El Tratado de Lisboa: Caminante no hay camino…

AutorLaura Huici Sancho
CargoProfesora agregada de Derecho Internacional Público Universitat de Barcelona
Páginas283-293

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La adopción del Tratado de Lisboa el 13 de diciembre de 2007 es, por el momento, el último hito en el sin duda cada vez más sinuoso camino del proceso de integración europea. La estrategia de los pequeños pasos, que fundamenta el modelo de integración a partir de la Declaración de Robert Schuman, de 9 de mayo de 1950, y la consiguiente adopción del Tratado de París, de 1951, se ha materializado en una evolución marcada por sucesivos fracasos, especialmente cuando el proceso ha tratado de avanzar en el ámbito de la integración política, seguidos de éxitos o avances, particularmente en los objetivos de integración económica. Desde esta perspectiva, puede afirmarse que el Tratado de Lisboa no es sino el éxito o paso adelante que viene a compensar el fracaso o paso atrás que supusieron los referéndums negativos de Francia y Países Bajos a la ratificación del Tratado por el que se instituía una Constitución para Europa (en adelante Tratado constitucional). Sin embargo, en el momento actual, esta continuidad debe matizarse. Hasta la última década del siglo xx, los fracasos encontraban explicación, en gran medida, por cambios significativos en las circunstancias político-económicas que habían llevado a plantear previamente proyectos ambiciosos como lo fueron el de la Comunidad Europea de Defensa y la Comunidad Política Europea, a principios de los cincuenta, o el Informe Tindemans sobre la Unión Europea en 1976 o el Proyecto de Tratado para la fundación de la Unión Europea, elaborado por el Parlamento Europeo en 1984. Hoy el desengaño evidencia, primero, un cierto divorcio entre gobernantes y ciudadanía, y segundo, la división entre los propios Estados miembros, con visiones muy distintas de lo que debe ser la Unión Europea: una estructura altamente integrada, fuerte y con amplias competencias –en el ámbito económico y político– o un mercado interior acompañado, en su caso, de una cooperación/coordinación políticas sólo cuando sean estrictamente precisas1.

