Autonomía, libertad y derecho

AutorJosé Carlos Abellán Salort
Páginas11-31

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I Autonomía y libertad

En el ámbito filosófico1, autonomía y libertad no son lo mismo. A pesar de la equivocidad del término, los distintos significados que ha tenido y tiene el concepto de autonomía en el terreno de la antropología filosófica podrían resumirse en una idea básica, subyacente a todos ellos: autonomía sería: la limitada pero real capacidad de autodeterminación del actuar que asiste al ser humano, relativa y contingente capacidad de autogobierno para tomar decisiones, para elegir opciones. La autonomía se traduce, ya en el campo de la ética, en la capacidad de elección moral2.

Debe identificarse, pues, la autonomía con la ausencia relativa de condicionantes determinativos del obrar moral del hombre, esto es, con la capacidad de elección o libre arbitrio, que es condición necesaria, aunque no suficiente de la libertad en sentido moral3.

Conviene ahora recordar que la autonomía moral de la que goza el ser humano cuando alcanza cierta madurez psicológica personal no significa «absoluta capacidad para determinar o establecer lo que es bueno o justo». Esto último es la base del llamado autonomismo moral, versión posmoderna del escepticismo y subjetivismo moral. Creer que yo defino, en cada momento, de modo total y absolutamente autónomo —independiente—, el bien moral, de acuerdo con mi razónPage 12 (racionalismo), con mis circunstancias (situacionismo-relativismo) o con mis sentimientos del momento (emotivismo), supone excluir la posibilidad de que exista un bien objetivo y, en última instancia, desechar a priori, la posibilidad de existencia de una verdad sobre el hombre y las cosas que me vincule, en modo alguno, en mis decisiones particulares con trascendencia ética4.

La creencia y la consiguiente afirmación de la libertad del hombre no son nuevas, pues, desde Platón, pasando por la Edad Media, hasta el pensamiento moderno —Hume, Kant, Shelling—, y contemporáneo —Marx, Sartre— y en los teóricos del liberalismo, el hombre no sólo es consciente de poseer esta facultad, sino que se enorgullece de ella. Y discurriendo y teorizando acerca de ella, desde diversas perspectivas, llega también a distintas conclusiones.

En el contexto de la filosofía cristiana, el libre albedrío se percibe como el más importante de los dones del Creador a su criatura, siendo la libertad la clave de la historia de la salvación de los hombres en su devenir terrenal, esto es, la condición necesaria que posibilita el obrar moral, y por tanto el pecado y la necesaria salvación.

El proceso de secularización conduce a la absolutización de la libertad. Esto es, excluyéndose la relación de la libertad humana con su fuente —Dios— el hombre moderno llega a elevar a la máxima dignidad el «querer del hombre», su poder y su libertad.

Así, en Kant, el hombre libre es el que se realiza a sí mismo, el que elige el camino más arduo, más ambicioso: el del individualismo. Cuando la ley moral, regida por el imperativo categórico, estipula la rigurosa observancia de la ley, en vista de un beneficio o recompensa, que es el respeto por la misma ley, la moral no sólo se formaliza, sino que se vacía de cualquier otro fundamento objetivo que no sea el cumplimiento del deber.

Entonces, el obrar moral del hombre se hace más que libre, autónomo. Cuando Shelling identifica el concepto de la libertad con el poder de hacer el bien o el mal, estamos ante un mero «querer», autonomía absoluta para obrar. La libertad es «creadora de nuevos valores», para un Sartre para el que cada uno debe crearse y elegir su propia moral, su propia vocación y destino, con una libertad que sePage 13 identifica con el mismo hombre5. Excluido el Ser Supremo —Dios—, el hombre es el árbitro de su destino. El hombre es moral, pero regido por su moral autónoma, sin otro referente que su querer. El hombre afirma su individualidad y toda trascendencia queda excluida mientras la convivencia —de seres encerrados en sí mismos— se convierte en un infierno. El hombre aparece «condenado» al ejercicio de la libertad, una potencia destructiva.

La antropología filosófica que dominó el pensamiento sobre la libertad hasta el siglo XVI, salvo algunos momentos de «autonomismo», se fundaba en que aquélla no es total independencia de acción o juicio, sino capacidad otorgada a la persona humana por el Creador para actuar el bien que es conforme a su naturaleza. La referencia a una Ley Natural, inscrita en el corazón humano, cognoscible por el hombre y reflejo o participación de una Ley Eterna, con la que Dios ordena y gobierna el cosmos, supuso durante siglos un límite objetivo a cualquier pretensión autonomista. El hombre podía y debía acomodar su conducta moralmente relevante a unos fines naturales, que brotan de su naturaleza y cuya realización es garantía del respeto a su dignidad y condición de posibilidad de su propia y plena felicidad. Ello no significa que no pudiera desobedecer esa ley, contrariando sus inclinaciones o tendencias naturales; pero cuando su voluntad libre actúa conforme a la Ley Natural, universal e inmutable, el ser humano se dignifica y perfecciona. Por otra parte, el conjunto de bienes y derechos que brotan y se fundan en las exigencias dimanantes de esa naturaleza humana es lo que el iusnaturalismo clásico entendía por Derecho Natural6.

