Los principados y la política papal de la Baja Edad Media. Fuentes y régimen jurídico

AutorMaría del Carmen Sevilla González
Páginas215-248

    «Todos los Estados, todas las dominaciones que han ejercido y ejercen soberanía sobre los hombres han sido y son repúblicas o principados».


(Nicolás Maquiavelo, El Príncipe, Capítulo I)

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Introducción

Escribió recientemente el profesor Escudero que los territorios de la monarquía hispánica tenían diferente naturaleza jurídica y, por tanto, distinto rango: «reinos», «principados», «ducados», «marquesados», «condados», «señoríos» y «provincias» 1. Por tanto, si la monarquía estaba históricamente estructurada sobre ese modelo diverso y heterogéneo, en el que se integran también los «Principados», no debe estar exento de interés llevar a cabo un análisis de la naturaleza y régimen jurídico de tales formaciones políticas, ya que a priori resulta muy llamativo que bajo una misma denominación aparezcan entidades tan diferentes entre sí.

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Terminológicamente, es innegable que las primeras acepciones de principatus o «principado» son las que designan tanto el período cronológico que discurre entre la época del emperador Augusto hasta la de Diocleciano como el conjunto de caracteres políticos y jurídicos que rodean el ejercicio del poder por parte de tales emperadores, calificados de principes. Por tanto, la expresión tiene su origen en el Derecho Romano y, tal como mantiene Ullmann, «condujo a la correcta utilización del concepto de monarquía» 2.

También se ha empleado esta expresión para designar determinadas organizaciones políticas, tanto en el propio ámbito de la península ibérica, como en el europeo. Así desde la perspectiva del medievo en los reinos hispanos, el territorio catalán recibió desde los tiempos medievales, la denominación de «principado» partiendo de la expansión política llevada a cabo por Carlomagno. La «marca hispánica», políticamente franca, quedó integrada por territorios como Gerona, Ausona, Cardona y Barcelona, que fueron a su vez divididos en condados. A finales del siglo x, estas demarcaciones fueron adquiriendo autonomía y el conde de Barcelona consiguió una clara preeminencia sobre todos los demás condes, siendo considerado «príncipe». Por consiguiente, las competencias políticas sobre esta zona geográfica de la península se concentraron finalmente en el Conde de Barcelona, convertido en rey, a título personal, desde la unión de su «condado» con el reino aragonés. El resultado fue que el territorio catalán siguió siendo considerado nominalmente como «Principado» en vez de reino, como ocurrió con Aragón, y con los nuevos territorios de Mallorca y Valencia3. En palabras de L. Suárez, el Principado de Cataluña habia adquirido tal madurez institucional que «salvo en el nombre, tenía todas las características de un reino»4.

El caso del Principado de Asturias tiene muy distinto carácter, ya que éste fue en su origen una verdadera estructura señorial, cuya titularidad quedó atribuida a los primogénitos de la casa reinante en Castilla, y que se articuló finalmente como un territorio netamente castellano, aunque la etapa bajomedieval estuviera jalonada de conflictos. El último heredero de la Corona que tomó posesión efectiva del «Principado» fue el Infante Juan, el heredero malogrado de los Reyes Católicos. Desde entonces, aquel quedó siempre integrado de manera plena en la Corona de Castilla como un título atribuido al heredero, toda vez que los Reyes Católicos llevaron a cabo una política muy definida para eliminar los vínculos señoriales que existían entre algunas familias nobi-Page 217liarias y diversas zonas asturianas, que constituían un obstáculo para la plena integración del Principado en el «realengo»5, lo que constituía el fin político pretendido.

El tercer ejemplo del que nos servimos para destacar la heterogeneidad, en principio sólo terminológica, de la expresión «Principado» cuando se aplica a territorios de la península ibérica, lo constituye el caso de Andorra, cuyos orígenes se remontan al siglo ix, cuando el monarca franco Carlos el Calvo concedió estos dominios al Conde de Urgell, convirtiéndose en el siglo xii en un señorío eclesiástico cuya titularidad se atribuyó inicialmente a los Obispos de Urgell. Pero esta titularidad fue disputada reiteradamente por los Condes de Foix6, llegándose a diversas transacciones y pactos en los que el ejercicio del poder político se atribuyó a dos instancias en régimen de igualdad: los «príncipes», o «copríncipes»7, expresión que se conserva y mantiene en la Constitución vigente de Andorra, que mantiene esta doble titularidad, compatible con un estado soberano8. La conclusión que se obtiene de esta breve comparación entre Cataluña, Asturias y Andorra es la de que se emplea una misma denominación para tres formaciones políticas completamente diferentes. Ello supone -a priori- que es necesario admitir que la expresión «principado», incluso referida a zonas geográficas próximas entre sí, sirvió para definir estructuras políticas muy distintas: un reino independiente, un dominio territorial plenamente integrado en el regnum castellano y una pequeña organización política pirenaica señorial cuya titularidad es ejercida por un señor laico y otro eclesiástico.