Ahora bien, la necesidad de introducir modificaciones en los Tratados constitutivos resulta insoslayable para permitir el funcionamiento eficaz de un proceso que empezó con seis Estados miembros y en el que participan actualmente veintisiete. Esta adaptación del proceso de integración a la nueva realidad que caracteriza la Europa posterior a la caída del muro de Berlín, sePage 284inició de hecho con el Tratado de Maastricht, adoptado en 1992, seguido del Tratado de Ámsterdam, en 1996, y no pudo culminarse con el Tratado de niza, en el año 2001. es por ello forzoso implantar cambios que simplifiquen el sistema y clarifiquen algunos aspectos que, lejos de solucionarse, se han venido complicando en los últimos años. A estos objetivos, respondía el Tra� tado constitucional y, posteriormente, el Tratado de Lisboa cuyo proceso de ratificación tampoco está exento de problemas tras el referéndum negativo de Irlanda el pasado mes de junio de 2008. probablemente el mayor error del Tratado constitucional es que «aparen� taba lo que no era»2. Se utilizaba el término Constitución para Europa, pero se trataba de un Tratado Internacional constitutivo, eso sí, de una organiza� ción Internacional sui generis, la unión europea que, de ningún modo, se configuraba como un estado. Cierto que esta tendencia a utilizar términos con un contenido simbólico más o menos significativo para simular, así, avances en el proceso es casi ya una tradición en la integración europea. Qui� zás quepa situar su origen en el éxito que tuvo la referencia al Mercado Inte� rior, en el Acta Única europea, como nuevo objetivo de la integración econó� mica, frente a la noción de Mercado Común que el Tratado de roma, adoptado en 1958, preveía conseguir en un periodo de doce años. Aunque sea difícil diferenciar un concepto del otro, el cambio de denominación permitió disfrutar más plenamente del éxito que, realmente, supuso el establecimiento del Mercado Interior en enero de 1993. esta práctica se continuó en el Trata� do de Maastricht, que solemnemente proclama la creación de la unión euro� pea, para descubrir después que estos términos no son sino una expresión con la que referirnos de forma simple a una realidad compleja formada por tres –hoy dos– organizaciones internacionales, las Comunidades europeas, que ya existían, y dos pilares de cooperación intergubernamental que también continúan prácticas anteriores. Sin duda, los tratados de Maastricht, Ámster� dam y niza contienen novedades importantes. Sirvan de ejemplo la consecu� ción de la moneda única, el establecimiento de la ciudadanía europea, la amplia� ción de poderes del parlamento europeo o las modificaciones institucionales que aporta el Tratado de niza. Ahora bien, quizás para paliar la mala imagen que produce la inflación de reformas –cuatro en una década– desde el principio los debates, la negociación y el articulado del Tratado constitucional se satura� ron de terminología simbólica que, sin un contenido real o completo, causó rechazo tanto en los partidarios de profundizar en el proceso y, en particular, en los objetivos de integración política, como en sus detractores, todos ellos teme� rosos de que el hábito terminara por hacer a un monje que no les satisfacía. en este contexto, la alternativa adoptada en Lisboa ha consistido precisa� mente en rechazar todos «los elementos simbólicos y semánticos que pudie� ran dar a entender a los ciudadanos que nos encontrábamos ante una forma de asociación que recordase a una estructura estatal»3. esta criba ha tenido como consecuencia secundaria, pero devastadora, el abandono de uno de los mayores logros que, frente a las últimas reformas de los tratados constituti�Page 285vos, suponía el Tratado constitucional, esto es, «su sistemática y estructura»4. en efecto, el Tratado constitucional tenía la virtud de aunar en un único texto articulado el Tratado de la unión y el Tratado constitutivo de la Comunidad europea, derogándolos y avanzando significativamente en el esfuerzo de hacer más comprensible y manejable el derecho originario. el Tratado de Lisboa vuelve al sistema anterior que, partiendo de los tratados en vigor, modifica el contenido de algunos artículos y los integra en dos nuevos trata� dos: el Tratado de la unión europea (en adelante Tue) y el Tratado de Fun� cionamiento de la unión europea (en adelante TFue)5. este último recoge sustancialmente el contenido modificado del Tratado constitutivo de la Comunidad europea, organización que desaparece siendo sustituida por la unión europea. Al igual que hacía el Tratado constitucional, el Tratado de Lisboa mantiene, como texto aparte, el Tratado constitutivo de la Comunidad europea de la energía Atómica. en definitiva, al plantearse como una reacción frente al rechazo suscitado por el Tratado constitucional, el Tratado de Lisboa se encuentra marcado por una huída de la simbología estatal y constitucional que contrasta con el res� peto de todos aquellos elementos que recuerdan la naturaleza esencialmente intergubernamental de la unión europea, incidiendo todavía más en ella a través de nuevos gestos, a menudo también simbólicos pero ahora en esta línea opuesta a la anterior. en esta dicotomía y batalla de simbologías, el factor claramente perdedor, salvo contadas excepciones, ha sido la transpa� rencia o simplicidad que, en algunos puntos, aportaba el Tratado constitucio� nal. Frente a ello, en su contenido básico y fundamental, el grueso de las modificaciones previstas en el Tratado constitucional subsiste en el Tratado de Lisboa, cumpliéndose así el objetivo esencial de «completar el proceso iniciado por el Tratado de Ámsterdam y el Tratado de niza con el fin de reforzar la eficacia y la legitimidad democrática de la unión y mejorar la coherencia de su acción»6.

1. La batalla de los símbolos y su plasmación en el Tratado de Lisboa

El primer símbolo que desaparece en el Tratado de Lisboa es la palabra «Constitución». Con ello, como venimos advirtiendo, se hace un ejercicio de honestidad. Si bien es cierto que el proceso de integración europea tiene unas características específicas poco frecuentes en la escena internacional, la Comunidad europea y la unión europea están lejos de ser un estado y el Tratado constitucional era un Tratado internacional, estricto senso, y no una «Constitución». esta no es la única modificación de carácter esencialmente terminológico que aporta el Tratado de Lisboa. el artículo I�28 del Tratado constitucional preveía el nombramiento de un Ministro de Asuntos exteriores de la Unión por mayoría cualificada del Con�Page 286sejo europeo, previo consentimiento del presidente de la Comisión, que estaría al frente de la política exterior y de seguridad común de la unión, así como, de las responsabilidades que incumben a la Comisión en el ámbito de las relaciones exteriores. esta figura que preside el Consejo de Asuntos exte� riores, a la vez que es miembro y vicepresidente de la Comisión, con el obje� to de velar por la coherencia de la acción exterior de la unión en todos los ámbitos, pasa a denominarse en el Tratado de Lisboa Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad. pero esta es la única diferencia que puede apreciarse, con respecto al citado artículo I�28 del Tratado constitucional, en el que habrá de ser, tras la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, el contenido del artículo 18 del Tue. Más allá del cambio de nombre...

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