La dificultad principal: la prueba

AutorRamiro Prieto Molinero
Páginas365-398

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A) Introducción

Ya se han expuesto tanto las particularidades de la situación denominada riesgo de desarrollo, como las implicaciones que encierra su contrapartida procesal, la excepción por estado de la ciencia y de la técnica; pues bien, ahora corresponde analizar ciertas cuestiones que hacen a la concreción práctica de esta última y, dentro de estas, comenzaremos por el escollo principal que hace a la viabilidad de la propia idea del riesgo de desarrollo; en definitiva, la prueba del mismo.

Y aquí se podrá decir que la prueba no es un problema que haga al riesgo de desarrollo en sí, sino que, de hecho, se trata de la cuestión procesal principal de todo tema jurídico que se quiera hacer valer en la práctica. En definitiva, que por más razón y lógica que se argumente en un hipotético proceso legal, y salvo que se tratara de una poco factible cuestión de Derecho, todo deberá estar respaldado siempre por la demostración de lo argumentado. Ahora bien, en el caso de la excepción por estado de la ciencia, la importancia de la prueba trasciende la idea básica de la mera demostración fáctica de lo alegado para pasar directamente a algo más esencial, es decir, si toda la lógica que hasta aquí se ha venido sosteniendo, en el sentido de que no puede preverse lo imprevisible y que esto a su vez, repercute en la imposibilidad de contratar seguros, afectando, la innovación, puede llegar a concretarse en algo real, o si, por el contrario, se trata de la búsqueda del «dorado», es decir, de algo a lo que se aspira, pero que resulta imposible de alcanzar.

Así, la prueba puede terminar obstando la aplicación real de todo lo que hemos venido desarrollando y, en ese sentido, la preocupación de autores como HODGES y NEWDICK por encontrar una solución tendiente a lograr una aplicación práctica de la defensa era, a nuestro modo de ver, un enfoque acertado. Ahora bien, se ha visto en los capítulos quinto y sexto que ambos autores también perseguían «segundas intenciones» queriendo justificar la redacción permisiva de la Act 1987 británica, pero esto no quita que sean certeros a la hora de señalar las que quizás sean las dos grandes cuestiones que se plantean a la hora de demostrar la existencia de un caso de riesgo de desarrollo. ¿Cuáles son éstas? Pues bien, básicamente se trata de dar respuesta a dos preguntas: ¿Qué debe entenderse por estado de la ciencia y de la técnica? Y, su-

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perada la primera, ¿cómo puede demostrarse que un conocimiento no estaba disponible por superar ese estado de la ciencia y de la técnica mundial? Para HODGES y NEWDICK la cuestión se resolvía acudiendo a un estándar de culpa agravada que tomaba como referencia los estándares de la industria, pero, como ya se ha visto, este enfoque debe descartarse, puesto que se centra en la valoración exclusiva de conductas, con lo cual se da la paradoja de que, so pretexto de hacer viable la excepción por estado de la ciencia, se pasaría a estar negando al riesgo de desarrollo en tanto situación objetiva que «desde afuera» representa un límite a la posibilidad de actuación, perdiendo la defensa su propia razón de ser.

Ahora bien, también se ha visto que no resulta lógico pretender la demostración de que «nadie en el mundo» conocía el defecto del que ha derivado en el daño. ¿Por qué? Por que, en un mundo de más de seis mil millones de habitantes, resulta virtualmente imposible demostrar que ninguno de ellos conocía la existencia de un determinado defecto. Por todo esto, la cuestión de la prueba del estado de la ciencia va a tener que consistir necesariamente en alcanzar un justo término medio que no sea ni el propuesto por la redacción británica, que desvirtúa la idea misma de riesgo de desarrollo; ni la del conocimiento absoluto, que atenta directamente contra la posible concreción práctica de una excepción por estado de la ciencia.

Dicho término medio deberá tener expresamente en cuenta las condiciones en que la información se desarrolla y se accede a la misma, pero, ello, no sólo valorando las limitaciones del conocimiento humano, que no es uniforme ni constante, sino del propio método científico, que sólo permite «afirmar parcialidades» y no permite demostrar el «no conocimiento» de manera total y absoluta.

La prueba entonces no puede ser negativa, como a veces se sostiene, si no que, más bien, se tratará de afirmar cuáles eran las posibilidades del saber que se encontraban al alcance del fabricante en cuestión, así como de cualquier otro, y sólo entonces tratar de determinar qué podía entenderse por conocimiento «existente».