Esta moral naturalista, fundada en una ontología y en una trascendencia entró en crisis con el advenimiento de la Modernidad, de modo que la libertad se torna en un atributo inmanente e ilimitado y los derechos naturales se conciben como el fruto de una convención o pacto al que se llega para vivir en sociedad. A ello se sumó la fuerte crítica recibida por la moral naturalista desde las filas del empirismo (Hume) y, sobre todo, más recientemente, desde la filosofía analítica, quienes la rechazaban por encubrir una falacia, la «falacia naturalista» (naturalistic fallacy), por implicar, acusan ellos, un tránsito ilegítimo entre los ámbitos del ser y del deber ser. La filosofía moral de base realista ha respondido a esta tesis muy extendida en la modernidad, explicando cómo sí es posible extraer conclusiones (y obligaciones) para el obrar moral (deber ser), a partir de una antropología que reconoce en la naturaleza humana y en la natura rei, exigencias o factores de debitud ética, que ya están —ontológicamente— presentes en el ser, en forma de ten-Page 14dencias naturales (fines) y que, por tanto, no existe tránsito falaz, ni desde el punto de vista lógico ni desde el ontológico7.

Desde la modernidad, el concepto «autonomista» de la libertad ha pasado al pensamiento postmoderno hasta nuestros días. Frente al libre albedrío o frente a la libertad concebida no como un «acto» sino como una «facultad» —accidente—, condición necesaria del acto libre, en nuestros días se afirma la autonomía. No se cree, realmente, en la existencia de la libertad, sino que se defiende una libertad que realmente es autonomía8.

La filosofía moral de la postmodernidad, reacia a aceptar absolutos morales, escéptica de que exista una verdad fundante del acto moral, es una ética de la autonomía. Heredera del formalismo kantiano, y de los excesos de los diversos liberalismos, secularizada y liberada de cualquier vinculación a código o conjunto axiológico universalizable alguno, es una moral del individuo, de la subjetividad. Cada uno crea su propia moral, su norma ética. La autonomía es el aspecto dominante de la ética. Pero lejos de la exigencia del rigorismo kantiano, el subjetivismo moral de nuestra época rechaza cualquier deber que me venga impuesto desde fuera, rechaza cualquier código moral objetivo que me obligue heterónomamente9.

Ello no nos impide reconocer que, en último término, cada decisión moral es «autónoma», en la medida en que siempre se funda en un juicio íntimo y personal de mi conciencia respecto del sentido de mi acción. Sin embargo, comprender que toda elección moral es subjetiva no implica necesariamente caer en el subjetivismo de creer que yo «decido lo que está bien»; más bien, mi decisión moral «se adhiere», se toma, de acuerdo con «lo que está bien», desde la constatación de que lo bueno y lo justo no lo crea o establece el hombre en cada momento o circunstancia, sino que la voluntad libre del hombre está llamada a satisfacer las exigencias de bien y de justicia que se derivan de su propia naturaleza y dignidad10.

La mayoría de nuestros contemporáneos identifican la libertad con la autonomía, entendiendo por libertad la mera capacidad de elección. Pero, además, la libertad-autonomía de la que se creen investidos de manera inalienable no es la simple capacidad de elección. Creer esto solo sería una penosa reducción de laPage 15 libertad al choice. El problema del individualismo nihilista imperante en Occidente es que «absolutiza» esa capacidad de elección que se convierte en la total y omnímoda facultad de elegir. No teniendo límites, la autonomía que se predica del hombre posmoderno es más bien una autarquía, es decir, una fatua y ensoberbecida pretensión de independencia.

II Autonomía y bioética

La Bioética, como parte de la ética que se ocupa de la moralidad de las acciones humanas en relación con la vida y la salud, no es ajena a este empobrecimiento del concepto de libertad, falseado y hasta sustituido por la autonomía.

La popularización de la llamada bioética de los principios en los años 80, desde que Diego Gracia sistematizara lo que se ha convertido la bioética norteamericana prevalente, no es sino una clara muestra de la incapacidad del hombre post moderno para ponerse de acuerdo en los fundamentos del respeto a la libertad y dignidad del hombre, conformándose con una terna de principios rectores de la actuación en el campo biomédico, que ni siquiera consiguen resolver suficientemente los problemas éticos más ordinarios de la práctica...

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