En el ámbito territorial extrapeninsular, la heterogeneidad no resulta menos llamativa, máxime cuando no todas las formaciones políticas nacientes en la Baja Edad Media aceptaron la autoridad del Sacro Imperio Romano Germánico9, lo que supuso que tanto en el ámbito de éste como en el de las incipientes monarquías, como Francia, o en la fragmentada Italia, hayan aparecido los «principados territoriales», en los que el «príncipe» generalmente ejerció un poder verdaderamente soberano, landeshoheit o soberanía territorial, como indica Pacaut10, compatible con el sometimiento del titular del dominio a un poder superior y preeminente. Y es precisamente en este contexto en el que cobra significación la intervención de los pontífices, que a lo largo de los siglos xiii y xiv crearon diversas organizaciones territoriales de esta naturaleza, con la finalidad de favorecer tanto los intereses de la propia Santa Sede como los de las monarquías y los de los grupos y facciones políticas aliadas del Papado, Page 218 pero sin que quepa afirmar que todos los principados medievales fueron de creación pontificia.

En opinión de Besta11, la aparición del principado en el ámbito italiano supuso un avance en el camino a la centralización política, destacando el caso del rey de Sicilia, denominado princeps desde el siglo xii, en un intento de igualarse a los emperadores romanos. De igual forma señala el mismo autor que los domini civitatum y los feudatarios investidos del vicariato imperial asumieron el tiíulo de príncipes en los siglos xiv y xv, defendiendo la teoría de que desempeñaban derechos propios del emperador. Por tanto, resulta difícil obtener en el ámbito suprahispánico una característica común que distinga a los «principados» de otras formaciones políticas, ya que tanto se crearon en el ámbito del Sacro Imperio Romano Germánico como fuera del mismo.

El descubrimiento de América y los múltiples problemas jurídicos y teológicos que éste generó determinó también la utilización de la expresión «principado» para referirla bien a cualquier comunidad política indígena, como ocurre con Domingo de Soto12, al referirse a los principados indígenas americanos o bien para equipararla a una genérica estructura política, como ocurre en el caso de Francisco de Vitoria13.

Ante la multiplicidad de formas políticas que a lo largo de la historia reciben el nombre «Principado», se opta por una acotación temporal y conceptual previa, materializándola en los que fueron creados por la voluntad pontificia en los siglos bajo medievales.

1. Los Principados de los siglos xiii y xiv: marco jurídico y político

Una de las notas más destacadas de la historia del Pontificado ha sido, sin duda, su decidida vocación de intervenir en cuestiones temporales e interferir en la vida política de los distintos países. La historia europea de los siglos xiv y xv quedaría vacía de contenido si se eliminara la referencia a la Santa Sede, ya que los conflictos políticos de esas centurias en realidad lo eran de la propia Cristiandad occidental en los que el Pontífice desempeñó siempre un papel capital. Pero no es menos cierto que la Iglesia de Roma se encontró en estos siglos inerme frente a la expansión de la iglesia oriental y que su primario fin misional también estaba en grave crisis14, todo ello sin contar con la Page 219 aparición de diversos planteamientos teológicos, considerados heréticos o simplemente heterodoxos, que la Iglesia intentó con gran firmeza eliminar. En ese complejo contexto es en el que aparece además la decidida voluntad de los papas de convertirse en la instancia idónea para dirimir todos los conflictos políticos de la Europa del momento, hasta el punto de convertirse en una instancia superior, arbitral, y de referencia única, que tenía la potestad de establecer criterios y soluciones definitivas frente a emperadores, reyes y restantes poderes temporales.

En este marco, no podemos dejar de considerar el hecho de que en el siglo xiv la Santa Sede se halla en la ciudad francesa de Avignon, lo que coadyuvó a incrementar los lazos, ya intensos anteriormente, existentes entre los Pontífices y la casa real francesa, de tal forma, que puede afirmarse de manera indiscutible, que la política papal estuvo dirigida a favorecer exclusivamente a la dinastía de Anjou. La creación del Principado de la Fortuna, tema que se abordará en las páginas siguientes, no obedece a otra finalidad que la de recompensar a un miembro de la propia familia real francesa, lo...

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