Todo esto no quita que a veces la prueba podrá ser relativamente fácil por fundarse en una verdad «evidente». Tal es el caso del SIDA, donde, una vez determinada la fecha en que el virus finalmente pudo ser reconocido y establecida su transmisión por vía sanguínea, no se puede pretender que un fabricante de hemoderivados tuviera conocimiento previo a las fechas determinadas de los riesgos que podían acarrear sus productos. En ese sentido, no está de más destacar la sentencia de la Sala III del Tribunal Supremo español, de 31 de mayo de 1999, que dispuso que, tratándose de hechos evidentes o notorios, los mismos no necesitan ser probados1. Con todo, la cues-tión de la prueba en el riesgo de desarrollo sigue siendo delicada, puesto que por lo

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general las cosas no se darán de manera tan evidente. Por otra parte, el asunto no pasa sólo por la dificultad que le entrañará al fabricante el demostrar que enfrentaba un obstáculo insalvable, sino que, al mismo tiempo, cualquier prueba que se aporte deberá ser cuidadosamente evaluada por los tribunales. Al fin y al cabo, no hay que olvidar que la existencia de la excepción puede ser un aliciente para que productores inescrupulosos abusen de la misma y quieran disfrazar como límite de la evolución tecnológica aquello que hasta puede llegar a ser una acción u omisión dolosa. De hecho, así como la historia nos revela la existencia de situaciones que con el advenimiento de la responsabilidad objetiva en materia de productos pasarían a ser individualizables como riesgos de desarrollo, lo cierto es que también aparecen muchas situaciones que, a poco de examinarlas con detenimiento, resultaron ser falsas. En ese sentido, el caso del amianto es quizás el más emblemático y un buen ejemplo del poder que tienen las empresas para hacer pasar como «límite de lo posible» su propia culpa.

B) El amianto, o un buen ejemplo de la necesidad de una adecuada regulación de la prueba
1) Un riesgo de larga data

Cuando en el capítulo sexto hemos hecho referencia al caso Beshada destacamos la incongruencia de la sentencia condenatoria que allí se dictó y, ello, porque el Tribunal condenó no obstante aceptar los dichos de la demandada, es decir, que los peligros inherentes al amianto eran desconocidos hasta que fue demasiado tarde. En definitiva, los magistrados aceptaban la existencia de un riesgo de desarrollo y, no obstante esto, imputaron el conocimiento existente al tiempo del juicio. De esta forma, lo que criticamos en su momento fue la lógica seguida por la resolución; sin embargo, paradójicamente, el resultado de la sentencia termina siendo correcto, puesto que el Tribunal cometió otro error de apreciación: considerar como un caso de daños por defectos desconocidos aquello que en realidad no lo era. ¿Cómo es esto? Pues bien, lo que en el juicio básicamente se discutía era si la relación entre la existencia de cáncer y pequeñas cantidades de amianto sólo había sido posible de ser determinada a finales de la década del sesenta o no; sin embargo, lo cierto es que las primeras referencias sobre los peligros del amianto ya aparecen en la antigüedad. En efecto, en el siglo I el geógrafo griego Estrabón y el naturalista romano Plinio, el viejo, ya aludían a las enfermedades pulmonares que padecían los esclavos que tejían vestimentas usando estas fibras minerales2.

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Como sea, habrá que esperar hasta finales del siglo XIX para que haya advertencias más «institucionalizadas». Así, puede citarse el informe de Lucy DEANE, una de las primeras inspectoras de fábricas del Reino Unido, que en 1898 incluía el trabajo con amianto dentro de las profesiones peligrosas «teniendo en cuenta su peligro fácil de demostrar para la salud de los trabajadores y como consecuencia de ciertos casos dudosos de daños a los tubos bronquiales y pulmones médicamente atribuidos al trabajo de quienes lo padecen»3. De hecho, DEANE iba más lejos y hasta describía el motivo de tales daños: «los efectos malignos del polvo de amianto han llevado también a un examen con microscopio del polvo mineral por el Inspector Medico de su Majestad: éste reveló claramente lo que era la naturaleza de puntas de vidrio astilladas de las partículas, y cuando se las dejaba levantarse y quedar suspendidas en el aire de la habitación en cualquier cantidad, los efectos han demostrado ser dañinos como podría esperarse»4.

De más está decir que el estudio mencionado correspondía a funcionarios de la Corona Británica, con lo cual no puede decirse que se trate de un conocimiento secreto o aislado. De hecho, al poco tiempo comenzarían a determinarse los primeros casos de cáncer vinculados a la inhalación del polvo de amianto, no obstante...

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