Capítulo II. Evolución en la valoración de las fincas rústicas y tributación de su transmisión

AutorMaría del Rosario Jiménez Rubio
Cargo del AutorDecana del Colegio de Registradores de la Propiedad, Mercantiles y de Bienes Muebles de Andalucía Oriental
Páginas21-85
CAPÍTULO II.
EVOLUCIÓN EN LA VALORACIÓN DE
LAS FINCAS RÚSTICAS Y TRIBUTACIÓN
DE SU TRANSMISIÓN
EVOLUCIÓN EN LA VALORACIÓN DE LAS FINCAS RÚSTICAS Y TRIBUTACIÓN...
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Decana del Colegio de Registradores de la Propiedad, Mercantiles y de
Bienes Muebles de Andalucía Oriental
1. Introducción
El concepto mismo de tributación se relaciona de manera
inmediata con el de capacidad contributiva. Y así, desde las pri-
meras manifestaciones de la existencia de tributos, hemos tenido
conocimiento de la primitiva determinación de la riqueza, como
un concepto básico y primitivo desde el que aproximarnos a la
cuestión de la base imponible. Brevemente, realizaremos una in-
troducción histórica que pueda ilustrarnos acerca de cómo se ha ido
evolucionando en el tiempo en la noción misma de lo que llamamos
actualmente la base imponible. Centraremos nuestra atención en
los tributos que gravan la propiedad y demás derechos reales sobre
las fincas rústicas.
1.1. La base imponible de los tributos sobre la propiedad
rústica en la Antigüedad
Antes de la existencia de un sistema monetario (que señalará
un antes y un después en la gestión tributaria), los impuestos se
pagaban como un porcentaje de los cultivos cosechados, lo cual, si
bien podemos apreciarlo como una referencia objetiva de la obten-
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ción de rendimientos, no deja de ser una referencia difusa y poco
determinada, además de difícilmente controlable. Este requisito
social se remonta a una época tan temprana como el 6.000 a.C. y
se transcribió por primera vez en tabletas de arcilla en la antigua
ciudad-Estado de Lagash en la actual Irak. Se encontraron otros re-
latos de la implementación temprana de impuestos en Mesopotamia
hace 4.500 años, donde el pago tomó la forma de ganado. La base
imponible era cuantificada por cabezas de ganado, lo cual también
podemos entender que resulta complejo y ciertamente arbitrario.
En el antiguo Egipto, como sabemos, y por tomar un ejemplo, los
faraones tenían la consideración de dioses, y tenían la tarea de garan-
tizar la seguridad y la salud de las personas. Los egipcios no tenían
un sistema monetario como tal, y en su lugar se aplicaban impuestos
sobre la propiedad y la cosecha. El faraón se basó en los bienes ex-
cedentes recibidos como impuestos en tiempos de sequía, hambre y
guerra. Circunstancias, como vemos, cambiantes y que no permiten
un cálculo real de beneficios o ganancias. Circunstancias, además,
como la sequía o el hambre, muy relativas y sujetas a elementos
subjetivos. Este último dato (el elemento subjetivo) era un factor
crítico para el cálculo de los impuestos en Egipto. La inundación
de las tierras del valle entre julio y septiembre era la clave de la ex-
traordinaria riqueza agrícola del país, motivo de envidia de todos los
pueblos del Mediterráneo antiguo. Pero el nivel de la crecida variaba
mucho de año en año, y eso tenía graves consecuencias: una crecida
insuficiente significaba que quedaban tierras sin irrigar, mientras
que una inundación excesiva causaba la destrucción de poblados y
cultivos. Como curiosidad, simplemente por ilustrar lo variopinto de
estas fórmulas primitivas de cálculo de bases imponibles, se tomaba
el nivel de la inundación como referencia y éste determinaba, pues,
el resultado de la cosecha, y con ello la recaudación fiscal, pues los
impuestos se calculaban siempre como una parte de la recolección.
Así, en época saíta (664-525 a.C.) eran el 20 por ciento, según el
Papiro Rylands IX. El sistema contaba además, con un poderoso
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cuerpo administrativo de los funcionarios del faraón que estaban
siempre preparados para controlar la altura de la crecida a través de
los nilómetros, como los situados en Elefantina o Medinet Habu, en
cuyas paredes había grabada una escala en codos. Así podían conocer
la altura máxima de las aguas, un dato que luego dejaban registrado
en los archivos reales año a año. A partir de esta información se podía
calcular, al menos en teoría, las aruras de terreno (cada arura equi-
valía a 0,279 hectáreas) que ese año quedarían irrigadas y plantadas.
Como se conocía la productividad aproximada de los campos –unos
10 granos por cada grano plantado más o menos, dependiendo del
cultivo–, los diligentes escribas del faraón sabían qué cantidad po-
dían exigir a los campesinos. El cálculo aproximativo era la máxima
aspiración que en esta época podría exigirse a la búsqueda de un
criterio justo y proporcionado de la base imponible de un tributo.
Sin embargo, otra dificultad a la que se enfrentaban los recau-
dadores era que, tras la crecida, las lindes de los terrenos quedaban
borradas debido a la acción del agua, por lo que había que volver a
demarcar claramente cada campo de cultivo para saber la cantidad
exacta debida al rey. Surge una necesidad de demarcar que rápi-
damente podemos identificar con la aparición del Catastro y hoy
con la identificación de fincas rústicas que puede llevarse a cabo
gracias a las bases gráficas registrales (y que hemos tratado en otros
apartados de esta obra). De esta tarea se encargaban cada año los
agrimensores del faraón, que recorrían los campos armados con
sus cuerdas de medir y los papiros en los cuales estaba recogido el
catastro. En Las instrucciones de Amenemope –texto escrito por un
escriba de finales de la dinastía XIX, en el siglo XII a.C.– se enu-
meran los cometidos del agrimensor jefe, de quien se dice que era
«el supervisor de los granos que controla la medida, quien fija las
cuotas de la cosecha para su señor, quien registra las islas de tierra
nueva, en el gran nombre de Su Majestad, quien registra las marcas
en los límites de los campos, quien actúa para el rey en su enume-
ración de los impuestos, quien hace el registro de tierra de Egipto».

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