La protección de las situaciones de dependencia personal y el papel del cuidador no profesional, informal o familiar

AutorSantiago González Ortega - Marta Navas-Parejo Alonso
Páginas17-42

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1. La peculiaridad de las situaciones de dependencia personal como riesgo social y la especialidad de sus instrumentos de tutela

Las situaciones de dependencia deben ser entendidas, con carácter general, como aquellas en las que la persona afectada necesita el auxilio de otra para realizar las actividades más esenciales de la vida cotidiana y en las que se pone en juego no sólo su calidad de vida sino también su autonomía y su dignidad personal. Así se han definido, hace ya algunos años, por el Comité de Ministros del Consejo de Europa, en la Recomendación (98), de 18 de septiembre de 1998, para la que la dependencia es "el estado en el que encuentran las personas que por razones ligadas a la falta o pérdida de autonomía física, psíquica o intelectual tienen necesidad de asistencia y/o ayudas importantes a fin de realizar los actos corrientes de la vida diaria". Descritas de esta manera, la primera conclusión a la que ha de llegarse es que las situaciones de dependencia constituyen un riesgo social dotado de características singulares.

En primer lugar, se trata de un riesgo de carácter universal, que puede afectar, por definición, a todos los ciudadanos quienes, con una altísima probabilidad y sobre todo si superan una cierta edad, acabarán encontrándose en una situación, más o menos grave o más o menos duradera, de dependencia. Por no mencionar los casos,

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desde luego no despreciables en cuanto a su número, en que esa dependencia no está vinculada a la edad o al envejecimiento sino a enfermedades, defectos, padecimientos o dolencias, originarias o sobrevenidas, de naturaleza incapacitante; en el sentido que quien las sufre, tenga la edad que tenga, también requiere el concurso de otra persona para realizar las actividades básicas de la vida diaria. A este efecto, y según datos del Imserso (mInIsterIo de sanIdad y asuntos socIales, 2009), puede indicarse que, en España, de las solicitudes de prestaciones recibidas hasta septiembre de 2009, casi un 75 por 100 se refieren a personas mayores de 75 años, siendo sólo 3.300 las relacionadas con dependientes menores de 3 años (0,3 por 100 del total); datos que crecen con la edad del solicitante hasta el tramo entre 55 y 65 años que recoge en torno al 10 por 100 de las solicitudes.

En segundo lugar, la dependencia constituye una situación de necesidad que no tiene, en cuanto situación de necesidad, una connotación fundamentalmente econó-mica o profesional ya que no se aborda, desde luego, como una incapacidad para trabajar, aunque la situación de dependencia pueda, en muchos casos, determinarla; además, al afectar en un gran número de casos a personas que superan la edad de jubilación esta posible repercusión sería igualmente irrelevante desde el punto de vista práctico. La situación de necesidad que se quiere proteger, en cambio, tiene como referente las condiciones de vida del sujeto afectado; proyectándose, no tanto hacia la actividad pública de desarrollo de un trabajo o de una actividad profesional, sino hacia la esfera privada, la de la vida en sus dimensiones más elementales. De modo que la dimensión estrictamente económica queda desplazada ya que, para calificar a una persona como dependiente, es indiferente si trabaja o no y si tiene ingresos suficientes o carece de ellos. Otra cosa es, pero tiene que ver con la tutela que pueda otorgarse, el coste de la misma, la existencia de prestaciones económicas dispensadas para hacerle frente y la posibilidad de que el propio dependiente contribuya al coste del cuidado en razón de los ingresos o del patrimonio de que disponga.

En consecuencia, las necesidades a tutelar son, prioritariamente, de carácter in-material, tales como la dignidad personal, la autonomía del individuo, la posibilidad de desarrollar, gestionar y controlar, sólo o con la ayuda de otro, las dimensiones más íntimas y personales de la vida. Se trata, pues, de personas que no necesariamente se encuentran en situación de necesidad económica, mucho menos extrema; aunque, en su inmensa mayoría, estarían condenadas al empobrecimiento, a la indigencia o a la desatención si hubieran de afrontar con sus solos recursos los costes de atención que precisan.

