Rodrigo Uría (1906-2001). En memoria del hombre de carne y hueso

AutorAníbal Sánchez Andrés
CargoCatedrático de Derecho Mercantil en la U.A.M.
Páginas1341-1353

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I Su vida

El día 17 de septiembre del año 2001 murió en Madrid don Rodrigo Uría González, hombre bueno y jurista competente e intuitivo, destinado por derecho propio a ocupar un lugar de honor en la orla de los mercantilistas españoles del siglo XX, si se nos permite usar ahora a título de préstamo la rotulación que el Profesor Langle diera a su repaso de los que protagonizaron el estudio de nuestra disciplina alrededor del primer Código de Comercio durante la centuria anterior (Granada, 1951). Había nacido don Rodrigo en Oviedo el 26 de noviembre de 1906 y, hasta muy poco antes de su fallecimiento, conservó envidiable vitalidad física, una lucidez mental extraordinaria, y siempre una fidelidad sin alardes a sus profundas raíces asturianas, ejercida de modo natural y con la cordialidad de trato que, por antonomasia y en grado tan eminente, distinguieron su estilo personal y la humanidad de su talante.

Inició los estudios de Derecho el año 1922 en su ciudad natal, licenciándose el año 1927 con Premio Extraordinario. Nombrado de inmediato Ayudante de clases prácticas, continuó luego su formación en la Universidad Central de Madrid, donde obtuvo con la más alta calificación el grado de Doctor, tras presentar su tesis sobre «La delegación legislativa». Pensionado los años 1929 y 1931 por la Junta de Ampliación de Estudios, accedió por concurso de méritos el año 1932 a la condición de Profesor Auxiliar, con elPage 1342 encargo de ocuparse de las enseñanzas de Derecho Mercantil, que desempeñó en Oviedo, hasta que una nueva beca del organismo ya mencionado le permitió completar su período formativo en Alemania y en Italia durante el año 1934. El pensamiento causalista de Müller-Erzbach, desde sus primeras estancias de investigación por tierras germánicas, y el neocorporativismo de Lorenzo Mossa, en su última estadía pisana, dejaron huella en el joven profesor, ya suficientemente preparado por entonces para ejercer un magisterio autónomo que, sin embargo, se encargó de aplazar nuestra Guerra Civil. Laureado a título colectivo con la Cruz de San Fernando, juntamente con todos los que participaron en la defensa de Oviedo, al término de las hostilidades se incorporó a la Cátedra madrileña del Profesor Garrigues (1939), y allí continuó hasta obtener por oposición la Cátedra de Derecho Mercantil de la Universidad de Salamanca (1943). Pero pronto volvió a Madrid, donde fundó el año 1946 la Revista de Derecho Mercantil, incorporándose asimismo a las tareas prelegislativas del Instituto de Estudios Políticos que prepararon nuestra primera Ley de Sociedades Anónimas de 1951, en tantos aspectos ejemplar. Por el camino se había venido gestando nuestra primera Facultad de Ciencias Políticas y Económicas, con enseñanzas de Derecho Mercantil, que obligaron a don Rodrigo a realizar una nueva oposición, ganando la Cátedra correspondiente el año 1953. En ella prosiguió su andadura universitaria hasta su jubilación (1976), compartiendo la enseñanza con el ejercicio de la Abogacía, que había iniciado en su bufete doméstico, convertido ya a la fecha de su muerte -menos por sus ansias de hacerlo crecer que por la cuidadosa diligencia de su hijo, el estímulo de su primer discípulo y consocio y el esfuerzo de muchos colaboradores leales- en una de nuestras firmas multinacionales del Derecho mejor acreditadas. El magisterio universitario de don Rodrigo, esta vez fruto exclusivo de su capacidad de convocatoria, había creado poco a poco un grupo de estudiosos selecto y fecundo, cuya línea de trabajo fue encabezada con rigor científico creciente por sus discípulos inmediatos, Aurelio Menéndez (Universidad Autónoma de Madrid), Luis Suárez Llanos (Universidad de Santiago de Compostela), José María Muñoz-Planas (Universidad de Oviedo) y José María Gondra Romero (Universidad Complutense de Madrid), quienes, por su parte, han enriquecido la escuela con una pléyade de mercantilistas jóvenes (y algunos no tanto, entre los que yo mismo me encuentro tras algunas idas y vueltas e importantes mestizajes) que permitieron felizmente a don Rodrigo disfrutar, como los patriarcas de la Biblia y en el plano magistral, del respeto y la admiración de los hijos de sus hijos hasta la tercera generación.Page 1343

Impagable privilegio que muy pocos seres afortunados logran alcanzar en vida.

Dicho lo anterior, algo queda todavía por añadir sobre la etapa más próxima a nosotros. Académico de número en la Real de Jurisprudencia y Legislación (1975) y Consejero del Banco de España entre 1980 y 1982, Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales (1990), con un Doctorado honoris causa por la Universidad de Oviedo (1981) y otro por la de Alcalá de Henares, ha sido también Medalla de Honor de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (2000), y poco antes merecedor del galardón que la Complutense de Madrid otorga a Uría vida dedicada al Derecho, entre otros honores y distinciones que sería prolijo resumir (Grandes Cruces de Alfonso X el Sabio y de San Raimundo Peñafort, etc.). Unos y otros reconocimientos pusieron broche de oro a una carrera plena, que, acaso mejor que otra demostración cualquiera viene a probar, como enseguida veremos -o al menos a mí así me lo parece-, la coherencia transparente de su labor científica. Nada comparable, sin embargo, a la evolución de don Rodrigo como hombre y ciudadano, en una trayectoria compartida con egregios amigos personales de su mismo estilo y similar peripecia vital (Dionisio Ridruejo, Pedro Laín) que acertaron juntos y separadamente -quizá fuera mejor decir joint and several, según la conocida fórmula anglosajona que añade aspectos de compromiso personal difíciles de traducir a la hora de proclamar esas responsabilidades asumidas in solidum- a transformar y encauzar el sentido ético de su compromiso juvenil y aquella primera afiliación política hacia los valores de la libertad y el universalismo humanista, con los que comulgaban asimismo otros muchos compañeros de dentro y fuera de aquella estimulante Facultad de Ciencias Políticas (Ollero, Tovar, Aranguren, etc.), anunciando ya los aires democráticos superadores de pasadas contiendas y que propiciaron nuevos proyectos colectivos a la sombra de nuestra flamante Constitución de 1978.

Todos ellos vivieron en primera persona, y con gran generosidad, unos valores imperecederos que tantos pretenden monopolizar hoy en forma más o menos excluyente, ansiosos por apropiarse de la capacidad de seducción y el poder movilizador y aglutinante que la nobleza del empeño incorpora a eso que usa llamarse ahora -con exceso de ampulosidad, para mi gusto- «patriotismo constitucional». Un concepto éste bastante llano, o excesivamente sutil, según se mire, a la hora de intentar designar un cierto sentido de lo público que don Rodrigo Uría -como le sucedía a Monsieur Jourdain con la prosa- ejerció siempre, aunque fuera sin saberlo, y nunca dejó perder, ni siquiera en la maraña de los intereses del des-Page 1344pacho. Convertido hoy aquel sentimiento en refugio de escépticos dispuestos a renovar una y otra vez los rescoldos de viejas promesas bautismales y pasadas...

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