El concepto de «norma lingüística» y la tarea de las Academias

AutorIgnacio Bosque
CargoCatedrático de Lengua Española en la Universidad Complutense y miembro de la Real Academia Española.
Páginas7-12

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La noción de «norma» forma parte del bagaje conceptual de los juristas y del de los lingüistas, entre otros profesionales, pero lo cierto es que no todos damos el mismo contenido a la palabra norma ni tampoco la misma extensión. Cuando acepté la amable invitación de ACTUALIDAD JURÍDICA a participar en esta Tribuna Abierta, a la que se invita a profesionales de muy diversos ámbitos de la ciencia y las humanidades, pensé que podría ser interesante explicar a los lectores de la publicación, mayoritariamente especialistas en derecho, cómo interpretamos los lingüistas el término norma, por qué algunas de esas interpretaciones son polémicas en la actualidad y qué consecuencias pueden extraerse de tal controversia en relación con la labor actual de las Academias de la lengua.

Una parte nada desdeñable del trabajo de los sociolingüistas consiste en estudiar el idioma en función de las interpretaciones que recibe el concepto de «norma lingüística». Así pues, la bibliografía que hoy puede reunirse sobre esta noción es verdaderamente ingente. En lugar de seleccionar unos pocos títulos y dar mi opinión sobre ellos, he preferido introducir directamente, y de manera muy sucinta, algunas consideraciones que representan, a mi entender, puntos de vista mayoritarios, o al menos sumamente extendidos en la actualidad, entre los profesionales de la lingüística. No se dirige, pues, a estos últimos mi esquemática presentación, sino a las personas cultas interesadas por su lengua y por las tensiones que la afectan, pero ajenas a la vez al quehacer cotidiano de los profesionales que la estudian.

He optado por excluir la ortografía de las cuestiones abordadas en estas páginas. La razón es, simplemente, que la ortografía es la única parte de la lingüística exclusivamente normativa. Las regulaciones ortográficas tienen fecha y poseen autoría, puesto que el código ortográfico se acuerda y se prescribe. La ortografía no constituye, por tanto, un sistema que se investigue ni un conjunto de gene-

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ralizaciones que hayan de ser inducidas o dilucidadas a partir de los datos. En las materias léxicas y gramaticales, por el contrario, la separación entre descripción y prescripción es bastante más sutil, como intentaré explicar a continuación.

En un sentido amplio, las normas son instrucciones o directrices que regulan los comportamientos humanos. Como es obvio, el incumplimiento de las normas jurídicas da lugar a faltas o a delitos, cada uno con su correspondiente pena; el de las religiosas, a pecados o a faltas, igualmente sujetos a una clasificación o una jerarquía; el de las relativas a otros códigos de naturaleza social, a muy diversas sanciones (desde pagar una multa a quedarse sin postre), pero también a la simple desaprobación expresa o tácita de los superiores o de los iguales, cuando no al desconcierto o el estupor de los que perciben la anomalía. Las normas constituyen los diversos modos en que se presentan las reglas, los preceptos, los mandatos o las simples convenciones establecidas, y tienen, por tanto, carácter imperativo, por diferentes que puedan ser la autoridad que las dicta, el código en que se sustentan, las tradiciones que les dan sentido o las sanciones que acarrea su incumplimiento.

Existe una visión un tanto ingenua del idioma, además de algo distorsionada, que transpone directamente al plano de la lengua este esquema de la realidad, al que tan acostumbrados estamos. Aunque ingenua, esta concepción es mucho más común de lo que los lingüistas nos atrevemos a pensar. Reducida a sus rasgos esenciales, considera que el comportamiento verbal de los individuos es una forma de actuación social. La Real Academia Española (RAE) o las Academias de la Lengua dictarían las leyes (y serían, por tanto, el equivalente del Congreso o del Senado, pero también el de la Iglesia en el caso de las normas religiosas). Los lingüistas serían, a su vez, los especialistas en la aplicación de tales leyes y los vigilantes mismos de esa aplicación, aproximadamente en la forma en que lo hacen los jueces, los policías, los maestros o los sacerdotes.

No estoy del todo seguro de si estoy haciendo una caricatura o más bien un retrato. Lo cierto es que está sumamente extendida, incluso entre las personas cultas, la idea de que en la Real Academia Española (RAE) se legisla en el mismo sentido en que se legisla en el Congreso. Es evidente, sin embargo, que las cosas no son, ni pueden ser, así. La RAE no puede decidir qué han de significar las palabras contenidas en el diccionario. Trata, por el contrario, de dilucidar qué significan, y no lo debe de hacer tan mal cuando la mayor parte de los demás diccionarios se inspiran tanto en sus definiciones. La RAE, y en general las Academias de la lengua, no dictaminan si en esta o aquella construcción se ha de emplear el indicativo o el subjuntivo, un pronombre átono u otro, el singular o el plural. No prescriben, pues, cómo ha de ser la lengua, sino que intentan -ante todo, aunque no solo- mostrar cómo la usan los hablantes.

Antes de entrar en el «aunque no solo», explicaré mejor el «ante todo». Mi experiencia como ponente de la Nueva gramática de la lengua española, elaborada conjuntamente por las veintidós academias, me ha proporcionado algunas muestras de hasta qué punto está extendida la visión de las Academias como instituciones legisladoras. En el texto de la Nueva gramática explicamos a veces por qué es polémico el análisis sintáctico de ciertas construcciones debatidas entre los especialistas (por ejemplo, los límites entre las conjunciones subordinantes y los adverbios en ciertos...

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