En tercer lugar, la situación de dependencia no es sin más una enfermedad, ni siquiera crónica, que requiera exclusivamente un tratamiento médico; aunque pueda constatarse la altísima incidencia de enfermedades en dependientes mayores de 65 años (mInIsterIo de trabajo y asuntos socIales, 2005, p. 20). Por el contrario, es una situación de limitación y de fragilidad personal en lo que hace a las operaciones más elementales de la vida, incluyendo en ellas no sólo la de alimentarse o la de atender al aseo personal, sino también las más amplias de desplazarse dentro del hogar y atender a cotidianas cuestiones domésticas, o las más sociales de movilidad externa o de gestión de la vida social y de participación. Por ello, las prestaciones que el dependiente requiere no son sólo, aunque también pueden serlo desde luego en ciertos casos de dependencia grave o asociada a enfermedades, de tipo médico.

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Junto a las sanitarias, entendidas en sentido amplio, es decir, tanto generales como especializadas, las situaciones de dependencia requieren, entre otras, prestaciones de rehabilitación o de prevención de futuras o más graves dependencias; prestaciones instrumentales y farmacéuticas; ayudas para la adaptación de los hogares y para favorecer la movilidad; prestaciones personales de acompañamiento, de entretenimiento, de ocio o de integración social; ayudas domiciliarias personales o a través de la teleasistencia; centros de día, centros geriátricos, centros de internamiento temporal y residencias asistidas; adecuada formación de los cuidadores, etc. Todas, sin embargo, prestaciones de servicios o técnicas.

En cuarto lugar y por lo dicho, la especial naturaleza de la situación de necesidad hace que su cobertura no pueda realizarse sólo con prestaciones económicas que, a la postre, no serán sino sucedáneos de otras prestaciones directas de tipo personal, en las que la profesionalidad y la dedicación (si se trata de servicios de ayuda prestados por profesionales de estas actividades) u otros valores como el afecto, el sentido de la responsabilidad familiar, la solidaridad, la gratitud o el respeto a los mayores (sin duda relevantes si la ayuda se presta por familiares o personas del entorno familiar del dependiente sin recibir de éste, ni pretenderlo normalmente, ninguna contraprestación por ese cuidado) tienen un papel protagonista.

Es verdad que pueden concebirse, y existen, sistemas de protección que sólo otorguen a los dependientes prestaciones económicas que les permitan afrontar los gastos de cuidado; pero, salvo que esas prestaciones se afecten directamente a la adquisición de los servicios de asistencia, serán sistemas en los que difícilmente podrán alcanzarse los objetivos de ayuda a los dependientes mediante prestaciones eficaces y de calidad y en los que tampoco se lograrán fácilmente los objetivos de garantizar y promover la dignidad y la autonomía personal del dependiente. En todo caso, lo cierto es que la articulación concreta de la protección de los dependientes, en cada país y en cada caso, debe optar entre proporcionar fundamentalmente prestaciones técnicas, de asistencia o de ayuda personal al dependiente, o prestaciones económicas que, dejando al dependiente un mayor grado de libertad de elección y un amplio margen de disponibilidad de dichas ayudas económicas, aparecen como intermediarias entre las finalidades de la ley y la consecución efectiva de sus objetivos.

En quinto lugar, la protección que se dispense ha de resolver también la alter-nativa entre responsabilidad familiar y carga pública, entre el ámbito de lo privado y de la intervención social. En el sentido de que el cuidado de los dependientes ha formado parte siempre de las responsabilidades privadas del núcleo familiar, que ha venido asumiéndolas durante mucho tiempo, y aun hoy lo hace, sin ponerlas en cues-tión. El afecto, la cohesión familiar, las obligaciones respecto de los hijos y parientes cercanos, el deber de apoyo mutuo, el reconocimiento de la deuda contraída con los padres, la solidaridad intergeneracional, o el respeto y consideración a los mayores han sido los valores sobre los que se ha asentado ese cuidado, mantenido durante mucho tiempo, sin considerar su coste ni su carga, en el espacio de la familia.

Es cierto que esa estructura moral está cambiando y que el individualismo, el aislamiento social, la presión del trabajo, del consumo y del ocio, o la carencia de tiempo, están llevando a un proceso de desresponsabilización familiar del que sin duda es una patética expresión el alto número de ancianos que viven solos en sus domicilios (según

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datos del mInIsterIo de trabajo y asuntos socIales, 2005, p. 23, un 15 por 100 de las personas...

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