiciones básicas de una ética de la justicia. La teoría kohlbergiana está en

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consonancia con la tradición filosófica ilustrada que, a pesar de su espíritu reivindicativo, se muestra incomprensiblemente olvidadiza de los derechos de las mujeres. Será precisamente esta diferencia la que estigmaticen como una inferioridad que impide el acceso a la plena ciudadanía de las mujeres. Un sugerente pasaje de la profesora Celia Amorós (1999: p. 146), resulta elocuente a este respecto:

«De este modo, si las mujeres han de verse excluidas de la ciudadanía y de la participación en el espacio público a título de miembros de la voluntad general, tal como quiere Rousseau, se hará preciso argumentar su incompetencia ética, es decir, inhabilitarlas, sobre la base de sus supuestas características derivadas de la biología, para la formulación de juicios autónomos que se regulen por el interés general. En suma, habrá que condenarlas a la heteronomía moral, a organizar su vida en el espacio privado tuteladas primero por el padre y luego por el esposo. Precisamente donde la médula misma de la ciudadanía es entendida como tensión ética, las mujeres quedan relegadas a la condición de sujetos morales sólo por procuración. De ahí que el vibrante alegato ilustrado de Mary Wollstonecraft se centre en promocionar a las mujeres a sujetos éticos autónomos, lo cual se logrará —es su profunda convicción— mediante una educación adecuada que fomente el desarrollo de sus capacidades racionales. Invocará para ello —contra la propuesta de Rousseau de una educación diferencial de las mujeres concebidas en función de su dependencia con respecto a los varones—, “el buen sentido de la humanidad”, ese “buen sentido” de raigambre cartesiana enten-dido como capacidad autónoma de juzgar» (Celia Amorós, p. 146, en O. Guariglia, ed, Cuestiones morales).

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Con el propósito de denunciar esta miopía androcéntrica, Carol Gilligan lleva a cabo experiencias similares a las realizadas por Kohlberg para analizar el modo de razonamiento de las mujeres y encontrar su manera de entender su mundo, sin establecer comparaciones con un modelo diseñado con un esquema de psicología masculina. El objetivo consiste en ver cuál es el propio sentido en el que las mujeres piensan su modo de ser responsable en los dilemas que se le plantean, se trata de escu-char su propia voz.

Las características de esta voz moral se basan en una conciencia mayor de las implicaciones que puedan tener las decisiones sobre su entorno afectivo. Esta respuesta moral ha sido denominada como una ética del cuidado, basada en criterios de una identidad moral consciente de sus dependencias familiares y con un alto sentido de la responsabilidad hacia la vida de los demás. La lógica de las decisiones no responde a parámetros universalizados por una razón que opera fuera de la experiencia, sino por continuas formas de acuerdos que buscan un equilibrio entre los intereses que concurren en los distintos contextos vitales a los que se enfrentan las mujeres.

Gilligan concluirá que existen dos modos distintos de procesar la realidad moral y que no pueden ser comparados, pues corresponden a dos miradas distintas de las relaciones humanas. Dichas perspectivas son complementarias, pues desde la ética de la responsabilidad y el cuidado, que caracteriza la disposición en la que han sido instruidas las mujeres, cabría también llegar a la ética de la justicia y los derechos, basados en criterios más abstractos que son utilizados por los hombres para resolver las situaciones morales. En buena medida, la adopción de una perspectiva u otra depende en gran medida de la distancia vital con la que nos ubiquemos en la resolución de los conflictos intersubjetivos. En consecuencia, cabría suponer que esta diferencia entre la ética del cuidado y la ética de la justicia no se fundamenta en razones biológicas, sino en la distinta educación recibida por hombres y mujeres y por la implicación que cada uno de ellos asumirá con su entorno de relaciones sociales.

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A nuestro juicio, no se trata tanto de una diferencia basada en cuestiones esencialistas de nuestra condición sexual, aunque pueda existir cierta predisposición latente por nuestra biología, como de la educación recibida por las personas sobre las que se construyen las categorías de género: qué signifique ser mujer, qué signifique ser hombre.

Resulta oportuno resaltar cómo los teóricos del desarrollo moral a pesar de obtener tan distintos resultados en el modo de entender la responsabilidad los hombres y las mujeres, no repararon en los posibles defectos de su propuesta. Directamente estimaron que se trata de un estudio bien diseñado que ponía de relieve la menor competencia moral de las mujeres para afrontar decisiones que implicaran un sentido de la justicia. La profesora López de la Vieja lo resume bien en el siguiente pasaje:

Las disciplinas han postergado las relaciones contingentes, la interdependencia, etc. Las experiencias femeninas. Por eso, el nivel superior de moralidad corresponde —en la Filosofía moderna y en la teoría de L. Kohlberg— a un modelo de principios abstractos, que gira en torno a la justicia (y a las experiencias masculinas). El resultado es que la «otra voz» parece una voz deficiente, tanto desde el punto de vista moral como desde el punto de vista abstracto. De esta situación surge el dilema: «¿pensar como adultos o pensar como mujeres?» (López de la Vieja, 2004: p. 30).

Para encontrar las primeras explicaciones sobre la diferencia entre una moralidad «masculina» y una moralidad «feme-nina», tendríamos que remontarnos a Sigmund Freud (1905), quien, a través del estudio del complejo de Edipo, consideraba que «habiendo atado la formación del superego a la conciencia de la angustia por la castración, las mujeres habían sido privadas, por la naturaleza, del ímpetu necesario para una clara resolución edípica. Por consiguiente, el superego de las muje-

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res, marcado por este complejo, no adquirirá esta independencia afectiva como en el caso de los hombres, lo que explicaría que para ellas el sentido sea entendido de manera diferente, pues estarían menos dispuestas a someterse a retos exigentes y mostrarían mayor propensión a dejar influir sus juicios por el afecto y la hostilidad».

La diferencia de las condiciones biológicas entre los sexos con toda seguridad afecta a nuestra estructura emocional y psicológica. Nuestro cuerpo es parte de nuestra experiencia y a través de él nos aproximamos a las relaciones con los demás. La mujer protagoniza por su biología, por ejemplo, de manera más intensa la maternidad. Sin embargo, entendemos que estas condiciones no justifican ni mucho menos construcciones artificiales que desde la cultura se han hecho sobre los géneros, por...

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